Él la tomó entre las suyas sin decir palabra y luego se dirigió a la puerta para abrirla. A continuación se hizo a un lado para dejarme pasar y salimos al patio. Pude ver entonces y con todo detalle el jardín de Fuguet, el mismo por el que tantas veces había transitado mi hermana Olivia. Era muy alegre en comparación con el oscuro interior de la casa. Caminábamos en silencio, de modo que comencé a hacer un comentario sobre lo bien cuidado que estaba todo, sobre su único rosal, sobre la suerte de vivir casi en el campo, lejos del bullicio de la ciudad, pero él no me dejó terminar. Se había acercado al rosal y, con un movimiento tan rápido como experto, cortó la mejor rosa que en él había.
—Me gustaría que la guardases de recuerdo, no tiene espinas.
—No hay rosal sin espinas —sonreí—. Al menos eso dice el tópico.
—Éste sí. Se las quito una a una. Lo hago desde que ella murió.
A mí entonces sólo se me ocurrió preguntar:
—¿Por qué dijiste antes que yo te recordaba a Olivia, Pedro?
El no respondió a mi pregunta sino que me hizo esta otra:
—¿Te puedo llamar algún día, Ágata? Me gustaría mucho volverte a ver.
Se dice siempre que las desgracias nunca vienen solas y yo ignoro si la sabiduría popular tiene un dicho equivalente para las alegrías, porque me parece que a éstas también les gusta moverse en cuadrilla. Según tengo entendido, a la buena suerte encadenada la llaman algo así como aristotiquia, y tiene que ver con los caprichos de la diosa Fortuna que tanto disfruta jugando con nosotros, pobres mortales.
Todo este retórico (y muy poco original) preámbulo viene al caso porque de pronto me di cuenta de que Agatita Uriarte, es decir, yo misma, se encontraba en una situación desconocida desde su muy lejana adolescencia, por no decir inédita: la de tener en perspectiva nada menos que dos citas románticas. Sí, ya sé que la expresión es un poco exagerada dado el caso, pero no deja de ser cierto que tanto Pedro Fuguet como Vlad Romescu habían manifestado su deseo de verme, de modo que mi hasta ahora virgen (y mártir) carnet de baile se encontró de pronto con
overbooking:
«Dos tíos, dos, y en una misma semana», me dije. Y ¿cómo los iba a compaginar? ¿cómo simultanearlos? Por suerte para mí, Pedro Fuguet (que empezaba a gustarme bastante, dicho sea de paso), después de decir que quería volverme a ver, había añadido que llamaría pasados un par de días, a su vuelta de un congreso de médicos. Perfecto. Hasta de los detalles de agenda parecía ocuparse la diosa Fortuna porque así me daba tiempo a ver a mi guapísimo Vlad Romescu, que había anunciado su llegada al día siguiente y al que tenía toda la intención de reiterar mi invitación a quedarse en casa para que se ahorrara el hotel.
Y así fue cómo de pronto yo, la reina de los corazones solitarios, comencé mi particular semana de pasión (en el menos evangélico sentido del término), y lo hice con la recepción de esta llamada telefónica:
—¿Ágata? ¿Ágata, eres tú? Te oigo fatal, espera, espera que voy a ver si afuera hay algo más de cobertura.
Ruido de platos, cucharillas y algarabías varias siguieron a estas palabras y, poco después, volví a oír la voz de Vlad Romescu, esta vez más nítida. Decía estar en una cafetería cercana a mi casa y me telefoneaba, tal como habíamos quedado.
—Pero es solo para saludarte, no te preocupes…
Y yo:
—¿¡…!?
Y él:
—…que no, descuida, puedo ir a un hotel, aún me queda algo de dinero.
Y yo:
—…,… ¡¡¡!!!
Y él:
—Bueno, sí, si te empeñas…
Y yo:
—¡…!
Él:
—Vale, está bien. Pero no hace falta que vengas a buscarme, ya voy yo para allá. Yo:
_…¿¡…?!
Y por fin él:
—¿Segundo interior izquierda? Perfecto, ahora te veo, un beso.xxx
Si he transcrito la conversación de Vlad entera y la mía sólo con exclamaciones, puntos suspensivos y cosas así, no es por hacer un ensayo de estilo tipográfico ni por coquetería literaria sino porque me aturullé tanto al oír su voz al otro lado del teléfono que los puntos suspensivos que he puesto corresponden casi todos a tartamudeos o a tontas repeticiones. No sólo porque el aturullo parece mi estado habitual cada vez que hablo de (o peor aún con) Vlad Romescu, sino porque, mientras lo invitaba a quedarse en casa, me dio por recordar las sospechas respecto de él que madame Serpent había expresado apenas un par de días atrás. «Pero ¿qué demonios estás haciendo? —me dije aún con el auricular en la mano—. ¿De veras te conviene meter en casa a un hombre como Vlad? ¿No hubiera sido más sensato verle un rato y ya está? Porque ¿qué sabes de él en realidad? Muy poco y casi nada bueno. Que, según Olivia, por ejemplo, es un tipo dispuesto a irse a la cama con la (y también con él) primero que pasa por su lado, pero siempre que le convenga por algo. Un gigoló por tanto, un chapero también. Y según madame Serpent, es posible que, por encima de todo sea un asesino, bonita pieza.»
