Era la voz de Flavio la que se entreveraba con mis pensamientos, algo lejana, amortiguada. Alcé la cabeza y vi que él había dado por concluida su llamada telefónica y se acercaba a la parte de la habitación en la que estábamos Kalina y yo. Si era verdad lo que Flavio había dicho hace un rato, él (y posiblemente también su mujer) debían de desconocer el contenido de aquella caja. Y yo me incliné a pensar que no me había mentido. De otro modo, creo que le hubiera sido muy difícil mantener el aire despreocupado y ligero con el que a continuación se dirigió a su mujer:
—
Sentí, tesoro,
¿por qué no hacemos una cosa? Yo voy bajando y os espero en mi despacho. Cuando terminéis, pasaros por allí, así me despido de Ágata. Claudio y yo estamos trabajando duro.
Si no hubiera estado tan conturbada por el contenido de la caja que tenía entre manos, es posible que me hubiera detenido a cavilar sobre Flavio y su «trabajo». ¿En qué consistía y, sobre todo en qué situación financiera se encontraba ahora? ¿No habíamos quedado en que estaba arruinado? Todo en aquella casa, en aquel ambiente, parecía desmentirlo, pero yo empezaba a darme cuenta de que las ruinas de los muy ricos son algo así como los caminos del señor, perfectamente inescrutables.
Sea como fuere, lo cierto es que nada de eso me preocupaba en aquel momento. Mi único afán era cerrar de una vez aquella caja, olvidar lo antes posible su contenido, recuperar cuanto antes el dominio de mí misma para sonreírle a Kalina y decir:
—Bueno, bueno, creo que será mejor que me vaya despidiendo, supongo que tú también tendrás cosas que hacer.
—¿No quieres quedarte un ratito más? Incluso podríamos comer juntas, son casi las dos.
—Gracias, pero supongo que querrás almorzar con tu marido y ese tal Claudio —respondí un tanto sorprendida por la invitación.
—Con Flav no se puede contar nunca, y Claudio… bueno, es su secretario, nada más. Venga, quédate, así te puedo enseñar otras cosas bonitas. ¿Te gustaría ver el gimnasio, por ejemplo? ¿Y el invernadero? ¿Y el cuarto del bebé? Seguro que ya se ha despertado.
Decliné la invitación lo más gentilmente que supe y ella, para mi creciente sorpresa, pareció apenada. ¿Es posible, me dije, que una chica como Kalina no tenga nada más interesante que hacer que comer con una desconocida o enseñarle su casa?
—Es agradable tener con quien hablar un poco —dijo ella como si una vez más hubiera leído mi pensamiento. Pero lo que no me aclaró es por qué carecía de con quién hacerlo. Seguramente una chica tan guapa, casada con un hombre influyente, contaría con un montón de amigas, otras tantas Kalinas en su misma circunstancia, con sus mismos gustos, qué se yo.
—Por lo menos pásate un minuto a decirle adiós a Flav, él quería despedirse de ti.
Dicho esto las dos descendimos en silencio la escalera y nuevamente me dediqué a mirar a mi alrededor, aunque en esta ocasión la casa me pareció más sombría. Bobadas mías, claro, el camino era el mismo que el de llegada. Atravesamos el vestíbulo, a continuación dos salones que ya había visto antes y no nos detuvimos hasta llegar a una puerta corredera en la que Kalina llamó con los nudillos antes de abrir. Allí estaba de nuevo Flavio, tan amable como antes. Se había quitado la chaqueta. Entonces se acercó para darme un beso.
—Adiós, Ágata, espero que si nos volvemos a ver, sea en circunstancias más agradables —dijo, y ya no añadió nada más porque su expresión amable se transformó de pronto al sonar el teléfono—. Ahora, si me perdonas… —añadió, dando por terminada la conversación.
Toda la escena no pudo haber durado más de un par de minutos y, sin embargo, mi recuerdo de ella es muy vivido. No tanto por lo que acabo de narrar sino por lo que sucedió después. Salíamos Kalina y yo del despacho, ella insistiendo en que me quedara a comer, yo agradeciendo e inventando otra excusa, cuando nos cruzamos con un nuevo personaje. Por un momento me pareció que se trataba del mismo Flavio Viccenzo que se hubiera vuelto a poner la chaqueta. Es verdad que, en este caso, no era color tiza sino gris piedra, y el polo en vez de lavanda era verde pero, por lo demás, todo era idéntico. Un vaquero y unas deportivas negras completaban la indumentaria del recién llegado.
—Este es Claudio —dijo Kalina, sin detenerse en más presentaciones—. ¿Almorzaréis conmigo? —le preguntó, y aquel muchacho, que era algo más alto que Flavio y con marcas de acné que afeaban unos rasgos que de otro modo hubieran sido perfectos, sonrió.
—Mira, tú vete comiendo sola que a lo mejor llegamos al postre.
