—¿Sí? ¿Qué sucede?
—Abuelo, ¿no conocerás por casualidad al hijo del hombre asesinado en Nakano? Dicen que tiene quince años.
—Nakata no conoce al hijo. A los únicos que conoce Nakata, tal como le dije el otro día, son al señor Johnnie Walken y al perro.
—¡Humm! —dijo Hoshino—. Aparte de buscarte a ti, abuelo, la policía está buscando también al hijo. Por lo visto es hijo único y no tiene hermanos. Tampoco tiene madre. El chico se escapó de casa antes del crimen y nadie sabe dónde está.
—¿Ah, sí?
—¡Qué caso tan raro! —exclamó el joven—. Pero la policía seguro que sabe mucho más de lo que dice. Siempre dan la información con cuentagotas. Según el Colonel Sanders, ya saben que estás en Takamatsu. Y también deben de haberse enterado de que vas por ahí con un atractivo joven igualito que yo que te trajo hasta Takamatsu. Pero esa información no se la pasan a los medios de comunicación. Porque si se hiciera público que estamos en Takamatsu, nosotros pondríamos pies en polvorosa. Así que hacen ver que no saben dónde estamos ¡Mala gente!
A las ocho y media, los dos montaron en el Familia estacionado delante del apartamento. Nakata había preparado té y había llenado el termo. Con la arrugada gorra de alpinista de siempre en la cabeza, el paraguas y la bolsa de lona en la mano, se dejó caer en el asiento del copiloto. El joven Hoshino iba a ponerse la gorra de los Chûnichi Dragons, pero, al lanzar una mirada casual al espejo del recibidor, cayó en la cuenta. La policía quizás haya descubierto también que hay un «hombre joven» que lleva una gorra de los Chûnichi Dragons, unas Ray-Ban verdes y una camisa hawaiana. En la prefectura de Kagawa no debía de haber mucha gente que llevara esa gorra, y, si le añadías las Ray-Ban verdes y la camisa hawaiana, componían un retrato muy peculiar. «El Colonel Sanders se dio cuenta. Por eso no me preparó ninguna camisa hawaiana, sino polos azul marino de lo más discreto. ¡El tío está en todo!», pensó. Y dejó las Ray-Ban y la gorra en su cuarto.
—¿Qué? ¿Adónde vamos? —preguntó el joven.
—No importa adónde. Vaya dando vueltas por la ciudad, por favor.
—¿Por cualquier sitio?
—Sí. Por donde usted prefiera. Nakata irá mirando todo el rato por la ventanilla.
—¡Uff! —gruñó Hoshino—. Llevo conduciendo toda la vida y tanto en el Ejército de Autodefensa como después en la empresa de transporte siempre me he sentido seguro en carretera: pero cada vez que agarro el volante es para dirigirme a algún lugar. Directo al objetivo. Es mi costumbre. Nunca me habían dicho nada parecido a: «No importa adónde. Ve a donde quieras». Y es que yo, al oír eso, me siento perdido.
—Mil perdones.
—En fin. Es igual. No tienes por qué disculparte. Haré lo que pueda —dijo el joven Hoshino. E introdujo el CD del
Trío del archiduque
en el estéreo del coche—. Yo iré dando vueltas por la ciudad, por donde me dé la gana, y tú, abuelo, irás mirando por la ventanilla. ¿Va bien así?
—Sí. Perfecto
—Cuando encuentres lo que buscas, pararé el coche. Y entonces la historia tomará un rumbo distinto. ¿Va por ahí la cosa?
—Sí. Quizá sea como usted dice —respondió Nakata.
—¡Ojalá! —dijo el joven Hoshino y extendió el plano de la ciudad sobre sus rodillas.
Los dos empezaron a dar vueltas por la ciudad de Takamatsu. El joven Hoshino iba marcando el plano con un rotulador. Cuando acababan de recorrer una barriada entera y él se había asegurado de no haber dejado ni una sola calle, pasaban a la siguiente barriada. De vez en cuando detenía el coche, tomaba un poco de té, se fumaba un Marlboro. Escuchaba, una y otra vez, el
Trío del archiduque
. A mediodía entraron en una casa de comidas y pidieron arroz con curry.
—Nakata, ¿podrías decirme qué coño estamos buscando? —le preguntó el joven después de la comida.
—Eso, Nakata tampoco lo sabe. Eso…
—Lo sabrás cuando lo veas. Hasta que no lo veas, no lo sabrás.
—Sí. Exactamente.
El joven sacudió la cabeza sin energía.
—Ya conocía la respuesta de antemano. Sólo quería asegurarme.
—Señor Hoshino.
—¿Qué?
—Es posible que tardemos en encontrarlo.
—¡En fin! ¡Qué más da! Una vez que te embarcas en algo, pues llegas hasta el final.
—¿Vamos a subir a un barco ahora? —preguntó Nakata.
—De momento, no —respondió el joven.