Es muy común en mí. Hago una cosa y acto seguido empiezo a ver todos los inconvenientes. Pero ahora ya era tarde para echarme atrás. Vlad estaba a un paso de casa, acercándose rápidamente a mi portal, a punto de llamar al telefonillo, y yo allí, con el auricular en la mano, sin poder no ya resolver sino siquiera empezar a pasar ni una sola de las cuentas de este intrigante rosario de dudas y misterios que acabo de desgranar.
¿Y qué hice con toda esta procesión de interrogantes rondándome la cabeza? Parece mentira, pero lo único que alcancé a hacer fue atusarme el pelo. Y no para espantar así los malos pensamientos de dentro, qué va, sino porque lo tenía fatal, vaya greñas, un horror, a juzgar por la imagen que me devolvía el espejo que hay cerca de la mesita del teléfono. «A ver cómo lo adecento un poco, por Dios, mejor me hago una coleta, y ¿qué tal un poco de colorete y algo de rimmel? No, no, que no me da tiempo a hacerlo bien y seguro que quedo como un payaso… venga, un toquecito de polvos, sólo un brochazo, y luego una coleta rápida, que debe de estar al caer. ¿Ves?, qué te dije, ya está aquí, oh desastre. Ding—dong.»
Para seguir con el relato ordenado de cómo fue desarrollándose el susodicho rosario de acontecimientos a partir de este momento, supongo que ahora tendría que dedicar unas líneas a explicar nuestro reencuentro. Relatar, por ejemplo, el instante en que abrí la puerta y allí estaba él, tan rubio, materializado como una divina aparición en mi oscuro y bastante maloliente descansillo (misterio glorioso). Explicar también que su sonrisa espectacular no se le torció ni un poquitín al entrar en casa y verme ahí, con la coleta a medio hacer, el colorete mal puesto y tremenda cara de pánfila (misterio gozoso). Y por fin (misterio doloroso porque de todo tiene que haber en la viña del Señor) señalaré que el equipaje que traía era mínimo, por lo que no tuve más remedio que presagiar que la visita iba a ser más corta que un amén Jesús.
Sí, así fue el comienzo de aquella estadía que se inauguró con un beso de bienvenida y unas palabras de gratitud «por darme "albergo"», pronunciado tal cual, con "o" y no con "ue", y envuelto en ese maravilloso acento italiano que ni siquiera requiere el apoyo de su belleza física para derretir corazones. Y para decirlo todo, añadiré que, no bien cerramos la puerta, se acabó el rosario de mis dudas, al menos durante un buen rato. Hasta la hora de irnos a la cama para ser exactos. Pero vamos por partes, porque antes de eso ocurrieron varias cosas que necesito contar.
Pasaré velozmente por nuestras palabras iniciales. Me detendré apenas en transcribir las razones de su visita a Madrid y que eran las mismas que ya he explicado antes (buscar trabajo, abrir nuevas posibilidades, cambiar completamente de ocupación).
Tampoco creo que merezcan más de un par de líneas sus amabilidades por mi acogida («Sabía que iba contar contigo, Ágata. Mañana muy temprano tengo una entrevista en el centro de Madrid, por la tarde otra en La Moraleja y luego me vuelvo a Palma por la noche, no quiero abusar de tu hospitalidad»). Y así pasaron los primeros diez o doce minutos, tan formales. Después entramos en la intendencia, con las particularidades propias de cualquier acomodo —uno no demasiado cómodo, me temo.
«Es que ya ves —le dije—, esta casa sólo tiene dos dormitorios, uno es el mío y el otro lo he convertido en cuarto de trabajo. Pero eso en seguida lo arreglamos; me llevo el ordenador a mi habitación y el resto es todo es para ti. Además, el sofá éste es feo pero bastante grande. No, no, de veras que no es ningún trastorno, y ahora voy a darte también unas toallas; tendremos que compartir cuarto de baño, pero de eso ya tenemos práctica desde el
Sparkling Cyanide,
¿verdad?»
Creo que fue al mencionar el nombre de aquel cianuro espumoso cuando noté que se le tensaba la mandíbula, un síntoma que, según tengo entendido, suele asociarse con agresividad contenida. Pero quiá, yo ya no pensaba en esas tonterías, adiós aprensiones y temores, porque era delicioso ver cómo mi casa se iba transformando en otra muy distinta a medida que él la ocupaba. Observar, por ejemplo, el modo en que la balda de mi cuarto de baño daba acogida a sus objetos de aseo, a su cepillo de dientes, ahora junto al mío en vasos idénticos; a su
after shave y
su colonia, codeándose con mi Nenuco de toda la vida («¿De veras usas Old Spice?», pregunté al reparar en aquel inconfundible frasco de cerámica blanca que hacía años no veía. «Es mi favorita desde que tengo dieciocho años —dijo él—. Tu querida hermana opinaba que era más apestosa que el pachuli»).
