Invitación a un asesinato (36 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

BOOK: Invitación a un asesinato
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¿Qué rumbo tomar entonces? Bueno, concluí cansada de tanta cábala, si todo continúa como hasta ahora, lo más probable es que Olivia se ocupe de poner algún Mycroft en mi camino.

La vida no sigue igual

Todo lo que voy a contar sucedió como un rosario de acontecimientos aislados pero a la vez con una evidente ilación, igual que si fueran cuentas de un collar de abalorios. Lo primero que ocurrió fue que, al entrar a mi dormitorio para vestirme e ir al Registro, me detuve delante de la apagada pantalla de mi ordenador. Pertenezco a esa nueva estirpe de criaturas que comparte dos tics irrefrenables, uno es consultar a cada rato el teléfono móvil por si hay mensajes (en el mío no demasiados); el otro, mantener encendido el ordenador a todas horas a la espera del sonido que acompaña el
pop-up
de «tienes un e-mail». Delicioso cascabeleo de fondo porque en mi caso (o mejor dicho, en el de madame Poubelle) suele ser bastante frecuente. Como ya he señalado, madame llevaba fuera de servicio varias semanas, por lo que muchos de sus corazones solitarios la daban, supongo, por desaparecida en el ciberespacio. Sin embargo, aún así, seguían llegando algunos despistados mails que yo archivaba sin tomarme siquiera la molestia de abrir, a la espera de noticias del único de los corazones solitarios que podía interesarme. Hablo, naturalmente, de mi viejo amigo Rapunzel, que tan olvidada me tenía de un tiempo a esta parte.

Y sin embargo, de pronto ahí estaba. Sí, sí, era él.

«Gracias Rapunzel —le dije mientras me apresuraba a abrir su correo—, gracias Pedro, por permitirme acceder de nuevo a tu torrecita tan alta y aislada y, con un poco de suerte, también a algo nuevo para mis investigaciones.»

Abrí a toda prisa el mail (lo que me hizo ignorar sin querer a otros dos o tres corazones solitarios y desesperados, pobres almas) y leí con avidez:

Querida madame Poubelle:

Lamento no haberme comunicado antes con usted, pero lo cierto es que me ha pasado algo muy extraordinario que me gustaría contarle.
Qué bien —me dije al leer esto—. Así tengo acceso a lo que piensa no sólo uno de mis sospechosos, sino también un hombre al que encuentro cada vez más interesante
…Se dice siempre que el mayor problema de nosotros, los corazones solitarios, es que nos gusta más el mundo virtual que el real y por eso somos incapaces de vivir…
Igual que me pasa a mí, pensé entonces, y una vez más reparé en cuánto nos parecemos Pedro Fuguet y yo. Pero no había que dejarse llevar por sentimientos romanticones y atolondrados…
en realidad
—continué leyendo—
todo es más simple de lo que parece, madame, y yo por fin lo he descubierto. Vivir consiste, sencillamente, en tener la suerte de encontrar en el mundo no-virtual una persona con la que compartir…
¿Te refieres a mí? —pensé recordando aquella rosa sin espinas que él me había regalado en nuestro último encuentro—
.
¿Es posible?
Una persona en la que nunca pensé hasta este momento, puesto que ya ha fallecido…
Claro tonta, no podías ser tú, una vez más es Olivia, siempre Olivia…
aunque vive en otra. ¿Cree usted en la transmigración de las almas, madame Poubelle ?…
Desde luego que no creo. Un giro esotérico no, por favor, qué desilusión…
Yo no, por eso me inclino a pensar que se trata de otro fenómeno que no alcanzo a comprender del todo. Verá usted, madame, todo empezó hace unas cuantas semanas cuando acudía la llamada de una antigua amiga que me convocó a pasar unos días en un barco.
..

A continuación Rapunzel, o lo que es lo mismo, el doctor Pedro Fuguet, hacía un relato de lo que había sido nuestra llegada a bordo del
Sparkling Cyanide;
también un esbozo de cada uno de nosotros (—apenas unos datos básicos, edad aproximada, relación con Olivia y poco más—). Luego, contaba lo sucedido la noche en que Olivia expuso las razones que cada uno tenía para desear su muerte. Y más tarde, después de relatar por encima lo ocurrido al día siguiente, daba cuenta de que ella había sufrido una caída mortal. Eso era todo. ¡Nada más! Ni un dato nuevo para mis pesquisas y menos aún (y de esto no pude más que congratularme) una confesión de culpabilidad por su parte.

