…Y ahora que lo sabe todo, madame, ¿cree usted que debo aceptar la invitación que me envía esta persona?
La respuesta tardó apenas unos minutos en llegar y fue la siguiente:
Preparativos para un viajeUn pasado infeliz sólo puede conjurarse sometiéndolo a la inmisericorde luz del presente, querid@ Rapunzel. Por tanto mi consejo es que sí, que aceptes de inmediato la invitación.
«Cría cuervos y te sacarán los ojos», se dijo Olivia Uriarte admirando la bellísima espalda desnuda de Vlad Romescu mientras él trabajaba al sol.
«Vlad», que suena igual que sangre en inglés. Vlad, que es el nombre de pila del conde que inspiró el personaje de Drácula. Vlad, el Empalador, el vengativo. ¿A quién sino a ella se le podía ocurrir embarcar junto a sus invitados en el
Sparkling Cyanide
al mando de un capitán tan poco de fiar como éste? Lo menos malo que podría suceder era que los abandonara a todos una noche a la deriva cerca de las rocas para que se estrellaran sin remedio. «Pero bueno, según y cómo —pensó— también esto puede favorecer mis planes, dejemos que el destino decida por mí.»
Olivia encendió un cigarrillo. Se encontraba tomando el sol en la terraza de su casa de Andratx, ésa que muy pronto dejaría de ser suya para pasar a ser de los acreedores. Desde allí podía ver cómo su empleado Vlad (que, irremediablemente también dejaría de serlo en breve) cargaba en el Range Rover (propiedad ahora del banco) una maleta y varios bolsos (de momento suyos, pero a saber) que debía trasladar de la casa al puerto. Y allá lejos en dicho puerto, cabecearía impaciente el
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(propiedad de los acreedores, naturalmente), preparado para el último viaje y a la espera de la llegada de sus invitados.
—Cuidado con esa bolsa, tesoro —le gritó Olivia a Vlad—, contiene mis mejores sombreros; no me gustaría nada que se aplastasen. Y ahora vete tú por delante al barco. Yo bajaré en mi coche dentro de un rato.
Vlad le lanzó una mirada tan azul como asesina y Olivia, sonriendo, volvió a repetirse aquello de cría cuervos al tiempo que añadía este otro retazo de sabiduría popular: «Haz un favor y perderás un amigo.»
Quedaban menos de diez minutos para la hora de llegada de sus invitados al puerto, pero la puntualidad nunca había sido una de sus virtudes. Es más, la consideraba una horterada. A pesar de que se dice que es cortesía de reyes, ella era de otra opinión. La gente importante y las mujeres guapas siempre han de hacerse esperar, es su prerrogativa, casi su obligación. «Bah, total, tampoco pienso retrasarme demasiado», se dijo mientras se entretenía en filosofar un poco más sobre Vladimir y también sobre la veracidad del refrán que acababa de invocar. «Sí, lo tengo más que observado, algunas personas no sólo no te agradecen que les hagas un favor sino que después te odian por ello. ¿Será que no quieren que les recuerdes sus miserias? ¿Será porque les molesta estar en deuda con alguien? Curioso fenómeno.»
Olivia encendió un nuevo cigarrillo y luego estiró el brazo para alcanzar la copa de vino blanco que hace rato había dejado sobre una mesita cercana. Se la llevó a los labios pero el líquido estaba ya caliente y la mezcla de tabaco con alcohol tibio le hizo pensar nuevamente en Vlad que, en ese momento, le dedicaba otra de sus miradas antes de pasar por delante de ella en su Range Rover y desaparecer envuelto en una gran nube de polvo. «Cuánto han cambiado las cosas», pensó, y a continuación no pudo evitar recordar la primera vez que había visto aquellos ojos azules, tan maravillosos. «Mira Oli, éste es mi sobrino Vlad; con lo que a ti te gustan los niños, seguro que muy pronto te encariñarás con él.» Eso había dicho Flavio, su marido, al presentárselo. Claro que un hombre de treinta y dos años no es exactamente un niño. Menos aún si además de ojos tan fuera de lo común, se caracteriza por tener un espectacular cuerpo trigueño y una sonrisa de anuncio. Pero Flavio no parecía ser consciente de estas particularidades. Como buen italiano meridional, para él la familia era una vocación, casi una religión, y la palabra «niño» la aplicaba a todo pariente diez o doce años menor que él al que había que ayudar o proteger. Esto Olivia lo sabía bien puesto que, en los pocos años que llevaban juntos, lo había visto socorrer a toda una cohorte de parientes del más diverso pelaje, desde niños de papá tan inservibles como caprichosos, hasta viejos tíos lunáticos y arruinados pasando por un par de primas lejanas
sedottas
y
abbandonatas.
