Cuando por fin logré abrir el mail, simplemente, al ver lo corto que era, en seguida me di cuenta de que mis expectativas iban a quedar bastante frustradas, la verdad. Para empezar, aquel
¿Puedo confiar en usted? ya
presagiaba un cierto recelo por parte de su remitente y luego venía el texto:
Hola, madame Poubelle
—decía—.
Hace tiempo que no le escribo pero es que he estado de viaje
(eso ya lo sé, Pedro Fuguet, me dije con impaciencia, ¿qué más me cuentas?)…
Fue un viaje muy bonito en un barco con gente interesante por unos parajes de ensueño.
(Al grano, por favor, al grano.)
Resultó un placer un tanto desasosegante reencontrarme con una persona a la que quise mucho y a la que aún quiero
(bueno, por fin parece que vamos a entrar en materia),
sí, debo reconocer que aún amo a esa persona aunque, si quiere que le diga la verdad, madame Poubelle, me alegro de que esté muerta
(
et tu, Brute?
¿Tú también Fuguet, amigo mío? ¿También tú utilizas la misma frase que todos los demás sobre mi pobre hermana?).
Es terrible lo que digo pero pienso que, en el caso de la persona a la que me refiero, tal vez sea mejor así, de hecho estoy seguro de que ése era su deseo.
Confieso que al leer esta última línea me temblaban las manos sobre el teclado. ¿Qué quería decir Pedro Fuguet con que
ése
era su deseo? ¿A qué se refería? ¿Cuál, exactamente, era, según él, el deseo de mi hermana? ¿Se refería a algo parecido a lo apuntado por Miranda de Winter, tal vez? Era necesario continuar, seguir leyendo su correo para intentar averiguar un poco más. Lamentablemente, las próximas líneas no aclaraban nada respecto de este punto sino que se mostraban recelosas.
…
Pero en fin
—decían—
todo esto es algo que me resulta muy penoso y sobre lo que me pregunto si será mejor hablar o no
(Habla, por favor, hablar es siempre mejor que callar, venga anímate).
Creo que por el momento prefiero lo segundo
(carámbanos, o mejor dicho, coño, Fuguet, no me jodas, que es lo que habría exclamado Oli, coño, no me vengas con ésas ahora, por favor)…
sí, madame Poubelle, por el momento prefiero guardar silencio, pero necesito saber una cosa: en caso de que me anime a hablar ¿realmente puedo confiar en alguien?, ¿en usted, por ejemplo? Por favor, escríbame y convénzame para que me sincere, necesito que me den un empujoncito…Esperando su pronta respuesta le saluda muy atentamente,
Rapunzel
Después de leer esta carta casi tantas veces como la de Vlad Romescu, dediqué un buen rato a cavilar sobre cómo debía responderla. Es habitual comparar internet con un ancho y anónimo mar por cuyas aguas navegamos todos. Yo, por mi parte, comparo las confidencias que me llegan por este medio con la pesca de altura. Nunca en mi vida he tenido una caña en la mano pero da igual, la metáfora es perfecta: los que nos dedicamos a recibir confesiones ajenas nos parecemos mucho a pescadores. Lo digo porque cobrar una pieza es fácil cuando se trata de peces corrientes, sin interés especial, pero ocurre que, a veces, mordisquea el anzuelo un pez muy raro, un bello marlin, por ejemplo, y es fundamental no asustarlo, no tirar demasiado de prisa del hilo, darle carrete, saber cuándo cobrar y cuándo largar, para que no escape y se pierda en ese gran mar anónimo e inabarcable. Por eso, yo sabía que mi respuesta a Pedro Fuguet debía estar medida al milímetro para que tragara bien el anzuelo. Tenía que ser amistosa pero de ningún modo inquisitiva, incitante pero no insistente, cercana, familiar, pero a la vez perfectamente desapegada.
Al final, después de un sinfín de borradores me decanté por éste:
Carámbanos, Rapunzel, me alegra mucho recibir tus noticias. En cuanto a lo que me dices de si es conveniente hablar o no, naturalmente la decisión es tuya. Yo sólo puedo decir que estoy aquí para servirte de receptáculo. Conoces, supongo, el significado de mi nombre, Poubelle. Exactamente eso es lo que soy, querid@, una papelera. ¿De detritus de la peor especie? ¿De material sensible o, lo que es lo mismo, peligroso para ti o para los demás? ¿De reciclaje, tal vez? Eres tú quien elige. Y lo que tú elijas será sin duda lo mejor.
Muy afectuosamente te saluda,
MP
Después de haber tecleado lo que antecede, pulsé enviar sin pensarlo dos veces. La pesca es así. Uno puede elegir el cebo, calcular la tensión de la caña y la distancia a la que desea lanzar la línea, pero una vez hecho esto, la suerte está echada, y sólo hay que esperar que piquen.