Todo lo dicho suponía un jarro de agua fría para la señorita Marple y sus pesquisas detectivescas, es cierto, pero en cambio, no puedo decir que lo fuera también para mí, Ágata Uriarte. Y es que si el correo de Pedro Fuguet no revelaba nada nuevo sobre la muerte de Olivia, contenía una agradable sorpresa. Hela aquí en sus propias palabras:

…si usted recuerda los lamentables episodios de mi vida que le he relatado en correos anteriores, sabrá que esa persona fallecida de la que le hablo es la misma a la que tanto amé y por la que hice cosas terribles que

puesto que usted las conoce

prefiero no tener que repetir. Sin embargo, como la vida a veces nos complace con algún regalo inesperado, ahora que esa persona ha muerto me parece haberla encontrado en otra. Sí, sí, ya sé que suena extraño, madame, pero tengo la corazonada de que lo que sentí por ella, de alguna manera lo puedo reencontrar en alguien de su familia y en este caso, de forma menos doloroso para mí.

Fuguet no daba ningún nombre, pero el resto de la carta hasta despedirse estaba dedicada a consideraciones varias sobre si era posible que dos personas que no se parecen en nada, ni física, ni espiritualmente, aunque pertenecieran a la misma familia, puedan llegar a «fundirse» (ésa era su expresión) cuando una de ellas muere. También hablaba de la posibilidad de que, una vez fallecida esa persona, pudiese, de alguna manera, trasladar lo mejor de ella a otra.

Todo lo que decía era un poco paranormal y los hombres con un
cote
esotérico no son los que más me fascinan y, sin embargo, lo cierto es que el corazón se me aceleró al descubrir que yo le interesaba mucho más de lo que podía siquiera soñar al silencioso y reservado doctor Fuguet. Y, más aún, enterarme de que lo que le atraía de mí era que yo parecía tener
sólo
las cualidades positivas de mi hermana. Dicho esto, lo más curioso de todo era algo que notaba de un tiempo a esta parte y que de alguna manera encajaba también con las palabras de Pedro. Me refiero a lo mucho que había aumentado mi…
sex appeal,
digamos, desde la muerte de Olivia, hasta el punto de que empezaba a parecerse un poco al de ella. Pero claro, un cambio de este tipo no es algo que le preocupe a una, al contrario. Tampoco parecía inquietar en lo más mínimo a madame Poubelle, que ya había cogido carrerilla y estaba contestándole a Rapunzel con su habitual prudencia.

Carámbanos, Rapunzel, el destino es un gran bromista y siempre le han gustado estas pequeñas paradojas como las que relatas en tu carta. Además, esa segunda persona que mencionas suena de lo más interesante, ¿por qué no quedas con ella y a ver qué pasa?

Escribí esto y no me sentí muy orgullosa que digamos. Me parecía mal por mi parte utilizar a madame Poubelle como alcahueta cuando lo que tendría que estar haciendo es usarla para averiguar algo más sobre la muerte de Oli. ¿Pero bueno, a quién podía perjudicar que la señorita Marple se tomara unas pequeñas vacaciones forzosas? Además, a lo mejor así se le aclaraban las ideas, andaba un poco perdida últimamente.

Un encuentro inesperado

Antes he comparado los acontecimientos de aquellos últimos días con las distintas cuentas de un collar de abalorios. Y si la primera cuenta era el doctor Fuguet y su carta, la segunda y la tercera llevaban también el nombre de pasajeros del
Sparkling Cyanide.
Hablo de Vlad Romescu y de doña Cristina San Cristóbal. Uno y otra irrumpieron de pronto en mi vida, el primero sólo por teléfono (llamaba para decir que no había habido suerte con las entrevistas, que se volvía a Mallorca, que sentía no haber pasado por casa a despedirse de mí, que me mandaba un besito muy fuerte); la segunda, en carne y hueso (más de lo primero que de lo segundo, dada su particular fisonomía).

—¡Doña Cristina! —exclamé al verla avanzar hacia mí envuelta en una de esas veraniegas túnicas que tanto parecen gustarle (color naranja y amarillo canario en esta ocasión)—. ¡Qué casualidad tan grande verla por aquí!