Flavio era inmisericorde con el resto de la humanidad pero adoraba a su familia. ¿Y cómo de extensa puede llegar ser una antigua estirpe napolitana para que siempre aparecieran parientes nuevos? Olivia no había logrado desvelar el misterio, como tampoco comprendía por qué algunos de esos parientes eran cultos y sofisticados mientras que otros, como este bellísimo pero sin duda rústico Vladimir, parecían recién llegados de algún remoto lugar de la Italia más profunda y atrasada. Pero es que además, en este caso existía un enigma añadido, aquel nombre de pila tan poco mediterráneo. ¿No es Vladimir un nombre más propio de algún país centroeuropeo? Así se lo preguntó un día a Flavio y él entonces sólo le había revelado parte del misterio. Por lo visto, Vlad pertenecía al tercer grupo de los parientes en apuros, aquel que incluía a las
sedottas
y
abbandonatas.
Años atrás una de sus primas mayores tuvo un descuido con un jornalero rumano de nombre Vlad Román mientras se dedicaba a la recogida de la fresa, una actividad, por lo visto, muy de moda entre las estudiantes ricas y aburridas de su generación. El hecho de que aquel fugaz romance hubiese tenido lugar fuera de Italia permitió, en este caso, camuflar de modo muy conveniente tan lamentable traspié. Para la versión oficial de los hechos, el desconocido padre de la criatura se convirtió entonces de jornalero en conde, su apellido pasó de Román a Romescu, como la salsa del mismo nombre, y se le inventó una muerte a tono con su rango: baleado por error en una cacería de ciervos durante la luna de miel. Fue así como la prima de Flavio volvió de la recogida de la fresa embarazada de un hijo supuestamente póstumo que al nacer recibió el nombre de pila de su desaparecido progenitor, del que, por cierto, heredó también aquellos maravillosos ojos.
Estos últimos detalles sobre los orígenes del muchacho no se los había contado Flavio. Él nunca hablaba de según qué asuntos porque ciertas cosas simplemente
no pasaban
en familias tradicionales como la suya. Pero cuanto más se afanan algunos en ocultar secretos, más fácilmente se extienden. Los trapos sucios eran mercancía común en los círculos en los que se movía Olivia, de modo que, no más de un par de semanas más tarde de que Vlad entrara en su vida, ella ya estaba al tanto de todos los pormenores de su llegada a este mundo. Desde que se conocieron y hasta el día de hoy habían pasado casi dos años y en ese tiempo habían tenido lugar muchas cosas relacionadas con los tres vértices del triángulo que muy pronto formaron Flavio, ella y el muchacho. En la geometría variable de tan curioso trígono, al principio todo fue normal y previsible. Vlad, que había nacido y crecido en un pueblecito marinero cerca de Sorrento en el que su madre fue a recalar «tras quedar viuda», traía bajo el brazo un supuesto título de licenciado en Economía. Su intención era trabajar en alguno de los muchos negocios de Flavio, por lo que comenzó un peregrinaje por varios de ellos para ver dónde encajaba mejor. Mientras se le buscaba una colocación adecuada a sus aptitudes (que no parecían muchas, así, a primera vista), las visitas a casa del matrimonio comenzaron a hacerse más frecuentes y, durante un fin de semana, Vlad viajó con ellos a Mallorca para pasar unos días en el
Sparkling Cyanide.
