Invitación a un asesinato (13 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

BOOK: Invitación a un asesinato
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—¿No quiere ver su camarote? Yo la acompaño, señora.

—Por favor, llámame Ágata, y de tú; no soy nadie importante —rogó, mientras ambos descendían un par de escalones hacia el interior de la nave y se adentraban en un amplio salón. Al principio, cegada por la luz del exterior, nada podía ver pero, poco a poco, Ágata fue recobrando la visión. Entonces pudo comprobar que todas las paredes de aquel recinto estaban recubiertas de una madera color miel. Venecianas de láminas grises filtraban la luz de las ventanas exteriores que daban sobre cubierta, así como a los pasillos laterales de la nave. Y, al ambiente de penumbra general, contribuía además el tono de la moqueta, que era de un azul tan intenso que casi parecía negro. Oscuros y de cuero eran también los sofás sobre los que podían verse diversos almohadones confeccionados en telas de dibujos africanos en las que se entremezclaban los rojos, los verdes, los malvas. Hasta el olor de aquel lugar era especial porque, al particular aroma de las maderas y el cuero, se sumaba algo parecido al ámbar o tal vez una resina oriental. Ágata se detuvo. Qué mundo tan ajeno al suyo era ése y qué lejos quedaba ahora su pisito de Madrid de cincuenta metros cuadrados. También su empleo como profesora de Lengua y Literatura en un colegio concertado. ¿De veras era éste el ambiente en el que reinaba desde hacía años su propia hermana?, ¿cuántos años luz separaban su mundo del de ella?

Pasados unos segundos de cavilación, Ágata no tuvo más remedio que reanudar la marcha porque la rubia cabeza de Vlad acababa de desaparecer por el hueco de una gran escalera tapizada también en moqueta oscura. Pronto descubrió que los peldaños conducían al interior del
Sparkling Cyanide
y a una especie de distribuidor en el que se alineaban varias puertas que estaban abiertas, por lo que no le fue difícil espiar el interior. Las dos de la derecha correspondían a camarotes amplios y espléndidos con cama doble, de modo que dedujo que estarían destinados a alojar parejas. Los dos restantes, en cambio, a pesar de ser tan amplios y bellos como los anteriores, tenían camas algo más pequeñas, de esas que los americanos llaman
queen size,
«… y que ya quisiera cualquier simple mortal como cama de matrimonio», se dijo Ágata, que imaginaba que uno de esos camarotes sería el suyo.

Sin embargo, Vlad pasó de largo dejando atrás todas aquellas puertas y continuó su camino (hacia proa y siempre por estribor, se dijo Ágata ya muy ambientada). «Seguro que ahí adelante hay otros tantos camarotes igual de fastuosos —pensó— desde luego este barco es aún más grande de lo que parece desde fuera.»

Siguieron avanzando y Ágata se dio cuenta de que, poco a poco, el decorado comenzaba a cambiar. Desapareció primero la moqueta oscura tan elegante, después las venecianas de láminas grises y hasta el maravilloso aroma a madera, resina y ámbar se trocó en otro efluvio que Ágata no tuvo dificultad en reconocer como una fritanga oriental mezcla de soja con repollo, o algo muy parecido.

Siguiendo siempre al silencioso Vlad, sus pasos acabaron por llevarla a un mundo interior, funcional y laborioso en el que pudo ver, primero, las cocinas del barco y a continuación, una especie de recinto que se abría hacia babor, en el que dos camareros filipinos o tal vez malayos repartían comida a cuatro o cinco marineros también orientales ataviados con camisetas azules en las que podía leerse en discretas letras blancas
Sparkling Cyanide.