Sin embargo, este marlin en concreto podía tardar un tiempo en dar señales de vida, de modo que había otras muchas cosas que hacer mientras tanto, otras situaciones a las que prestar atención. Vlad por ejemplo, había anunciado su llegada para el lunes próximo y estábamos a martes. Tenía pues casi una semana. Tiempo suficiente para recibir respuesta del para mí cada vez más interesante doctor Fuguet; también para visitar a otro de los sospechosos, como doña Cristina, por ejemplo, y tiempo, por supuesto, para contestar a la primera de las tres cartas que había recibido ese día. Me refiero a la del abogado de mi hermana Olivia. Miré el reloj, las cinco y media de la tarde: hora perfecta, me dije, para llamar al teléfono que figuraba en el sobre del letrado.
¿Dónde tendría su despacho? Miré la dirección que figuraba en el membrete y me sorprendió comprobar que era en la calle de la Ballesta, por lo que calculé que Nelson Gutiérrez Müller podía ser tanto un joven abogado de campanillas como un viejo y humilde picapleitos: es lo que tiene vivir en un barrio en pleno proceso de reconversión.
Sin pensarlo más, marqué el número de teléfono que figuraba también en el membrete:
—¿El señor Gutiérrez Müller, por favor?
—Un momento —dijo una voz femenina muy agradable—, ahora mismo le paso —y me dejó escuchando una de esas musiquillas telefónicas que a veces describen muy bien cómo es su dueño.
Por si sirve de dato diré que, en este caso, se trataba de la inconfundible melodía de
El golpe.
Nelson Gutiérrez Müller no resultó ser ni cubano ni paraguayo descendiente de nazis sino español, al menos a juzgar por el acento, que no por su aspecto. Se me olvida siempre que España se ha convertido en un país multicultural, tal vez porque la transformación ha tenido lugar muy rápido y por aluvión. Por eso los Nelson Gutiérrez Müller de estos tiempos pueden ser como el individuo que ahora tenía delante. Un mulato bien parecido, una especie de Lenny Kravitz que me miraba desde detrás de su mesa de despacho vestido de Loro Piana. No es que yo sea especialista en marcas caras como mi hermana Olivia, pero da la casualidad de que hace poco leí en internet algo sobre esta sofisticada casa de modas, que es, a su vez, otra expresión de multiculturalismo: a pesar de su origen italiano, se especializa en prendas de vicuña andina, también cachemir pakistaní, y comenzó su exitosa andadura en Nueva York.
Y ahí estaba ahora aquel individuo como un figurín milanés: pantalón tostado, camisa rosa sin corbata y, para completar el
look,
unos calcetines lila.
—Supongo que te habrá sorprendido recibir mi carta —comenzó diciendo y tuteándome de entrada.
—Mucho —respondí mientras me dedicaba a cotillear su despacho. Las paredes grises, los altos techos estucados, los escasos muebles de diseño… y, en todo este muy previsible decorado minimalista encontré, sin embargo, dos notas discordantes: una gran bandera española que ondeaba junto a otra con los colores del arco iris.
«Mejor no sacar ninguna conclusión apresurada», me dije tratando de ensamblar datos tan inconexos. Nelson Gutiérrez me miró, supongo que divertido por mi desconcierto y así comenzó nuestra conversación.
—Antes que nada, permíteme darte el pésame. Siento de veras la muerte de tu hermana.
Era la primera persona que me decía algo agradable sobre Oli, por lo que se lo agradecí del modo más sincero.
—Sí —añadió Gutiérrez Müller—, qué muerte tan inesperada. Por fortuna tu hermana era una persona precavida. A pesar de ser joven, tenía sus cosas perfectamente en orden; eso no es muy corriente, ¿sabes?
—Me lo imagino —respondí sin saber muy bien qué decir.
—Ojalá la gente fuera tan previsora como ella. En realidad no cuesta nada tomar ciertas medidas y se evitan así muchos problemas. Fíjate, en su caso, las instrucciones que me dejó no podían ser más sencillas. Se trataba de disponer que, en el supuesto de que a ella le ocurriera algo, yo debía ponerme en contacto contigo para…
Aquí Nelson hizo una pausa, supongo que para estudiar mi reacción. Por supuesto no le di el gusto de delatar ninguna. Entonces preguntó:
—¿Qué crees que te ha dejado tu hermana?
—Espero que me lo digas tú —respondí un tanto incómoda por la pregunta—. No tengo la menor idea.
—Ni yo tampoco —dijo él entonces—. En realidad mi cometido en todo este asunto se limita a hacer una pequeña gestión con Flavio Viccenzo, su ex marido. Una que, por cierto, no ha presentado problema, a pesar de que no había obligación alguna por su parte de colaborar.
—¿Qué gestión es ésa y qué tiene que ver conmigo?
—Simplemente se trataba de llamar a Viccenzo para decirle que era deseo de Olivia que ciertas pertenencias suyas que aún quedan en el antiguo domicilio conyugal pasaran a ser de tu propiedad. También especificó que debías ir a recogerlas.
—¿De veras es necesario? Preferiría que me las mandasen, si es posible. Además, ¿de qué pertenencias se trata?
Nelson se encogió de hombros.
—Yo que tú no me haría ilusiones. Ya sabes cómo son los ex maridos muy ricos, creen que todo lo que han regalado durante el tiempo que duró el matrimonio a sus mujeres vuelve a ser suyo una vez que se deshacen de ellas. Por eso no me extrañaría que por «pertenencias» se entiendan enseres de escaso valor.