Su acento, tan foráneo como el de Kalina y el de Flavio, denotaba que tampoco era español. Pero no fue eso lo que me llamó la atención. Ni siquiera me entretuve en hacer una de mis consideraciones favoritas, esa de que hoy en día los españoles empezamos a ser una rareza en Madrid y viva la multiculturalidad. Porque lo que me vino a la cabeza al ver a aquel joven y su forma de vestir fue el recuerdo de algo dicho por Olivia la noche antes de su accidente. Me refiero a las razones de Vlad para desear su muerte, razones que tenían mucho que ver con los cambiantes gustos sexuales de su marido. ¿Por qué demonios los gays que, por lo que sea, eligen no salir del armario cometen el estúpido error de vestirse igual que sus amantes? ¿No se dan cuenta de que canta traviata?, me dije. Y en lo que a las personas más allegadas a ellos se refiere, añadí, ¿cómo es posible que no vean lo que está más claro que el agua?
Inevitablemente, al pensar esto último miré a Kalina y ella pareció sonreír:
—Por favor, quédate. Si no es a comer conmigo, al menos un ratito más. ¿De veras que no quieres que te enseñe el resto de la casa? ¿La sala de cine? ¿La de Bikram yoga? ¿La bodega? Todo es sensacional, de verdad, te lo juro.
¿Cómo hace uno para interrogar sin que se note demasiado a una persona suspicaz, taimada, lista como el diablo que, encima, sabe más por ídem que por vieja? Lo digo porque todo esto y mucho más era sin duda la próxima de las invitadas del
Sparkling Cyanide
a la que me disponía a entrevistar.
Siempre según el método habitual de las novelas policíacas que yo había decidido copiar para seguir el juego propuesto por mi hermana Olivia, me tocaba ahora tirarle de la lengua al más correoso de todos mis personajes: la madre de Sonia San Cristóbal, la inefable y para mí más que interesante madame Serpent. Es muy conveniente también, y siempre según el método que he mencionado, que la entrevista se realice en el hábitat natural del individuo a sonsacar. Porque ya me he dado cuenta de que lo que no revela él o ella seguro que lo chivan las cosas que le rodean. «La elocuencia de los objetos», creo que es el término específico, aunque yo prefiero llamarlo el secreto lenguaje de los detalles.
Y lo cierto es que en este caso fueron muchos los que llamaron mi atención desde el mismo momento en que se abrió la puerta de la casa de doña Cristina. Empezando, sin ir más lejos, por la persona que me franqueó la entrada.
—Madame Serp… La señora Cristina —rectifiqué a toda prisa, y aquella muchacha sonrió amablemente al preguntar de parte de quién.
Mientras le daba mi nombre, me interesó comprobar que se trataba de una empleada rubia, española, a juzgar por el acento, perfectamente uniformada de gris y con un bonito delantal blanco de broderí. La nacionalidad de la chica no tendría mayor importancia hace unos años, pero en los tiempos que corren, es todo un detalle para el secreto lenguaje de los ídem al que antes hacía alusión, sobre todo, por el contraste que presentaba con otras varias señoritas que tuve oportunidad de ver minutos más tarde. Y es que después de preguntar si el motivo de mi visita era privado o de trabajo (mitad y mitad, contesté yo por las dudas), aquella muchacha me hizo entrar en una especie de oficina adyacente. Allí se alineaban por lo menos una decena de elegantes mesas ante las que se encontraban otras tantas señoritas muy concentradas en las pantallas de sus ordenadores. Muchachas jóvenes, de aspecto burocrático, vestidas y peinadas de modo sobrio pero chic. Y el contraste al que me refiero con la señorita que me abrió la puerta venía dado, sobre todo, por sus rasgos físicos. No pude corroborar mi hipótesis porque ellas realizaban su trabajo en perfecto silencio, pero estoy segura de que eran todas de origen andino, peruanas, ecuatorianas tal vez.
—Buenos días —saludé con la clara intención de salir de dudas, pero aquellas damas laboriosas se limitaron a responder con una leve inclinación de cabeza.
Entonces intenté espiar qué se veía en las pantallas de sus ordenadores. ¿Serían estas chicas
brokers
conectadas con la bolsa de Nueva York o algo así? ¿Corredoras de apuestas? ¿Intermediarias en el negocio del amor o, lo que es lo mismo, concertadoras de citas entre clientes y
escorts
de lujo? Imposible saberlo pero, conociendo los antecedentes laborales de doña Cristina, me inclinaba por esto último. Atravesamos aquel
pool
de señoritas y, tal como había hecho días antes en casa de Flavio y Kalina, me dediqué a observar el ambiente. En realidad es lo que más me gusta de mi recién estrenada labor como señorita Marple, admirar casas. No es que se me haya desarrollado un hasta ahora inexistente interés por la decoración de interiores, es por el asunto del secreto lenguaje de los detalles que mencionaba antes.
—Espere aquí —indicó mi guía una vez que llegamos a la siguiente habitación.
—Tome asiento, por favor, la señora la atenderá en unos minutos.
Si aquélla era la antesala del despacho de doña Cristina, tenía, desde luego, un aire de lo más coquetón.