—Buenos días —saludó educadamente Ágata, pero ninguno de aquellos individuos pareció oírla, por lo que continuó adelante tras los pasos de su guía hasta que, por fin, éste se detuvo ante una pequeña puerta un par de metros más allá. Segundos más tarde, Vlad se hacía a un lado caballerosamente para introducir a Ágata en un habitáculo de reducidas dimensiones en el que se peleaban por convivir una cama individual, un armarito metálico y una solitaria mesilla de noche algo desconchada. Sobre la cama, cubierta por una colcha gris, había tres toallas y, sobre la mesilla, un libro.

—¿Es aquí? —inquirió, aunque tenía más que fundada sospecha de cuál sería la respuesta.

—Sí, me temo que el resto de los camarotes están todos adjudicados —dijo Vlad, con lo que a Ágata le pareció genuino apuro, de modo que ella inmediatamente se dedicó a quitarle importancia al asunto. Y, para demostrar que, en efecto, no la tenía, le sonrió al tiempo que fingía echar un vistazo a la carátula del libro que había sobre la mesilla. «Por lo menos un detalle acogedor en esta celda monacal», pensó antes de calcular, así a ojo, que su camarote debía de ser más o menos del tamaño del
dosel
del de su hermana Olivia y desde luego mucho menos glamouroso.

—…Además, Ágata —dijo en ese momento Vlad con el mismo tono de antes—, está previsto que el ocupante de este camarote comparta conmigo el cuarto de baño. Espero que no te moleste demasiado.

—Claro que no —contestó ella, viendo desde ese instante su habitáculo con ojos bastante más benévolos—. Será un verdadero placer —dijo, y él se lo agradeció con la primera sonrisa que dibujaban aquellos bellísimos labios.

Diez minutos más tarde, después de colocar en sitio seguro su ordenador y mientras deshacía la maleta intentando no chocar demasiado con las paredes (como un hipopótamo al que han asignado una jaula demasiado pequeña en el zoo, así lo describió ella), Ágata tuvo ocasión de observar a través del ojo de buey de su camarote el comienzo de un curioso desfile: la llegada por turnos del resto de los invitados al
Sparkling Cyanide,
traídos hasta allí por la misma zódiac que la había transportado a ella.

«¿Será ése el tal doctor Fuguet?», se preguntó, al ver cómo, en la proa de tan precaria embarcación, se aproximaba ahora un hombre de unos treinta y tantos años y de aspecto sombrío. Una vez que la zódiac se abarloó al barco, el desconocido aquel se puso en pie y entonces Ágata pudo comprobar que era extremadamente alto y tan delgado que, a pesar de que no soplaba ni la más mínima brisa, su figura parecía cimbrearse y tremolar a merced de un gran viento. «Qué cosas se te ocurren —se dijo entonces—. No es que se cimbree, tampoco que se estremezca. No hay más que verle para darse cuenta de que lo que le ocurre es que no sabe ni cómo moverse en estas circunstancias. El pobre parece tan fuera de lugar en este ambiente como yo. ¿Qué relación tendrá con Olivia? No creo que sea candidato en su casting de maridos.»

Diez minutos más tarde, Ágata se encontraba en el pequeño cuarto de baño (el que iba compartir con Vlad, qué inesperado regalo del cielo) desplegando sus productos de aseo, también su batería de adelgazantes, cuando nuevas voces allá afuera, en el mar, llamaron su atención.

La vida de Ágata Uriarte era tan solitaria últimamente que tenía más puntos de referencia con la literatura o el cine que con el mundo real. Y es que, aparte de las cada vez más largas horas que dedicaba a sus actividades como madame Poubelle, el resto de su tiempo lo pasaba leyendo o disfrutando de viejas películas. Tal vez por eso, al observar a los nuevos invitados que se acercaban en zódiac al barco (y que eran en esta ocasión doña Cristina San Cristóbal y su hija Sonia, acompañadas de su novio Churri), todas las comparaciones que se hizo para describirlos estaban relacionadas con personajes del celuloide. «¡Pero si es igual a madame Serpent!», se dijo, por ejemplo, al ver a Cristobalina Sosa sentada al frente como un pequeño y bastante aterrador mascarón de proa. En realidad, Ágata no se acordaba del verdadero nombre de aquel personaje cinematográfico al que tanto le recordaba esa mujer, pero en su imaginación siempre la había llamado así. Se trataba de la pequeña y enigmática emperatriz china que aparece en
55 días en Pekín
cargada de joyas y envuelta en sedas pero cuyo rasgo más significativo eran unos labios finos y ojos minúsculos.

