¿Dónde y cuándo, quién nos debió de hacer esa fotografía? ¿Cómo es que yo tenía esa expresión de felicidad? ¿Cómo diablos podía parecer tan contento? ¿Cómo es que mi padre ha guardado únicamente esta fotografía? Todo esto es un enigma. Yo debo de tener tres años y mi hermana, nueve. ¿Tan bien nos llevábamos mi hermana y yo? No recuerdo en absoluto haber ido con mi familia a la playa.
Tampoco recuerdo haber ido a ningún otro lugar
. En todo caso, no quería dejarla en manos de mi padre. Me meto la vieja fotografía en la cartera. No hay ninguna de mi madre. Al parecer, mi padre ha tirado todas las fotografías donde salía ella, todas, sin dejar ni una.
Tras pensármelo un poco, decidí llevarme el teléfono móvil. Cuando mi padre se dé cuenta de que ha desaparecido, seguro que llamará a la compañía telefónica y se dará de baja. Y entonces no me será de ninguna utilidad. De todas formas, lo metí en la mochila. Y también el cargador de la batería. Total, no pesa gran cosa. En cuanto vea que el aparato no funciona, me bastará con tirarlo.
Decido no meter en la mochila más que lo indispensable. Lo más difícil es elegir la ropa. ¿Cuántos juegos de ropa interior necesitaré? ¿Cuántos jerséis necesitaré? ¿Y cuántas camisas? ¿Y pantalones? ¿Y guantes? ¿Necesitaré bufanda? ¿Y pantalones cortos? ¿Y abrigo? En cuanto empiezo a pensar, no acabo. Pero hay algo que sí tengo claro. No quiero vagar por una tierra extraña con un fardo enorme a la espalda que proclame a los cuatro vientos que me he escapado de casa. Si lo hiciera, pronto llamaría la atención. Me pondrían bajo la custodia de la policía y en un santiamén me habrían enviado de vuelta a casa. O acabaría en manos de los tipejos menos recomendables de la zona.
A un lugar frío es mejor no ir
. Llego a esta conclusión. Sencillo, ¿verdad? Pues me voy a un lugar cálido. Así no necesitaré abrigo. Ni guantes. Al no tener que pensar en el frío, la ropa necesaria queda reducida a la mitad. Elegí prendas ligeras, fáciles de lavar, que se secaran deprisa y que abultaran lo menos posible, las plegué bien y las embutí en la mochila. Aparte de ropa: mi saco de dormir
three seasons
, que se puede deshinchar y plegar bien, un neceser con los productos de aseo básicos, una capellina de plástico, cuaderno y lápices, un
discman
MD de Sony con el que se puede grabar, y unos diez discos compactos (la música es indispensable), pilas recargables de repuesto, ese tipo de cosas. Los cacharros para cocinar de acampada no los necesito. Pesan y ocupan demasiado espacio. La comida puedo comprarla en las tiendas que tienen abierto las veinticuatro horas. Me llevó mucho tiempo acortar la lista. Añadía una cosa, y otra, luego la borraba. Volvía a apuntar un montón de cosas, volvía a borrarlas.
El día de mi decimoquinto cumpleaños es la fecha ideal para irme de casa. Antes es demasiado pronto y, después, tal vez sea ya demasiado tarde.
Pensando en este día, durante los dos últimos años, tras ingresar en la escuela secundaria, me he dedicado a robustecer mi cuerpo de manera intensiva. Desde finales de primaria practicaba el judo, y al empezar la secundaria no lo dejé del todo, pero no ingresé en el club de deporte de la escuela. En cuanto tenía un momento libre me iba a correr al campo de deportes, a nadar a la piscina o al gimnasio municipal a fortalecer mis músculos con aparatos. Allí, unos jóvenes monitores me enseñaron gratis la manera correcta de hacer flexiones y el uso de los aparatos. Cómo fortalecer al máximo cada músculo. Qué músculo se hace trabajar normalmente en la vida cotidiana y cuál puede moldearse sólo con el uso de aparatos. Ellos me enseñaron la manera correcta de hacer levantamiento de pesas. Por suerte, yo ya era alto de constitución y, gracias al ejercicio diario, mis hombros y mi pecho se ensancharon. Un desconocido me echaría, sin problema, unos diecisiete años. Porque si aparentara los quince que tengo, seguro que toparía con problemas adondequiera que fuese.
