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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

Irania (25 page)

BOOK: Irania
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—No, claro. Pero he leído algo.

—¿Por qué tiene interés por conocer esa técnica?

—Bueno, vi una película.

—¿Acaso recuerda algo de su infancia que no me haya contado?

Golpeó varias veces con su pluma de escribir en el documento abierto donde escribía sobre mí.

—Empiezo a recordar algunos trozos de mi infancia.

El doctor me tomó de las manos, y hasta ese día jamás lo había hecho, ni siquiera una mínima simpatía.

—Sandra, debe tener mucho cuidado con lo que lee y sobre todo, jamás vaya a ningún terapeuta de esos que se dicen alternativos a rebuscar en su memoria. Su mente es tan sensible, que con su torpeza e ineptitud podrían insertarle recuerdos que no forman parte de su vida y usted los creería como cierto. Pensaría que lo habría vivido. ¡Sería desastroso, Sandra! Le perderíamos para siempre. Prométame que jamás hará nada que remueva sus recuerdos. Deje que yo me encargue de su mente, soy el mejor en esto.

—Pero quiero recordar mi infancia, lo necesito.

—Esta medicación nueva es muy buena, cuando esté mejor, cuando su cerebro se recupere podrá sanar y recordar su pasado con normalidad.

Sonrió y me transmitió confianza.

—Sí, es lo que más deseo. Quiero ponerme bien.

—Lo conseguirá, Sandra, con mi ayuda y la ayuda de su familia, ya verá.

Salí de la consulta de mi psiquiatra confiada y con más fuerza y seguridad. Confiaba en su palabra y en el cambio de medicación. Soñaba con recuperar mi vida y poder dejar de tener delirios, delirios como el que me habían destrozado la vida, la vida de mi bebé.

Soñé de camino a casa que hablaría con Joan para poder adoptar un hijo, o dos, o tres cuando mejorara. Sentí que podía tener la felicidad que merecía si la locura dejaba de perseguirme. Podría llevar una vida normal e integrarme en mi familia. Pensé que aquella semana iba a ser el principio de una nueva vida para mí y lo deseé con todas mis fuerzas.

Después de la presentación todo irá a mejor
, me repetí una y mil veces.

Eran las ocho y cuarto de la noche. Todavía faltaba una hora para mi exposición en el evento y yo sentía que no podría sostenerme en pie ni por dos segundos. Me habían subido las pulsaciones y tenía un terrible dolor de cabeza que aumentaba a la proporción de cantidad, de invitados que iban llegando.

El hall de Farma-Ros se había convertido, como por arte de magia, en un elegante comedor gracias al equipo de decoradores y montadores. Habían colocado una gigantesca pantalla de plasma detrás del escenario en la que proyectaban el spot publicitario del
Pinmetil
que se vería en televisión a partir de aquella misma semana: un juego de imágenes de niños sonrientes jugando a la pelota, en la playa con un perro, en la escuela prestando atención a los maestros. Imágenes que mostraban una ficticia vida maravillosa tras el tratamiento.

Dos bellas azafatas iban entregando una bolsa con regalos publicitarios a todos los invitados que entraban. Lluïsa Alsina y su equipo de publicidad habían hecho un excelente trabajo. Pensé por unos segundos que el desarrollo de la fiesta sería igual de perfecto y casi hubiera podido preverse el aburrido final que siempre tenían estos eventos. Pero yo estaba por medio. Y recordé las palabras de Marta y su visión se cumplió: había confirmados más de los invitados que solían asistir, entre ellos la televisión, la radio y algunos periodistas de revistas del corazón ¿Me había convertido mi padre en un gancho publicitario?

Mi madre mariposeaba entre la gente mientras me observaba de reojo. Cuando nos cruzábamos las miradas, ella me sonreía, sabía que estaba muy nerviosa y estaba especialmente atenta conmigo, aunque nada más verme me regañó por el vestido porque me lo habían cortado más de lo debido.

—¿No sabes ya de sobras que tenías que llevar los zapatos que te ibas a poner para que te tomaran la medida del largo del vestido? —exclamó.

— No me acordé de recogerlos y me cerraron la tienda, entonces llevé unos que pensé eran de la misma altura.

Para mí no era tan grave que asomaran un poco los zapatos, así podía lucirlos. Un artesano del barrio gótico me los habían forrado y decorado de la misma tela de seda azul zafiro del vestido. Pero para ella era un error del que hablarían todas sus amigas.

—¡Qué ridículo tan grande!

Me entristeció que no se fijara en lo bien que me quedaba el vestido largo de escote palabra de honor, ni en la belleza de los pendientes y el collar de zafiros azules que había buscado por toda Barcelona con la ayuda de Marta.

Me alejé de ella y caminé entre los invitados que me miraban en parte curiosos, en parte expectantes.

Fui al baño y me miré en el espejo. Iba perfectamente maquillada pero mis ojos no tenían luz, la tristeza no podía borrarse ni taparse con anti ojeras ni colorete.