Muy poco después ocurrió aquello que Olivia tanto lucha por olvidar y de lo que habla lo menos posible por simple instinto de supervivencia: el accidente de automóvil y la pérdida de sus dos hijas. Primero, la pequeña Caridad, su niña tan deseada de menos de un año de vida, y después, tras unas semanas de sufrimiento, también Clarita, como una terrible maldición o castigo. Olivia enciende un nuevo cigarrillo. Realmente debería dejar de fumar o al menos recortar un poco el número. Como las desgracias nunca vienen solas, lo suyo no es para tomárselo a broma según le ha dicho el médico.
«Páncreas», ésa es la palabra que mencionó el doctor Pedralbes antes de explicar lo que significaba dicho término en su caso. «"Páncreas" e "incurable" son palabras que suelen ir juntas», así lo sintetizó él, vaya eufemismo. «Pero bueno, qué coño importa eso ahora», se dice. Si todo sale según sus planes, morirá muy pronto de todas maneras. Todos tenemos que pasar por ahí, tarde o temprano, lo verdaderamente importante es el
cómo,
no el
cuándo.
Aspira con fuerza una primera calada de este nuevo Marlboro y, mientras exhala, procura evitar que se cuele en sus pensamientos el recuerdo de Caridad, su bebé, y también el de su desdichada hija mayor, Clara, al tiempo que se obliga a revivir sólo lo ocurrido una semana después de la muerte de ésta. «Vamos, Oli, tienes que sobreponerte. Mira, he estado pensando y ya sé lo que necesitas, verás como te gusta mi idea.» Flavio, que en opinión de Olivia había encajado la muerte de las niñas con una entereza que se parecía demasiado a la indiferencia, apareció una mañana con dos pasajes de avión para las islas. Por un momento ella pensó que le proponía pasar unos días solos, lejos de todo, para olvidar lo ocurrido. Sin embargo, él negó con aire de disculpa: «Me encantaría, claro, pero en esta época del año es imposible pensarlo siquiera, por eso le he dicho al niño que te acompañe.»
«El niño», según supo ella más tarde, no estaba muy feliz con el arreglo. Vlad lo que deseaba era medrar en los negocios de su primo, no convertirse en acompañante de mujeres tristes. Sin embargo, no tuvo más remedio que aceptar, y a partir de ese momento empezó un paréntesis bastante feliz para Olivia. Pronto descubrió que lejos de su ambiente habitual, le resultaba más fácil no pensar en lo ocurrido ni sentir lástima de sí misma. Además, Vlad se reveló como un acompañante agradable. Al principio parecía demasiado callado y taciturno pero, un par de días después, tanto Olivia como él se dejaban llevar de puerto en puerto bebiendo tal vez demasiadas margaritas sin más compañía que la discreta tripulación del
Sparkling Cyanide,
que estaba compuesta por varios marineros filipinos o malayos que se movían por el barco mudos y —según Olivia— también ciegos.
Fue a bordo de aquel velero donde Olivia descubrió los dos verdaderos talentos de su «primo» Vlad que, por cierto, distaban mucho de su pericia en el mundo de los negocios en el que él deseaba introducirse. El primero era que, así como en tierra podía parecer un muchacho rústico de modales toscos, en el mar se transformaba por completo; no había más que ver cómo se movía por cubierta y su pericia a la hora de ponerse al timón. Era evidente que había crecido rodeado de marineros, aprendiendo de su sabiduría, compartiendo su forma de ver la vida. Hasta tal punto esto era notable que la tripulación, reacia siempre a recibir órdenes de cualquiera que no fuera el dueño, lo aceptaba y obedecía de buen grado. «He aquí tu mundo», le dijo ella un día mientras señalaba el mar con un amplio gesto de su brazo y también el blanco interior del
Sparkling Cyanide.