Aparte de mi trato con los monitores del gimnasio y con la asistenta que venía a casa cada dos días, y dejando de lado las cuatro palabras indispensables que intercambiaba en la escuela, yo apenas hablaba con la gente. A mi padre hacía ya mucho tiempo que lo evitaba. A pesar de vivir en la misma casa, nuestros horarios eran completamente diferentes y, además, mi padre se pasaba el día encerrado en su taller, en un lugar separado. Y no hace falta decir que yo tenía siempre la precaución de no coincidir con él.
Yo iba a una escuela privada adonde, por lo general, acudían hijos de familias de la clase alta o, como mínimo, adineradas. A no ser que lo hicieras muy mal, podías pasar directamente al bachillerato. Todos tenían una bonita dentadura, la ropa limpia, la conversación aburrida. Yo, por supuesto, no gozaba de grandes simpatías. Había levantado un alto muro a mí alrededor y hacía lo imposible para que nadie se metiera dentro y para no tener que dar yo un paso fuera de él. Y este tipo de personas no suele gustar a nadie. Frente a mí, todos guardaban una distancia prudencial, jamás bajaban la guardia. Tal vez me detestasen y, en algunas ocasiones, me temieran. Pero era de agradecer que no me hicieran caso. Solo, tenía un montón de cosas que hacer. En las horas libres me iba a la biblioteca y devoraba un libro tras otro.
Con todo, prestaba una gran atención a las clases. Era algo que el joven llamado Cuervo me había aconsejado encarecidamente que hiciera.
Los conocimientos o habilidades que te enseñan en las clases de secundaria no se puede decir que tengan una gran utilidad en la vida diaria, eso seguro. Y los profesores son en su gran mayoría un hatajo de estúpidos. No me cabe la menor duda. Pero ¿sabes? Tú vas a irte de casa. Por lo tanto, en el futuro quizá no vuelvas a tener la oportunidad de pisar la escuela, así que, mientras puedas, es mejor que te metas en la cabeza todo lo que te enseñen, te guste o no. Tienes que ser como un papel secante y absorberlo todo. Qué debes guardar y qué debes tirar, eso ya lo decidirás más adelante.
Y yo seguí ese consejo (yo solía seguir los consejos del joven llamado Cuervo). Puse los cinco sentidos en ello, convertí mi cerebro en una esponja, agucé el oído y grabé en mi cerebro todas las palabras que se pronunciaban en clase. Disponía de un tiempo limitado: las asimilaba, las memorizaba. Por lo tanto, pese a no estudiar apenas fuera de clase, siempre era de los que en los exámenes sacaba las puntuaciones más altas.
A medida que mis músculos se endurecían como el metal, me iba convirtiendo en una persona callada. Intentaba evitar que las emociones se me traslucieran en el rostro, me entrenaba para ser capaz de impedir que profesores y compañeros de clase adivinasen qué estaba pensando. Pronto entraría en el cruel y agresivo mundo de los adultos y tendría que sobrevivir en él yo solo. Debería ser más fuerte que nadie.
Al mirarme al espejo descubría en mis ojos la frialdad de los ojos de un lagarto, veía cómo mi rostro se había vuelto más duro e inexpresivo. Pensándolo bien, hacía tanto tiempo que no me reía que ni recordaba cuándo había sido la última vez. Ni siquiera sonreía. Ni a los demás ni a mí mismo.