«Claro que esta madame Serpent no es exactamente china sino (así al primer vistazo) yo diría que tal vez peruana o boliviana —se dijo Ágata haciendo cábalas—. Tampoco su túnica talar (naranja y rosa chicle, por cierto) tiene aspecto de ser oriental sino más bien de Dolce amp; Gabanna. Pero esos ojos… —añadió a continuación—. Dios mío, parecen dos estiletes manchurios. ¿Quién diablos será esta señora y por qué la habrá invitado Olivia?»

En esas cavilaciones estaba cuando su vista se desvió para estudiar a los dos restantes pasajeros de la zódiac; y lo que observó en ellos le resultó mucho más fácil de interpretar y desde luego más agradable a la vista. «Toni Mañero con un toque de sangre centroeuropea —se dijo al ver al novio de Sonia San Cristóbal, el tal Churri. Y luego, como si estuviera haciendo una descripción policial de él añadió—: Veintitantos años, calculo yo, un metro setenta y pocos centímetros de altura, mucho gimnasio (no hay más que ver esos bíceps). ¿Y de qué nacionalidad puede ser? ¿Será turco, serbio? ¿Búlgaro tal vez? Lo que está claro es que es un pez tan fuera del agua como madame Serpent o el invitado que subió antes. O yo —añadió entonces con una sonrisa— de modo que ya somos cuatro sapos de otro pozo…»

Las suposiciones que hizo sobre la tercera pasajera de la zódiac, Sonia San Cristóbal, no necesitaron comparación alguna con personajes del celuloide. Hasta el momento, Ágata no había logrado verle la cara porque se encontraba oculta tras un gran sombrero de paja, pero en cuanto se lo quitó para subir al barco, comprobó que le era muy familiar. «Bueno, bueno, parece que por fin los personajes que embarcan en este espumoso cianuro son más acordes con lo que espera una encontrar en un mega yate. Vamos a ver: ¿cómo demonios se llama esta niña tan guapa? Su nombre venía en la invitación que mandó Olivia pero —Alzheimer mío, que galopas— ahora mismo se me ha ido de la cabeza. Aún así, estoy segura de que la he visto en un montón de revistas, también en la tele. ¿Cómo demonios se llama?, lo tengo en la punta de la lengua. ¿Linda Evangelista? No, no, es muchísimo más joven que la Evangelista. ¿Eva Longoria? De ninguna manera, ésta es lo menos veinte centímetros más alta que ella.»

—Cuidado, mi princesita, agárrate fuerte al pasamanos. Con cuidadito, preciosura —le oyó entonces decir a madame Serpent, que en ese momento hacía grandes esfuerzos para que la túnica talar de Dolce amp; Gabanna no le hiciera vela y la arrastrara a las profundidades.

Entonces, al reparar en el acento sudamericano de la dama en cuestión, a Ágata ya no le quedó duda de quién podía ser la última pasajera: «Claro —se dijo—, qué tonta soy, se trata de Sonia San Cristóbal, la famosa modelo madrileña. Siempre pensé que era una leyenda urbana eso de que es hija de una indígena de la sierra andina de apenas metro cincuenta de estatura y no precisamente Miss Perú. ¿Cómo es posible que de una madre así salga criatura tan celestial? —se preguntó al comprobar que Sonia, después de dejar a la vista un pelo oscuro, casi negro, miraba hacia la cubierta del barco con ojos brillantes y azules, como dos aguamarinas—. Desde luego —añadió Ágata— la genética tiene cada capricho, cada extravagancia. Claro que qué me van a contar a mí sobre ese tema…»