Rebusqué en el pequeño bolso de mano y saqué la caja de pastillas que me había recetado el doctor Vall.

Tomé una y bebí un trago de agua. Las manos me temblaban.

Me senté en un taburete de madera que había, respiré profundamente varias veces seguidas y cerré los ojos. Intentaba relajarme pero solo me venían imágenes del escenario: yo arriba, delante del atrio, un silencio sepulcral y cientos de ojos clavados sobre mí a la espera de un mal gesto, o una mala palabra.

No lograba serenarme.

¿Papá por qué me has hecho esto?
me preguntaba.

Abrí los ojos, incapaz de encontrar la serenidad y confianza que necesitaba para hablar en público.

Sentí sudores fríos en mi cuerpo, especialmente en el rostro.

Dejé que el tranquilizante hiciera su efecto.

Miré el monedero que llevaba entre mis manos. Lo miré una y otra vez. Me extrañó su forma, ya que no recordaba que lo hubiera comprado con lentejuelas azules. Era casi una copia a tamaño grande del monedero que encontré en el túnel.

Sentí escalofríos recorrer mi cuerpo.

—¡Qué morbosa casualidad! —exclamé.

En ese momento entró Marta. Lucía espectacular con un vestido rojo sangre de vaporosa seda y unas sandalias de plataforma rojas en piel, daba vértigo solo verla sobre tamaña altura.

—¿Qué haces aquí metida?

— Estoy tomando fuerzas.

Marta me sonrió y me tomó de las manos.

—¡Oye, lo harás muy bien! Tranquila, yo estoy delante del todo y te daré ánimos.

— Gracias, pero no me consuela mucho —le dije—. ¿Marta? — le pregunté.

—¿Sí?

—¿Por qué me cambiaste el monedero a última hora?

Marta se encogió de hombros.

—¿Pero qué dices? Ese monedero fue el que tú misma elegiste.

Negué con la cabeza.

— No, yo no lo escogí con lentejuelas, era de la tela del vestido.

— No guapa, precisamente fui yo quien insistí en que esas lentejuelas no te iban con el estilo del vestido, ¿no lo recuerdas?

Me hizo dudar.

— No era de lentejuelas, ¿por qué quieres engañarme?

El rostro de Marta se transformó, parecía enfadada:

—¡Mira, no tengo tiempo para tus tonterías!

Cogió la puerta y salió del baño dejándome sumergida en la confusión.

Comencé a sentir un ligero mareo. Miré la hora en el reloj del móvil y me tranquilicé al ver que todavía tenía veinte minutos.

Subí por el ascensor hasta mi despacho. Cogí la carpeta con los informes de los niños, la abrí y saqué de nuevo algunas de las fotografías.

— Decidme que todo va bien.

De pronto vi una silueta caminar por el pasillo.

Me giré pero no había nadie. Sentí un frio seco, recorrer mi espina dorsal.

Caminé hasta la puerta. Me asomé y vi que alguien giraba hacia el pasillo que iba hasta el área directiva.

Aceleré el paso y giré hacia la derecha para entrar en la zona de directivos.

La iluminación estaba atenuada. Solo un par de apliques de pared de baja intensidad iluminaban el amplio corredor.

Miré por unos segundos y retrocedí al ver que no había nadie. Entonces sentí una presencia en mi espalda.

Comencé a notar como el vello de mi piel se erizaba. Todo mi cuerpo estaba alerta, casi parecía ver más que mis propios ojos, porque en realidad yo no quería ver, no quería volver a ver. El olor era suficiente para saber quién estaba cerca.

Cerré los ojos unos segundos intentando que la sensación desapareciera.

Entonces me giré y caminé de nuevo hacia mi despacho, pero alguien me esperaba en la puerta.

— Miguel— pronuncié casi en un hilo de voz.

Miguel estaba furioso, apretaba los puños, sentía la ira que proyectaba hacia mí.

De pronto comenzó a arder. Caminé hacia atrás deprisa y me tropecé con una caja de folios.

Miguel ardía en llamas y seguía gritando pidiendo ayuda.

Cerré los ojos y me tapé la cara con las manos.

—¡Esto no es real!

Al cabo de unos segundos abrí los ojos y Miguel ya no estaba.

Respiré de alivio hasta que miré al fondo del pasillo y allí estaba de nuevo, aunque ahora era un monstruo requemado. Una figura monstruosa con trozos de piel carbonizada, músculos enrojecidos y trozos ausentes de carne, donde se veían solo los huesos.

Un grito ahogado salió de mi garganta.

—¿Qué quieres de mi? ¡Déjame en paz! —le dije aunque casi no podía hablar entre los sollozos.

Miguel siguió allí durante unos segundos más sin dejar de mirarme con su espantosa cara despellejada.

Luego traspasó la puerta y desapareció.

Sentí un ligero alivio aunque todavía el miedo me paralizaba y no permitía que moviera ni un solo músculo de mi cuerpo.

De pronto vi como salía humo de debajo de la puerta por donde Miguel había desaparecido.

