Kafka en la orilla (59 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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—Muchísimas gracias, señor Hoshino. Gracias de corazón. No sé cómo agradecérselo —dijo Nakata—. En este caso, abusando de su amabilidad, Nakata querría pedirle un favor.

—Di.

—Es probable que necesitemos un coche.

—¿Un coche? ¿Va bien uno de alquiler?

—Nakata no sabe qué es eso, pero sirve cualquier coche. Da igual grande o pequeño, con que sea un coche es suficiente.

—¡Hecho! Lo de los coches es lo mío. Luego voy a buscar uno. Entonces, ¿vamos a ir a alguna parte?

—Sí. Quizá vayamos a alguna parte.

—¡Caray! Nakata, abuelo.

—¿Sí, señor Hoshino?

—Contigo no me aburro nunca. No paran de pasar cosas raras, pero al menos, eso sí puedo decirlo, cuando estoy contigo, abuelo, no me aburro nunca.

—Muchas gracias. Cuando me dice eso, Nakata se queda tranquilo. Pero, señor Hoshino…

—¿Qué?

—Si le soy sincero, Nakata no está muy seguro de lo que significa «aburrirse».

—Tú, abuelo, no te habrás aburrido nunca de nada, ¿verdad?

—No. A Nakata no le ha sucedido eso nunca.

—No, ¿verdad? Eso me parecía a mí.

37

Detenemos el coche en una ciudad que hay a mitad de camino, tomamos un almuerzo ligero, entramos en el supermercado y, como la otra vez, nos abastecemos de comida y agua mineral, luego, ya en las montañas, circulamos por el camino sin asfaltar y llegamos a la cabaña. El interior de ésta permanece tal como lo dejé hace una semana. Abro las ventanas para airearla y eliminar el olor ha cerrado. Saco de las bolsas la comida que hemos traído.

—Voy a echar una cabezadita —dice Ôshima. Y da un gran bostezo cubriéndose la cara con ambas manos—. Es que esta noche apenas he dormido.

Debe de tener mucho sueño, en efecto, porque nada más echar el edredón sobre la cama se mete dentro, se vuelve hacia la pared y se duerme en un santiamén. Le preparo café con agua mineral, se lo guardo en un termo. Luego cojo dos garrafas de plástico, me dirijo al riachuelo del bosque a buscar agua. El escenario del bosque continúa igual que la última vez que lo vi. El olor a hierba, el gorjeo de los pájaros, el murmullo del riachuelo, el susurro del viento soplando a través de los árboles, las sombras vacilantes de las hojas. Las nubes que discurren sobre mi cabeza se ven terriblemente cercanas. Me siento como si volviera a formar parte de todo ello tras haberlo añorado durante largo tiempo.

Mientras Ôshima duerme, salgo al porche, me siento en una silla y leo mientras me tomo un té. Leo un libro sobre la campaña de Rusia que Napoleón llevó a cabo en el año 1812. Cuatrocientos mil soldados franceses perdieron la vida en una tierra enorme y desconocida por culpa de una guerra a gran escala que apenas tenía un objetivo real. No hace falta decir que las batallas fueron crueles, espantosas. No había suficientes médicos, las medicinas escaseaban, la mayoría de los soldados que sufrió heridas graves murió entre sufrimientos atroces. Una agonía horrible. Sin embargo, la mayor parte de las muertes se debieron al hambre y al frío. Y ésa fue una agonía igualmente cruel y espantosa. En aquel porche perdido entre las montañas, mientras escucho los trinos de los pájaros y me tomo una infusión, intento presentar en mi cabeza las imágenes del campo de batalla ruso azotado por la ventisca.