Esa fue la primera y por el momento única mención que se hizo de Olivia. Pero, si su fantasma rondaba por ahí, desde luego no se materializó para darnos la lata. Es más, creo que mi carcajada al oír el comentario sobre el Oíd Spice nos acercó un tanto.
«Pues a mí me encanta como huele, es supervaronil», dije, e inmediatamente me di cuenta de la metedura de gamba, qué majadera, apuesto que enrojecí hasta la raíz del pelo. Sin embargo, él no pareció notarlo, estaba deshaciendo la maleta y a cada rato me preguntaba dónde podía acomodar tal cosa o tal otra. Hacía tantos años que no compartía vivienda con alguien, que me fascinó observar cómo sus escasas pertenencias se iban apoderando del cajón de la única de mis cómodas; su chaqueta y una camisa del armarito del vestíbulo, «la deliciosa colonización del territorio de uno por otro —me dije—, esa que se vuelve usurpación cuando se acaban las ilusiones pero que tan extraordinaria es en sus comienzos».
—¿Puedo dejar esto aquí, Ágata? No me gustaría descolocar tus cosas.
Vlad me miraba ahora como un escolar aplicado. Llevaba bajo el brazo un par de libros, y de su hombro derecho colgaba la funda de lo que parecía un antiguo y voluminoso ordenador portátil. Yo ya había trasladado mi querido Hewlett Packard de su habitación a la mía, pero me faltaba aún despejar el resto de los objetos del escritorio.
—Verás lo que voy a hacer —dije—. Cogeré dos o tres cosas y el resto se puede quedar aquí mismo, en esta esquina. Así tú puedes instalar tu ordenador.
Acto seguido, aparté varias carpetas con facturas, cartas de bancos, cosas así. Lo único que había de mayor volumen sobre mi mesa de trabajo era aquella caja que me había dado Flavio Viccenzo con las pertenencias de Oli y, antes de retirarla, volví a guardar dentro la carta del registro para que no se traspapelara. «En cuanto se vaya Vlad, mañana lunes, iré a ver qué me ha dejado Oli», pensé, y al hacerlo no pude evitar sentir un ahogo de profunda pena por mi hermana muerta. Pero fue sólo un segundo. En seguida volví a la deliciosa colonización de la que hablaba antes, a ver cómo Vlad iba colocando sus pertenencias sobre mi vieja mesa de trabajo.
—Ven, deja el maletín del ordenador en aquel estante. ¿Y estos libros, de qué son, Vlad?
—Espero que sean mi futuro —dijo él, y acto seguido rompió a reír, supongo que para que su declaración no pareciera exagerada—. Son recetarios de cocina; se acabó el mar, bienvenidos sean los fogones.
Entonces me explicó algo de su vida inmediatamente anterior a su empleo en el
Sparkling Cyanide
y que había trabajado en Sorrento en una cantina regentada por su madre, «que, por si no lo sabías, es una de los muchos parientes pobres de mi querido Primo Flavio, por lo que me será facilísimo el
downshifiing»,
dijo, así, en inglés y yo tuve que esperar que continuara con su relato para deducir el significado de aquel «palabro» por su sentido dentro de la frase, pero por fin creo que lo entendí.
Douwshifting debe
ser algo así como descender en la escala laboral y decantarse por un trabajo menos glamouroso que el que a uno le corresponde por sus aptitudes, pero que tiene, en cambio, más compensaciones emocionales.
—Antes incluso de que tuviera lugar el accidente de tu hermana y la ruina de mí querido primo ya tenía pensado mandarlo todo a paseo, de modo que no importa. Sólo habrá que seguir bajando aún más, a las entrañas del monstruo, eso es todo.
—¿De qué monstruo?
—Del círculo de los ricos, de esa sociedad figurona y estúpida de la que todos dicen querer escapar pero que, al final, los tiene cogidos por los huevos. Sin embargo, yo ya he entendido cómo son las cosas en ese particular y selecto círculo del infierno:
Lasciate ogni speranza voi ch 'éntrate:
Abandonad toda esperanza vosotros que entráis aquí. No, no hay escapatoria. No se puede salir del infierno. Sólo ascender o descender, y la gente piensa que subir es lo acertado, por eso el mundo está lleno de gilipollas matándose por asomar la jeta y figurar. Pero no, la única manera de huir es bajar y cuanto más profundo, mejor.
Me desconcertó absolutamente este pequeño discurso de Vlad. No me esperaba un razonamiento así de sus labios. Tal vez estaba condicionada por los comentarios de Olivia sobre el muchacho. De ellos había sacado la impresión de que mi hermana no tenía buen concepto de las dotes intelectuales de Vlad y menos aún de las culturales.
—¿Y hasta dónde piensas descender en los infiernos, Vlad?
—Hasta las calderas, hasta los fogones —rió una vez más—. Las dos entrevistas de mañana son para ayudante de cocina, para pinche ilustrado, pero qué más da a estas alturas. Lo único importante es que, ahora, gracias a mi paso por aquel infierno glamouroso, tengo unas inmejorables referencias «domésticas». Soy un siervo, sí, pero de lujo. Es lo que tiene haber trabajado en un megayate, impresiona a todo el mundo.