Pero ante su sorpresa, él respondió de forma cortante que no había salido de su pueblo para convertirse en criado de ningún pariente rico y ahí acabó la conversación. Olivia no quería ofenderlo, lo único que deseaba era pensar lo menos posible, de modo que no volvió a hablar del asunto. Era mucho más agradable olvidar su gran pérdida charlando con él, aprender de su recién descubierta sabiduría y disfrutar de la singladura.
El segundo talento de Vlad se reveló una noche de viento suave al son de Vinicius de Moraes, con la sola compañía del mistral y de varias margaritas bien heladas. Tal vez la culpa fue de la bossa nova, o quizá del tequila, es posible también que fuera del viento. Pero no, sin duda todo se debió a otro factor al que Olivia se creía inmune. El dolor unido al olor de un cuerpo bastante más joven que el suyo.
¿Y cómo definir, en este caso, tan irresistible perfume? Olivia calculó que se trataba de un entrevero de sal y canela, sudor y tequila acompañado de una colonia tan barata como detestable llamada Old Spice que ella había percibido antes en otros cuerpos, pero que en éste se conjuraba para conformar una combinación irresistible. En un principio, le costó seducir (o al menos eso creyó ella entonces) al muchacho. Sin embargo, tras un breve tira y afloja, se amaron esa noche, y también de madrugada. Se amaron incluso por la mañana antes del desayuno aun a sabiendas de que los marineros malayos mudos y, seguramente no tan ciegos, trajinaban muy cerca de ahí, entregados a sus quehaceres.
Nada de lo antes descrito habría tenido mayor importancia ni se hubiera diferenciado de otras muchas aventuras de Olivia a no ser por una salvedad. Ese día, ella rompió por primera vez una premisa a la que había sido siempre fiel. Como le había dicho a otros amantes anteriores a Vlad, en lo que a infidelidad conyugal se refiere, cuando una tiene un marido difícil o caprichoso o las dos cosas al mismo tiempo, la única forma de jugar sin quemarse es que no exista una segunda vez. «Lo siento, tesoro —comenzó por tanto diciéndole a Vlad— yo sólo me permito aventuras de una noche. Por eso, a partir de ahora, será como si nada de esto hubiera sucedido.»
Lo dijo así, sin cambiar siquiera un par de palabras del discurso que había utilizado con otros muchos hombres pero, en cuanto terminó la frase, supo que no lograría cumplir su propósito. Ella hubiera podido resistir quizá esos ojos azules, también aquel cuerpo espectacular que ahora se estiraba orgulloso y desnudo junto al suyo en la cama, resistir incluso la contrariedad que supondría, de ahí en adelante, verle todos los días en compañía de Flavio. Todo, sí, salvo aquel olor a sal y canela, sudor y Old Spice. «¿Cómo es posible que una colonia que siempre odié enganche tanto? —se preguntó entre el asombro y la alarma—. ¿Se puede una enamorar de un olor que detesta?»
Después de aquel primer viaje en el
Sparkling Cyanide
volvieron a amarse muchas otras veces y para Olivia constituyó el mejor antídoto contra la pena. Lo hicieron en moteles baratos, en playas desiertas, también en ese mismo Range Rover que acababa de desaparecer de su vista minutos antes envuelto en una nube de polvo. Olivia conoció entonces el poder curativo de las amistades peligrosas. Descubrió el maravilloso desasosiego que las acompaña y se aficionó a él. Y así hubieran continuado sin duda las cosas hasta que la pasión se extinguiese (o hasta que se descubriera todo) de no ser por algo sucedido un par de semanas más tarde. Se dice con frecuencia que, así como un hombre es el último en enterarse de las infidelidades de su mujer, una mujer, en cambio, sabe siempre cuándo su marido la engaña. Y, según teoría de Olivia, esto es así, no porque ellas sean más inteligentes o sensibles sino porque las mujeres son menos proclives al autoengaño. Siempre según su teoría, tanto unos como otras, tarde o temprano, acaban topándose con una primera y muy delatora evidencia. Pero, mientras que ellos la ignoran y entierran en el más oscuro rincón del subconsciente, ellas prefieren tirar del hilo y acaban así por descubrir la madeja.