Llevo leída una tercera parte del libro cuando me asalta una inquietud, dejo el libro y voy a ver cómo está Ôshima. Por muy profundamente que duerma, el silencio me parece excesivo. No se oye nada. Pero, bajo el edredón, Ôshima respira de manera apacible. Al acercarme puedo comprobar cómo sus hombros suben y bajan dulcemente al compás de la respiración. De pie, junto a la cama, permanezco unos instantes contemplando sus hombros. De improviso, recuerdo que Ôshima es una mujer. No suelo acordarme de este hecho real. Casi siempre obro como si Ôshima fuese un hombre. Y eso debe de ser, por supuesto, lo que él desea que haga. Pero, cosa extraña, Ôshima, dormido, da la impresión de que
ha vuelto
a ser mujer.

Vuelvo a salir al porche, continúo leyendo. Mi mente regresa a los caminos llenos de cadáveres congelados de las afueras de Smolensk.

Ôshima se levanta tras dormir unas dos horas. Sale al porche, comprueba que su coche sigue allí. Como ha corrido por el polvoriento camino sin asfaltar, el Road Star verde parece casi blanco. Ôshima se despereza, se sienta en una silla a mi lado.

—Para ser la estación de las lluvias, este año llueve poco —dice Ôshima frotándose los ojos—. Mala cosa. Cuando llueve poco en la estación de las lluvias, en Takamatsu nos falta agua en verano.

Pregunto:

—¿La señora Saeki sabe dónde estoy?

Ôshima sacude la cabeza.

—A decir verdad, no le he contado nada de lo de hoy. Ni siquiera creo que sepa que tengo una cabaña aquí. Lo cierto es que hay muchas cosas que creo que es mejor que ella no sepa. Si no las sabe, no tendrá que ocultarlas. Y así no se verá metida en problemas.

Asiento. Es lo que yo deseaba.

—Es que ella, hasta ahora, ya se ha visto metida en demasiados problemas —dice Ôshima.

—El otro día le conté que mi padre había muerto hace poco —digo—. Y también que alguien lo había asesinado. Pero no le dije que la policía me estuviese buscando a mí.

—Sí, pero me da la sensación de que ella está, más o menos, al corriente de todo, aunque ni tú ni yo se lo hayamos dicho. Es una persona muy inteligente, y si yo mañana por la mañana, cuando me la encuentre en la biblioteca, le digo, por ejemplo: «Tamura ha tenido que irse por unos días. Me ha dicho que me despida de su parte», no creo que me haga ninguna pregunta. No será necesario que le explique nada más, ella se limitará a asentir con un movimiento de cabeza y lo aceptará sin más.

Asiento.

—Pero a ti te gustaría verla, ¿verdad?

Enmudezco. No sé cómo expresarlo. Pero la respuesta me parece muy clara.

—Lo siento mucho por ti, pero tal como te he dicho antes, es mejor que estéis un tiempo separados —dice Ôshima.

—Pero es que tal vez no pueda volver a verla jamás.

—Es posible —reconoce Ôshima tras reflexionar unos instantes—. Pero, aunque sea una verdad de Perogrullo, hasta que las cosas no ocurren por primera vez no han ocurrido nunca. A menudo, las cosas no son lo que parecen.

—¿Pero cómo diablos debe de sentirse la señora Saeki?

Ôshima entrecierra los ojos y me mira a la cara.

—¿Con respecto a qué?

—Es decir…, si ella supiera que ya no volveremos a vernos jamás, ¿sentiría por mí lo mismo que yo estoy sintiendo ahora por ella?

Ôshima sonríe.

—¿Y por qué me preguntas esto?

—Es que yo no tengo la menor idea. Por eso te lo pregunto a ti. Porque es la primera vez en mi vida que quiero a alguien y que lo necesito. Tampoco a mí me había querido o necesitado alguien antes.

—Y, por lo tanto, estás confuso y te sientes desconcertado.

Asiento.

—Estoy confuso y me siento desconcertado.

—Y no sabes si este sentimiento fuerte y puro que abrigas hacia ella lo abriga también ella hacia ti —dice Ôshima.

Sacudo la cabeza.

—Y cuando empiezo a pensar en ello, sufro.

Ôshima enmudece, contempla el paisaje que nos rodea con los ojos entrecerrados. Los pájaros saltan de rama en rama. Él mantiene ambas manos cruzadas detrás de la nuca.