Pero no siempre podía salvaguardar ese apacible aislamiento. En ocasiones, el alto muro que debía protegerme se desmoronaba sin más. No sucedía con frecuencia, pero a veces ocurría. Antes de que pudiera darme cuenta, la pared había desaparecido y yo estaba expuesto completamente desnudo al mundo. En esas ocasiones me sentía confuso.
Terriblemente
confuso. Además, allí había una profecía. Allí había una profecía semejante a las aguas negras.
La profecía siempre está allí, como las aguas de un negro secreto. Por lo general, se ocultan silenciosas en profundidades desconocidas. Pero a veces se desbordan sin palabras y empapan, heladas, cada una de tus células, y tú, ante este cruel desbordamiento, te ahogas, boqueas y jadeas. Te pegas al respiradero del techo y buscas con desesperación el aire fresco del exterior. Pero sólo encuentras un aire reseco que abrasa tu garganta. El agua y la sed; el frío y el calor. Elementos supuestamente antagónicos unen sus fuerzas y te atacan.
Con lo vasto que es el mundo, a ti te corresponde un espacio minúsculo —y ya te parece bien que así sea—, pero éste no figura en ninguna parte. Cuando buscas una voz, sólo encuentras un silencio profundo. Pero cuando buscas el silencio, sólo encuentras una voz que te va repitiendo incesantemente la profecía. Esta voz, en algunas ocasiones, da a un interruptor secreto que se oculta en tu mente.
Tu corazón es como un gran río crecido tras un largo periodo de lluvias. Los postes indicadores del camino están, todos sin excepción, sumergidos en la corriente, o tal vez hayan sido arrastrados a otro lugar oscuro. Y la lluvia sigue cayendo torrencialmente sobre el río. Y cada vez que veas en las noticias las imágenes de unas inundaciones pensarás: «Sí, justo. Ése es mi corazón».
Antes de salir de casa voy al cuarto de baño y me lavo las manos con jabón, me lavo la cara. Me corto las uñas, me limpio las orejas, me lavo los dientes. Limpio concienzudamente cada rincón de mi cuerpo. Hay ocasiones en que estar limpio es fundamental. Luego, frente al espejo, estudio mi rostro con detenimiento. Aquí se refleja la cara que he heredado de mi padre y de mi madre —aunque la de mi madre no la recuerdo en absoluto—. Por mucho que intente borrar la expresión que se refleja en él, por mucho que intente apagar el brillo de mis ojos, por mucho que esculpa mi cuerpo, no puedo cambiar de rostro. Por muy ardientemente que lo desee, este par de cejas largas y espesas, y la arruga del entrecejo que sólo puedo haber heredado de mi padre, no las puedo borrar. Si quieres, podría matarlo (con la fuerza que ahora tengo no me costaría nada). También podría borrar a mi madre de mi memoria. Pero no puedo expulsar los genes que se encuentran en mí. Porque para expulsarlos debería desterrarme a mí de mí mismo.
Y aquí está la profecía. Como un mecanismo enterrado en mí.
Como un mecanismo enterrado en mí.
Apago la luz y salgo del lavabo. Un silencio húmedo y pesado se cierne sobre la casa. Susurros de gente que no existe, el hálito de los muertos. Miro a mi alrededor, me detengo, respiro hondo. Las agujas del reloj marcan las tres de la tarde. Las dos agujas están cargadas de una cruel indiferencia. Bajo su aparente imparcialidad, no están de mi lado. Ha llegado el momento de dejar atrás este lugar. Tomo la pequeña mochila en la mano, me la cargo al hombro. Lo había ensayado muchas veces, pero jamás me había parecido tan pesada.
He decidido dirigirme a Shikoku. No hay ninguna razón para ello. Pero mientras estoy mirando el mapa se me ocurre, no sé por qué, que es allí adonde debo ir. Por mucho que lo mire, no, cuanto más lo miro, más atraído me siento por ese lugar. Mucho más al sur que Tokio, separado de Honshû,
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el clima es cálido. Jamás he pisado esa zona y no tengo allí un solo conocido, ningún pariente. Si alguien indaga mi paradero (aunque no creo que lo haga nadie) no existe ninguna posibilidad de que dirija hacia allá la mirada.