Y en verdad lo era. Porque si todos los encuentros «casuales» de los que se habla en esta historia habían sido provocados por mí, juro que no tuve nada que ver en que, esa mañana, al doblar la esquina camino del Registro, allí estuviera ella, brazos enjarra.

—A ver si miramos un poco por dónde vamos —dijo con su habitual aire de malas pulgas, y las dos nos quedamos mirándonos, en la acera.

Me habría gustado preguntarle qué hacía por este barrio tan lejano al suyo y a esas horas de la mañana, pero doña Cristina no es de las personas que incitan a que uno indague en sus actos. Más bien al contrario, es ella la que suele hacer las preguntas.

—¿Cómo van las pesquisas? —inquirió irónica—. ¿Algún descubrimiento interesante? ¿El nudo se aprieta alrededor de los sospechosos?

Le dije que no había nada nuevo, y seguramente ahí habría acabado nuestra casual conversación si ella no me hubiera hecho una pregunta sarcástica.

—¿Y no se le ha aparecido a usted la finada tal como temía? La vez que me vino a ver para jalarme de la lengua dijo que la razón de su visita era pedirme consejo para esquivar el peligro de que grandísima víbora se materializara como fantasma. La veo a usted de lo más contenta, incluso relinda diría yo, por lo que imagino que no ha habido apariciones molestas.

Se rió como sólo ella sabe hacer, dejándome ver esa dentadura perfecta que yo recordaba de otros encuentros y que debió de costarle un platal.

—No, no se me ha aparecido —reconocí—, al menos de momento.

—No lo descarte, del todo, niña. Aunque quién sabe, los finados tienen formas muy diversas de comunicarse con nosotros, pobres mortales.

(Otra con ideas esotéricas pensé.)

—No creo demasiado en los espíritus —dije a continuación, tratando de poner fin a una charla que empezaba a resultar un poco cansina—. Tampoco creo en los mensajes que se mandan desde el Más Allá.

—Es que a lo mejor el mensaje no viene del más allá sino que ya está en el más acá.

—¿En el más acá?

—Desde luego no es una conversación para tener en mitad de la calle, pero ¿no me diga que su hermana de usted no le dejó alguna cartita, un sobre con últimas voluntades o algo así? Era más mala que el curare, pero muy ordenadita y organizadora la doña. Seguro que le dejó algo escrito, qué se yo, una encomienda.

—En efecto, lo hizo —respondí, cada vez más molesta por tener que darle explicaciones a madame Serpent sobre cosas que no eran de su incumbencia.

Además, ahora que conocía la generosidad póstuma de Olivia para conmigo, me molestaba su modo de referirse a ella. Por eso le conté lo del volante que obraba en mi poder y mi conversación con Gutiérrez Müller el viernes explicándole de qué se trataba.

—…Da la casualidad de que ahora mismo voy a pasarme por ese registro del Ministerio de Justicia y averiguar qué me ha dejado. Así que ya ve, mi hermana se acordó de mí después de todo. Un seguro a mi favor, algo completamente inesperado y muy generoso por su parte, de modo que preferiría que no continuara hablando mal de ella.

—¿Y cómo sabe que es al suyo?

—¿A mí qué? —respondí ya al límite de mi paciencia.

—A su favor, tontita mía.

—¿A favor de quién va a ser si no? El resguardo lo tengo yo.

—Los mensajes del más allá —o los del más acá, como este caso— son muy interesantes, pero es menester saberlos leer de forma correcta. Que usted tenga ese volante no quiere decir, necesariamente, que sea la beneficiaría, ¿no'scierto?

—Bobadas. ¿Por qué me lo deja a mí entonces?

—Ahí tiene otro misterio curioso a cargo de su querida hermana, pero uno muy fácil de resolver, sólo tiene que ir a ese registro y averiguar. También debe de haber alguna razón por la que decidió dejarle a usted ese papelito y no a otra persona, como a un abogado, por ejemplo. ¿Sabe una cosa? Estoy empezando a pensar que necesitaba usted un
coach,
¿no es así como ahora los llaman? O dicho en palabras llanas, alguien con las ideas claras que le diera una manito. Dos cabezas piensan mejor que una y lo que no ven dos ojos lo ven cuatro —rió—. Por cierto —dijo—, es curioso que nos hayamos encontrado aquí, no más, en la calle, ¿no'scierto? Si no creyera firmemente que su hermana de usted está friéndose como un anticucho en las calderas de Pedro Botero, estaría por asegurar que se las ha arreglado para que coincidamos en esta veredita alegre con luz de luna o de sol.