—Entiendo muy bien cómo te sientes —dice Ôshima—. Sin embargo, esto debes pensarlo por ti mismo, juzgarlo por ti mismo. Nadie puede pensarlo por ti. El amor es así, Kafka Tamura. Si son tan sólo tuyos esos maravillosos sentimientos que casi te impiden respirar también debes ser tú quien vague perdido por las profundas tinieblas. Y tienes que ser tú quien debe soportar esas tinieblas con tu cuerpo y con tu corazón.

A las dos y media, Ôshima sube al coche y se dispone a recorrer el camino de descenso de la montaña.

—Si economizas un poco las provisiones, tendrás bastante para una semana, más o menos. Para entonces yo ya estaré de vuelta. Si algo me impidiera venir, enviaría a mi hermano con comida. Él vive a una hora de aquí. Ya le he contado que estás en la cabaña. Así que no te preocupes. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —digo.

—¡Ah! Y, tal como te dije la otra vez, ten muchísimo cuidado al adentrarte en el bosque. Si te perdieras, nunca encontrarías la salida.

—Tendré cuidado.

—¿Sabes? Poco antes de estallar la segunda guerra mundial, una unidad del ejército imperial hizo unas maniobras a gran escala por la zona. Un simulacro de batalla contra el ejército soviético en los bosques de Siberia. ¿No te lo había contado nunca?

—No —digo.

—Por lo visto, me pasa con frecuencia, me olvido de contar cosas importantes —dice Ôshima apretándose las sienes con las puntas de los dedos.

—Pero este bosque no recuerda a los de Siberia.

—No, tienes razón. Por aquí, los árboles son de hoja caduca, en Siberia hay coníferas. En fin, los militares no debieron de dar importancia a este detalle. Total, que se adentraron en el bosque con todo su armamento y empezaron las prácticas. —Ôshima se sirve del termo el café que le he preparado, en la taza sólo pone un poco de azúcar, se lo bebe con aire satisfecho—. Mi abuelo recibió una solicitud del Ejército con una petición para usar la montaña y él se lo concedió. «¡Adelante! Utilícenla a su gusto», les dijo. Total, nadie la usaba. La unidad del Ejército llegó marchando por el camino que hemos recorrido nosotros esta mañana en coche. Luego penetraron en el bosque. Pero cuando unos días después finalizaron las maniobras y pasaron revista a la tropa, comprobaron que habían desaparecido dos soldados. En el momento en que se desplegó la unidad por el interior del bosque, ambos soldados se esfumaron con todo el equipo a cuestas. Ambos eran reclutas recién incorporados a filas. Por supuesto, el ejército llevó a cabo una búsqueda exhaustiva. Pero no logró dar con ellos. —Ôshima toma otro sorbo de café—. Todavía no se sabe si se extraviaron por el bosque o si desertaron. Pero, por estos parajes, el bosque es muy denso y en la espesura apenas se encuentra algo comestible.

Asiento.

—Junto al mundo que habitamos existe otro mundo paralelo. Hasta cierto punto es posible penetrar en él y regresar después sano y salvo. Si prestas la debida atención. Pero, a la que trasciendes cierto lugar, entonces ya es imposible el retorno. Pierdes el camino. Es el laberinto. ¿Sabes quién inventó el laberinto?

Sacudo la cabeza.

—Según los conocimientos actuales, los primeros que imaginaron el concepto de laberinto fueron los antiguos mesopotámicos. Éstos les arrancaban las tripas a los animales, o, a veces, los intestinos a los seres humanos, y, según la forma que tuvieran, predecían el futuro. Sentían admiración por lo complejos que eran. Así que la forma del laberinto remite a las entrañas. Es decir, que el principio del laberinto reside en tu propio interior. Y éste se corresponde con el laberinto exterior.

—Una metáfora —digo.

—Exacto. Una metáfora recíproca. Lo que existe fuera de ti es una proyección de lo que existe en tu interior, lo que hay dentro de ti es una proyección de lo que existe fuera de ti. Por eso, a veces, puedes hollar el laberinto interior pisando el laberinto exterior. Aunque eso, en la mayoría de los casos, es muy peligroso.