Las agujas del reloj caminaban ahora hacia las seis de la tarde. A estas alturas, Ágata hacía rato que había terminado de deshacer su exiguo equipaje, por lo que bien podía haber elegido subir a cubierta e intentar recabar información más directa sobre cada uno de los recién llegados. Sin embargo, prefirió seguir donde estaba. Era más divertido ver sin ser vista, juzgar sin ser juzgada. «Aquí viene de nuevo Caronte con más pasajeros —pensó al observar cómo se acercaba por tercera vez aquella vieja zódiac con el mismo marinero a la caña—. ¿Quiénes serán los próximos invitados a nuestro Hades particular? —añadió mientras se aprestaba a hacer nuevas cábalas.»

Sin embargo esta vez no iba a necesitar de su imaginación porque al menos a uno de los pasajeros lo conocía desde la infancia.

«Mira tú —se dijo al espiar el inminente desembarco de su antiguo compañero de colegio, Cary Faithful—. Qué poco ha cambiado este chico.»

En todos los años que la separaban de su infancia, ella había visto multitud de fotos de Cary publicadas por ahí, también un par de películas suyas, pero siempre había tenido la impresión de que se trataba de alguien muy distinto al niño que conociera en tiempos. Sin embargo, le bastó observarlo unos minutos desde su escondrijo para darse cuenta de lo grandes que son las trampas del celuloide, qué enormes los milagros del
photoshop.
Y es que, si en el cine y también en las fotos Cary parecía atractivo, sexy y con una mirada de perpetua ironía, ahora, al natural, nada de esto era evidente. «Mi camarote puede ser una birria como habitáculo, pero como puesto de observación resulta inmejorable —se dijo Ágata no sin cierto placer—. Y yo parezco una
voyeur»,
sonrió para luego decirse que bueno que por qué no, que tal vez el destino de mujeres sin relevancia especial como ella fuera ser más una observadora que una participante en la vida, pero que, como todo tiene sus compensaciones, nadie conoce tanto a las personas a las que tiene que enfrentarse como un espía y un voyeur.

—A ver qué más veo —añadió en voz alta, segura de que nadie podía escucharla—: Barriguita incipiente… pelo en franco retroceso por no decir en desbandada, y… ¿Serías tan amable de quitarte las gafas de sol un momento para que pueda ver tus ojos, Cary? ¡Gracias! —exclamó, porque en ese instante, como si, en efecto, hubiera oído su petición, Cary Faithful acababa de pasarle las Ray—Bán a su acompañante para que se las limpiara antes de subir a bordo, lo que hizo que dejase al descubierto una mirada que Ágata no dudó en calificar de huérfana.

¿Por qué diablos se le ocurriría esa palabra tan poco adecuada para describir a una estrella de cine y encima archimillonario? «Tal vez —caviló a continuación— por la actitud que mostraba hacia él la chica que lo acompañaba.» Y es que, según pudo ver Ágata, ésta era una muy atractiva pelirroja de unos treinta y pocos años. «Pero qué curioso, a pesar de la diferencia de edad, ella lo trata como si fuera su hijo pequeño, o algo así —se dijo antes de preguntarse asombrada de quién podría tratarse, porque en ningún caso creía que fuera su novia por la actitud que mostraba. ¿Será su secretaria?, ¿su entrenadora personal?, ¿su asesora de imagen?, ¿su enfermera, quizá? Sea lo que fuere, su aspecto resulta extraño porque las mujeres que hacen de coche escoba o chica para todo de un famoso suelen tener otra apariencia física, pienso yo, una más bien insignificante. Esta muchacha en cambio parece un error de casting. Es como si para hacer el papel de la madre Teresa de Calcuta hubieran elegido a Rita Hayworth o, peor aún, a Raquel Welch.»

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