Dicho esto empezó, como si tal cosa, a tararear
Fina estampa;
luego me plantó dos besos a modo de despedida y la vi partir. Corría una tenue brisa muy impropia del mes de julio y esa túnica amarillenta suya la hacía parecer envuelta en una nube sulfurosa. Ya me disponía a hacer algún comentario sarcástico sobre esta última particularidad cuando sonó mi móvil, sobresaltándome. El nombre que figuraba en la pantalla era el último que yo había incorporado a la lista de mis contactos, apenas unos días atrás. «¡Pedro Fuguet!», exclamé sin poder evitar una gran sonrisa, y es que estaba casi segura de que llamaba para concertar una cita tal como habíamos quedado.

—…Síííí, ¿dígame? ¡Pero qué ilusión!

A quien pueda interesar

Éste es el (pen)último capítulo de la historia de mi hermana Olivia que comencé a escribir en aquel hotelucho de Magaluf poco después de su muerte, y mi deseo es esmerarme para que sea lo más fiel posible a su recuerdo, también a los acontecimientos que lo componen. He pensado mucho en cómo darle forma al final de esta larga confesión que lleva por título «Invitación a un asesinato», y por fin he elegido esta fórmula burocrática de «a quien pueda interesar» por ser la más desapasionada de todas. No quiero que se trasluzcan mis sentimientos, creo que Oli lo hubiera preferido así, ella odiaba los sentimentalismos.

Ocurre a veces que un problema que parece irresoluble cambia de signo al aparecer un mínimo dato, una piececita del puzle que aunque pequeña e incluso obvia es la que confiere sentido a todo lo demás. Dicha pieza obraba en mi poder desde hacía tiempo, sólo que yo la había encajado equivocadamente en otra esquina del rompecabezas, y allí no hacía más que emborronar el paisaje. Me refiero a ese famoso volante para el Ministerio de Justicia que recogí en casa de Flavio junto con otras y muy escasas pertenencias de mi hermana. He repetido a menudo a lo largo de esta extensa confesión que Oli nunca hacía nada a humo de pajas. Por eso, yo tenía que haber comprendido desde el principio que no era casual que el volante se encontrara junto a las fotos de sus hijas muertas. Sin embargo, no caí en ello. Tampoco me precipité a averiguar qué diablos me había dejado Oli, primero porque hubo un fin de semana por medio, y segundo porque siempre pensé que, si dicho volante obraba en mi poder, significaba que yo era la beneficiara. Cósima Kovatchev. He ahí el nombre de la verdadera beneficiaría. Reconozco que tuve que releerlo un par de veces, porque no me lo esperaba en absoluto. Y sin embargo, en cuanto lo hice, todo el resto de las piececitas a las que antes he hecho mención se colocaron en su sitio como por ensalmo. La primera de todas corresponde al hecho de que esta muchacha es hermana de Kardam Kovatchev, el vengativo novio de Sonia San Cristóbal. Pero, mucho más importante para nuestra historia, Cósima es, además, aquella niña de trece años a la que arrebataron a su hija recién nacida. Por lo que yo había podido averiguar, ella nunca logró recuperarse de tan desdichado parto y desde entonces entraba y salía de distintas instituciones mentales a cual más sórdida Una vez encajada esta pieza fundamental, el resto de lo que yo había ido averiguando en conversaciones con cada uno de los pasajeros del
Sparkling Cyanide
cobró de pronto un nuevo y revelador sentido. ¡Claro!, me dije, ahora lo comprendo todo, es muy sencillo. Tal como declaró a la Guarda Civil el médico de mi hermana, el doctor Pedralbes, Oli sabía desde tiempo atrás que estaba mortalmente enferma. Posiblemente fue entonces cuando lo urdió todo. Tengo que comprobar los datos con Gutiérrez Müller o con alguien que entienda de seguros, pero por lo que dice la propaganda que a veces leo en los periódicos, contratar una póliza de vida no requiere un examen médico demasiado exhaustivo si uno es aún joven. Lo único que se requiere es
no morir por una enfermedad que se estime contraída antes de la firma de dicho seguro.
Supongo además, y usando el más elemental sentido común, que las compañías aseguradoras no pagarán lo mismo en caso de que la muerte se deba a un suicidio, por lo que ella necesitaba que pareciera un accidente… o un asesinato.

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