Recojo en la ventanilla el billete que había reservado, monto en el autocar nocturno. Es el medio de transporte más barato para ir a Takamatsu. Unos diez mil yenes y pico. Nadie se fija en mí. Nadie me pregunta la edad. Nadie se me queda mirando. Únicamente el revisor inspecciona mi billete con gesto mecánico. Sólo hay una tercera parte de los asientos ocupada. En su mayoría, los pasajeros viajan solos, como yo, y el interior del autocar está sumido en un silencio extraño. El camino hasta Takamatsu es muy largo. Según los horarios del autocar, son unas diez horas de viaje, llegaremos allí por la mañana temprano. Pero a mí el tiempo no me importa. Yo ahora lo tengo a espuertas. Cuando, a las ocho pasadas, dejamos la terminal de autobuses, inclino el respaldo del asiento y me duermo. En el preciso instante de hundirme en él siento cómo se me va debilitando la conciencia, igual que si se me hubieran agotado las pilas.
Poco antes de medianoche empieza a llover a cántaros. De vez en cuando me despierto y, a través de las cortinas baratas, contemplo la autopista en la noche. Las gotas de lluvia azotan con estrépito la ventana, emborronan la luz de las farolas que hay al borde del camino. Están plantadas a intervalos regulares, parece que miden el mundo hasta el infinito. Una nueva luz se acerca y, un instante después, ya se ha convertido en una luz vieja a mis espaldas. Me doy cuenta de que ya han dado las doce de la noche. Y, de manera automática, como si se me acercara de frente, hace su aparición el día de mi decimoquinto cumpleaños.
—Feliz cumpleaños —me desea el joven llamado Cuervo.
—Gracias —le digo yo.
Pero la profecía, todavía una sombra, me acompaña. Compruebo que el muro que he levantado a mí alrededor todavía sigue en pie. Cierro las cortinas, vuelvo a dormirme.
El presente documento, catalogado como «Estrictamente Confidencial» por el Ministerio de Defensa de los Estados Unidos de América, fue desclasificado en 1986 en base a la Ley de Desclasificación de Documentos Oficiales. Actualmente puede consultarse en el Archivo Nacional de los Estados Unidos de América (NARA), en Washington.
Esta serie de entrevistas grabadas se realizaron entre los meses de marzo y abril de 1946 bajo la supervisión del comandante James P. Warren del Departamento de Inteligencia del Ejército de Tierra. El alférez Robert O'Connell y el brigada Harold Katayama se encargaron del trabajo de campo en la zona, la población xxx de la prefectura de Yamanashi. En todas las entrevistas efectuó las preguntas el alférez Robert O'Connell, la traducción al japonés correspondió al brigada Harold Katayama y de la redacción de los documentos se encargó el soldado de segunda clase William Come.
Las entrevistas se realizaron a lo largo de doce días, y a este efecto se destinó la sala de visitas del ayuntamiento de la población xxx en la prefectura de Yamanashi. El alférez O'Connell entrevistó por separado a: una profesora de la Escuela Nacional del barrio xxx de la población xxx, un médico residente en la zona, dos miembros del cuerpo de la policía local y seis niños. Los mapas adjuntos, a escala de 1: 10.000 y 1: 2.000, del área en cuestión fueron elaborados por el Instituto Topográfico del Ministerio del Interior.
INFORME DEL DEPARTAMENTO DE INTELIGENCIA
DEL EJÉRCITO DE TIERRA (MIS)
Fecha: 12 de mayo de 1946
Título: Informe sobre el Incidente de la montaña
del bol de arroz, 1944
Número: PTYX-722-8936745-42213-WWN