«Cosy»,
creo que es la palabra adecuada. Era como, si una vez atravesada el área industriosa de la casa, me encontrara ahora en la más personal. Telas con dibujos de Fortuny, adornos precolombinos, alfombras suecas, muebles ingleses… si tuviera que hacer un diagnóstico «decoratril» de la estancia, me inclinaría por decir que el estilo era «ecléctico». En cambio, si lo que se me pide es un diagnóstico… psicológico, digamos, añadiré que para mí doña Cristina, como ocurre con las personas inteligentes de extracción humilde, había ido absorbiendo por osmosis el gusto estético de su selecta clientela. Y puesto que a lo largo de su carrera se había relacionado con personas de lo más variopintas, también sus gustos lo eran.
—Siéntese donde prefiera —repitió aquella chica tan agradable antes de desaparecer por una puerta lateral, de modo que obedecí dispuesta a obtener más información a través de los objetos durante la espera.
Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo porque, apenas unos segundos más tarde, la puerta se abría dejando paso a madame Serpent.
—Qué sorpresa —dijo, pero lo cierto es que ni el tono de su voz ni el hecho de que se abstuviera de preguntar qué demonios hacía yo en su casa parecían denotar tal sentimiento.
A continuación me escoltó a la habitación contigua, que era grande, espaciosa y en la que reinaba una única mesa de trabajo tan desprovista de papeles, enseres e incluso teléfono que me llamó la atención. En aquel neutro y frío decorado desentonaban muchísimo dos imágenes pías. Una de un Cristo crucificado con faldita de colores, y otra en escayola de uno de esos eccehomos dolientes, sangrantes y llagados que si uno no hubiera visto varios parecidos desde su más tierna infancia serían fuente de más de una pesadilla. Vaya contraste con el resto de la decoración, pensé, pero tampoco me dio tiempo a hacer demasiadas conjeturas sobre el particular porque en seguida empezamos nuestra conversación y yo necesitaba todas mis neuronas libres de distracciones para no levantar suspicacias en dama tan avisada como ella. Si alguien alcanza a leer mi relato —cosa que veo cada vez más posible porque voy cogiéndole gusto a esto de contar pesquisas detectivescas y a lo mejor me animo y lo convierto en una novela—.
(Invitación a un asesinato,
se podría llamar. ¿Por qué no? Es un título intrigante y cuenta con el aliciente de que se trata de una historia real, aquí no hay nada de ficción.) Pero bueno, vuelvo al principio de la frase, porque si al final me decido a convertirme en escritora, tengo que aprender a no irme por las ramas. Decía que si alguien alcanza a leer este relato, quizá, llegado a este punto, se pregunte si también doña Cristina, igual que había hecho el resto de los invitados del
Sparkling Cyanide,
me soltó aquello de «Tu hermana está mejor muerta». Y la respuesta es sí, aunque en su caso tardó un par de minutos más en hacerlo. Yo había decidido utilizar con ella mi método Jacinto Benavente, el mismo que usé con éxito en el caso de Cary Faithful. Me refiero a ese truco que aconseja que a los inteligentes y a los desconfiados hay que engañarlos primero contándoles la verdad, y dejar las mentiras para más tarde, cuando ya han bajado la guardia. Por eso, no me fui ni un poquitín por las ramas y le confesé así, a bocajarro y mirándola a los ojos (eso siempre queda muy bien) que tenía ciertos motivos para pensar que la muerte de Olivia no había sido un accidente. «Pero por supuesto —me apresuré a añadir— no tengo la menor intención de ir con esta sospecha a la policía. Soy la primera a la que no le gusta que la autoridad meta las narices en su vida —enfaticé, y ella asintió todavía con cierta desconfianza, por lo que insistí—: Nada de polis. El caso está cerrado y es mucho mejor para todos. Sin embargo mi problema, doña Cristina, es de otro tipo muy distinto y creo que usted es la única persona que conozco que puede comprenderme. Mi preocupación es la siguiente: ¿Cómo puedo dormir tranquila sin saber si el espíritu de mi hermana descansa en paz o no? —dije, e inmediatamente me di cuenta de que había dado con el argumento perfecto—. Lo único que me angustia —continué con redoblado énfasis— es averiguar si Olivia tuvo tiempo de sosegar su alma y por tanto no va a vagar por ahí o aparecérseme cualquier noche de éstas para darme un susto de muerte.»
Fue entonces cuando ella dijo aquello de «Tu hermana está mucho mejor muerta», mientras me observaba con unos ojos negros y duros como dos escarabajos (o mejor aún, como dos cucarachas). Yo, por mi parte, le aguanté la mirada, porque si importante es hacerlo cuando una dice la verdad, lo es más aún cuando se cuenta grandísima trola. «Como usted bien sabe, doña Cristina —dije entonces— mis relaciones con Olivia no eran, en fin, no sé si me entiende…»
Aquí no recuerdo si fui yo quien se detuvo o ella quien interrumpió en mitad de la frase.