—Como Hänsel y Gretel en el interior del bosque.

—Exacto. Como Hänsel y Gretel. El bosque te tiende una trampa. Y, por más precauciones que tomes, por más cosas que te ingenies, siempre vendrá un pájaro espabilado y se te comerá las migas de pan con las que has señalado el camino.

—Me andaré con cuidado.

Ôshima levanta la capota del Road Star, monta en el asiento del conductor. Se pone las gafas de sol, apoya la mano en el pomo de la palanca del cambio de marchas. Y el familiar ronroneo del motor resuena por el bosque. Ôshima se echa el flequillo hacia atrás, sacude ligeramente la mano para despedirse. Se va. Por unos instantes, el polvo permanece danzando en el aire, luego es arrastrado por una ráfaga de viento.

Entro en la cabaña, me acuesto en la cama donde ha dormido Ôshima, cierro los ojos. Pensándolo bien, yo tampoco he dormido mucho esta noche. Percibo la presencia de Ôshima en la almohada y el edredón. No, más que la presencia de Ôshima, debería decir la presencia que ha dejado el sueño de Ôshima. Sumerjo todo mi cuerpo… en ella. Llevo unos treinta minutos durmiendo cuando oigo, fuera de la cabaña, el ruido de un cuerpo pesado al caer. Como si las ramas se hubieran roto bajo el peso de algo que sostenían y ese algo se hubiera precipitado al suelo. El ruido me despierta. Me levanto, salgo al porche, lanzo una mirada a mi alrededor, pero no hay nada extraño, al menos hasta donde me alcanza la vista. Quizá sea uno de los enigmáticos sonidos que, de vez en cuando, produce el bosque. O quizá forme parte de mi sueño. No sabría hallar la frontera entre lo uno y lo otro.

Me siento en el porche y permanezco allí leyendo hasta que el sol se pone en el horizonte.

Me preparo una comida sencilla y me la como solo y en silencio. Después de lavar los cacharros me hundo en el viejo sofá y pienso en la señora Saeki.

—Tal como ha dicho Ôshima, la señora Saeki es una mujer muy inteligente. Y tiene su propia personalidad —dice el joven llamado Cuervo.

Se encuentra a mi lado, sentado en el sofá. Como cuando estábamos en el estudio de mi padre.

—Ella es muy distinta a ti —dice.

Ella es muy distinta a ti. La señora Saeki ha pasado, hasta el presente, por todo tipo de situaciones —y no se trata de situaciones que se puedan llamar normales—. Ella sabe muchas cosas que tú no sabes, ella ha experimentado muchas sensaciones que tú todavía no has podido experimentar. Las personas aprenden con el paso de los años a discernir entre lo que es importante y lo que no lo es. Ella ha tomado, a lo largo de su vida, muchas decisiones cruciales y ha podido apreciar las consecuencias de su juicio. Pero tú no. ¿Verdad? Tú, en definitiva, no eres más que un niño cuyas experiencias se circunscriben a un mundo muy pequeño. Te has esforzado mucho en ser fuerte. Y, en efecto, algunas partes de ti lo son. Tengo que reconocerlo. Pero ahora, en estas circunstancias nuevas de este mundo nuevo, tú te encuentras completamente perdido. Porque todas estas cosas las experimentas ahora por primera vez.

Te encuentras perdido. Una de las cosas que no acabas de entender es si las mujeres tienen deseo sexual. En teoría deben de tenerlo, claro. Hasta aquí llegas. Pero no tienes la menor idea ni de cómo surge ni de cómo es en realidad su deseo sexual. El tuyo es fácil de comprender. Es muy simple. Pero sobre el deseo de las mujeres, en especial sobre el de la señora Saeki, no sabes absolutamente nada. Cuando hacíais el amor, ¿sentía ella el mismo placer carnal que tú mismo sentías? ¿O se trataba de algo de una naturaleza muy distinta?

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