—Yo no me refiero a su valor material —dije mientras una ola de infinita piedad por mi hermana me invadía; pobre Oli, qué mundo tan despiadado el suyo—. ¿Qué tengo que hacer —pregunté— para ponerme en contacto con mi ex cuñado, tal como quería mi hermana?
—También eso es parte de mi cometido. No tienes más que decirme cuándo te viene bien ir a casa de Viccenzo y concertaré la cita, incluso puedo acompañarte, si quieres.
—No creo que sea necesario —dije.
A continuación, Gutiérrez Müller cogió uno de los dos teléfonos móviles que había sobre su mesa y sin más dilación llamó a Flavio para concertar mi visita. Sin duda era un tipo resolutivo.
—Gracias —le dije mientras me ponía en pie en cuanto acabó su llamada telefónica.
Personalmente nunca he tenido contacto con un abogado de Nueva York de esos que tarifan por minutos,
«by the clock»
creo que es el término exacto, pero con gente como Gutiérrez Müller, uno tiene la inevitable sensación de que está malgastando su carísimo tiempo. Él, a su vez, se levantó y luego se ofreció a acompañarme hasta la puerta. Entonces recorrimos en silencio el largo pasillo que comunicaba su despacho con el vestíbulo de entrada. A ambos lados, varias puertas de cristal esmerilado tras las que se silueteaban diversas sombras daban la impresión de esconder otras tantas reuniones secretas. «Parecen cuevas de ladrones», pensé sin poder evitar un mínimo sobresalto, y aceleré el paso. No fue hasta el último minuto, cuando ya nos habíamos dado la mano, que él me dijo:
—No te pareces en absoluto a Olivia, nadie pensaría que sois hermanas.
—Sí —respondí—, eso nos decían siempre, desde que éramos niñas.
—Ella te admiraba mucho, supongo que lo sabes.
—¿Qué me
admiraba?
—repetí genuinamente sorprendida.
—Tengo la impresión de que le hubiera gustado ser tú —respondió él, y al ver mi cara de enorme extrañeza sonrió al añadir—: Oli decía que tú al menos eras libre.
Hola, soy Kalina. Sí, sí, estábamos esperando tu visita. A Flav le hubiera encantado estar aquí para recibirte, claro, pero le es imposible, está superocupado. Con decirte que yo apenas lo veo… Voy a tener que pedirle una foto dedicada para ponerla en mi mesilla (risas). Pero ven, ven por aquí, no hagas caso de todas estas cajas y de este desorden, estamos en pleno cambio de decoración. ¿Te gusta el color
peach?
Ya sé que no se lleva nada, pero ¿sabes?, yo tengo mis propias ideas sobre decoración (más risas). Por aquí, por aquí, el cuarto de Olivia está arriba; bueno,
mi
cuarto ahora (más risas, éstas un poco tipo hiena).
Hay gente así, me temo. Como Kalina, la actual mujer de Flavio, a la que basta oír apenas medio minuto para quererla apagar o cambiar de emisora, como si fuera una radio. Pero claro, la vida no tiene esa aplicación, de modo que no me quedó más remedio que seguir oyendo su perorata mientras subíamos las escaleras camino de la que fuera la habitación de mi hermana. Lo que sí se puede hacer, e hice, fue prestar la menor atención posible a sus palabras y dedicarme a estudiar lo que me rodeaba, empezando por la propia Kalina. Como primer comentario diré que hablaba perfecto castellano con apenas un leve acento centroeuropeo y, como segundo, que no era tan guapa como yo esperaba. Por el sólo hecho de haber desbancado a Olivia, me la imaginaba espectacular, pero la suya era ese tipo de belleza androide que gusta a ciertos hombres y deja absolutamente indiferente a todas las mujeres. Una especie de valquiria de casi metro noventa de estatura pero con cara infantil. ¿Cómo decirlo? Algo así como el cuerpo de Urna Thurman coronado con el rostro de las gemelas Olsen antes de que se volvieran anoréxicas. Otra cosa que me dio tiempo a hacer mientras seguía sus larguísimas piernas escaleras arriba fue observar a mi alrededor. Sólo dos veces había estado en aquella casa y fue un par de años atrás, cuando la muerte de mis sobrinas. Claro que entonces no me había detenido a fijarme en detalles de ambiente. Tampoco había subido adonde se encontraban los dormitorios. De ahí que esta visita me pareciera como una tardía peregrinación al que fuera el territorio privado de mi hermana.
A pesar de que ahora estábamos en la «era Kalina» y parecía inminente su redecoración, aún podía notarse la mano de Olivia en casi todos los detalles. Reparé por ejemplo en que los picaportes eran de cristal de Murano, cada uno de un color distinto. En realidad éstos y los cuadros, todos muy grandes, modernos y espectaculares, eran los únicos elementos policromáticos. El resto de la decoración, como las persianas de lamas de madera, las puertas y sus molduras, así como las paredes, estaba pintado en distintos y muy sutiles tonos de blanco roto, unos más grises, otros con un mínimo toque de verde, color magnolia, o algo así.