Me incorporé torpemente apoyándome en la pared.

Me armé de valor y caminé poco a poco hasta que pude comprobar que el humo venía del despacho de mi padre.

Me acerqué y escuché voces en el interior.

El corazón comenzó a latirme a gran velocidad y las manos y las piernas me temblaban, sentía la agitación correr por mis venas.

Entonces empujé la puerta y miré por la rendija que había abierto y lo que vi me dejó clavada en el suelo.

Tendría que haberme alejado de allí al segundo, pero mis ojos no podían dar crédito: Mi padre estaba con los pantalones bajados y debajo de él sobre la mesa de su escritorio tenía una mujer, aunque yo solo podía verle las piernas pude reconocerla de inmediato por los zapatos. Pero por si me quedaran dudas en un movimiento la mujer se levantó de la mesa y se cogió al cuello de mi padre y lo besó con pasión.

¡Marta!
exclamé para mis adentros al verla entregándose sin ningún tipo de pudor a mi padre que le había bajado la parte de arriba del vestido y le besaba los pechos con la ardorosa ansiedad de un veinteañero.

Tendría que haber huido pero entonces hubiera dejado de ver cómo sus rostros iban deformándose hasta convertirse en reptiles. Sentí una fuerte presión en mi garganta. La imagen me repugnaba. En ese instante salí corriendo de allí presa del terror.

Había corrido sin darme cuenta ni siquiera de la dirección que tomaban mis pasos, hasta que llegué al hall y me percaté de dónde estaba y qué se suponía que debía estar haciendo.

La gente me miraba y yo los miraba a ellos.

Lluïsa Alsina estaba en el escenario y pronunció mi nombre:

— Y con todos ustedes, la señora Sandra Ros.

Escuché el bramido de los aplausos retumbar en el espacio pero no podía moverme del sitio.

Mi madre salió a mi auxilio y me tomó del brazo mientras me acompañaba haciéndose paso entre las mesas de los invitados.

Mi madre me dijo al oído:

—¿Pero dónde te has metido? Llevas el vestido rasgado por detrás y el maquillaje corrido. ¡Dios mío! ¡Qué desastre! No puedes subir así.

Mi madre le hizo un gesto a Lluïsa que comenzó a hablar para darme tiempo.

Detrás de un biombo, que ocultaba el equipo de sonido, mi madre abrió su neceser y me retocó el rostro con mano temblorosa.

— Voy a decir que no subes. No fue buena idea, no ha sido buena idea —repetía y sus ojos se veían llorosos.

—¡Mamá no lo hagas! —le pedí, deteniendo el frenesí de su mano al empolvar mi rostro— Tengo que subir. Tráeme agua, ya estoy bien.

—¡Estás temblando! No subes y punto.

Un hombre joven del equipo de producción de Lluïsa le dijo a mi madre:

— Señora, ya es la hora.

Cuando subí al escenario me esperaban sentadas dos de las familias de las que había escogido, junto a sus hijos. Verlos me tranquilizó porque me hizo recordar el motivo por el cual estaba allí. Miré a la niña que estaba a mi derecha sentada junto a su madre. La escogí porque me recordaba a mí cuando era pequeña; una niña tremendamente fantasiosa, que se distraía con todo. Ahora miraba hacia el suelo, sentía que estaba aburrida y ansiosa por salir. Yo también quería correr y no estar allí delante de todas aquellas personas que esperaban que la hija del gran Don Braulio Ros, la futura presidenta de la empresa, hablara por primera vez.

Puse las manos sobre el atril y miré las mesas de los invitados. Mi padre ya estaba en la mesa junto a Joan y mi madre. Ella tenía la mano sobre la frente. No supe distinguir si le dolía la cabeza o la agachaba de la vergüenza que esperaba sentir.

Entonces Marta llegó altiva y con paso firme hasta la mesa de mi familia, la vi como se sentaba justo al lado de mi padre como si nada hubiera pasado. De hecho me miró y me sonrió e hizo que me aplaudía de manera silenciosa, luego me lanzó varios besos.

No supe cuanto tiempo pasó desde que subí hasta que pronuncié mi primera palabra pero debió ser mucho ya que la gente hacía rato que se miraban entre sí y mi padre ya me hacía gestos con la mano desde la mesa que no lograba entender.

— Pinmetil —logré decir— no es un fármaco, es una nueva vida. Una nueva vida que emerge para aliviar el profundo dolor que miles de familias padecen. Familias como esta— entonces señalé a las familias que estaban a mi lado derecho sentadas—, que han nacido de nuevo porque… — miré a la niña que me recordaba a mí y la vi con la cabeza ladeada con los ojos apuntando al vacío— porque ahora son mucho más felices. Son niños sanos, saludables— miré hacia el otro niño que se mordía las uñas. Y sentí que había algo que no iba bien, un presentimiento en mi interior que me decía que aquellos niños no estaban bien, aunque lo parecieran externamente, había algo en ellos que les había sido robado, algo de su naturaleza había desaparecido.

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