A las tres de la tarde entraron en una cafetería y Hoshino se tomó un café. Tras mucho dudar, Nakata pidió leche helada. En aquellos instantes, Hoshino estaba tan exhausto que no tenía ni ganas de abrir la boca. También estaba harto ya del
Trío del archiduque
, cosa que, por otro lado, no era de extrañar. Conducir sin parar dando vueltas casi por el mismo sitio no iba con su carácter. Era aburrido, no podía correr, debía mantenerse continuamente en guardia. De vez en cuando se cruzaban con un coche de la policía, pero Hoshino hacía todo lo posible para que sus miradas no se encontrasen. También evitaba pasar por delante de las comisarías. Por más discreto que fuera aquel Mazda Familia, a la que los vieran demasiadas veces probablemente les pidieran los papeles de identificación. Además tenía que estar más alerta que de costumbre para no topar con otro coche.
Mientras Hoshino conducía estudiando el plano, Nakata miraba hacia fuera sin cambiar de posición, apoyando ambas manos en el borde de la ventanilla como lo haría un niño o un perro bien adiestrado. Realmente parecía estar buscando algo muy en serio. Casi sin intercambiar ni una palabra, ambos se centraron en su labor respectiva hasta el atardecer.
—¿Qué estás buscando? —Mientras conducía, el joven, presa de la desesperación, empezó a cantar una canción de Yôsui Inoue. Y como no se acordaba de la letra, se la inventó.
No, no. Todavía no lo encueeentras.
Pronto la noooche caeraaá.
Hoshino de hambre moriraaá.
Gira y gira, todo me da vueeeltas…
A las seis, los dos volvieron al apartamento.
—Señor Hoshino, mañana continuaremos —dijo Nakata.
—Ya llevamos recorrida una buena parte de la ciudad. Creo que mañana podremos acabar de ver el resto —dijo el joven Hoshino—. Pero hay algo que me gustaría preguntarte.
—¿Sí, señor Hoshino? ¿De qué se trata?
—Pues de que si no encontramos eso en Takamatsu, ¿qué se supone entonces que tendremos que hacer?
Nakata se frotó la cabeza con la palma de la mano.
—Pues si no lo encontramos en la ciudad de Takamatsu, creo que, en ese caso, debemos buscar dentro de un círculo más amplio.
—Ya veo —dijo el joven—. Y si seguimos sin encontrarlo, ¿qué haremos entonces?
—Pues, si seguimos sin encontrarlo, creo que tendremos que ampliar el círculo un poco más —dijo Nakata.
—O sea que, hasta que lo encontremos, debemos ir buscando dentro de un territorio cada vez mayor. ¡Uff! Ya lo dicen: «A la que el perro anda, topa con la estaca».
—Sí. Creo que de eso se trata —dijo Nakata—. Pero oiga, señor Hoshino. Nakata no lo acaba de entender. ¿Cómo es que si el perro anda topa con la estaca? A mí me da la sensación de que si el perro ve que hay una estaca delante de él, pues evitará chocar con ella, ¿no cree?
Al oírlo, Hoshino torció la cabeza.
—Pues, ahora que lo dices, sí. Tienes razón. Nunca había caído. ¿Por qué tendrá que topar el perro con la estaca?
—¡Qué extraño! ¿No?
—¡En fin! Dejémoslo. —dijo Hoshino—. Cuantas más vueltas le demos, más se complicará el asunto. Olvidémonos ahora del perro y de la estaca. Lo que a mí me gustaría saber es hasta dónde tenemos que llegar. Porque, con eso de los círculos cada vez más grandes, al final acabaremos en la prefectura de Ehime o en la de Kôchi.
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Pasará el verano y llegará el invierno.
—Es posible. Pero ¿sabe, señor Hoshino? Sea otoño o invierno, Nakata no puede dejar de buscar. Por supuesto, no puedo contar con su ayuda indefinidamente. Después, Nakata buscará solo.
—Bueno, eso ya se verá… —balbuceó el joven—. Pero si la piedra fuese tan amable de darnos alguna información un poco más detallada… De dónde está eso, más o menos. Con que nos diera una idea
aproximada
bastaría.
—Lo siento mucho, pero es que la piedra es muy callada.
—¡Vaya! Conque la piedra es callada… Sí. Por la pinta que tiene ya me lo imaginaba —dijo Hoshino—. Que sería poco habladora y que no se le daría muy bien la natación. En fin. Da igual. Dejémoslo por hoy. Ahora durmamos largo y tendido y mañana continuaremos buscando.
A la mañana siguiente repitieron lo mismo. Hoshino condujo el coche por la mitad oeste de la ciudad, siguiendo el mismo procedimiento que el día anterior. El mapa de Takamatsu iba llenándose, barriada tras barriada, de marcas amarillas de rotulador. La única diferencia respecto al primer día es que aumentó de forma sensible el número de bostezos del joven. Nakata seguía literalmente pegado a la ventana, buscando algo con expresión seria. Los dos apenas intercambiaron palabra. Hoshino agarraba el volante intentando no llamar la atención de la policía, Nakata proseguía la búsqueda sin desmayo. Pero no logró encontrar nada.
—Hoy estamos a lunes, ¿verdad? —preguntó Nakata.
—Sí. Ayer era domingo, así que hoy es lunes —respondió el joven y medio desesperado, puso la melodía que le apeteció a una letra que se había inventado.
Si hoy estamos a lunes,
seguro que mañana será martes.
Trabajador como una hormiguita,
siempre elegante como una golondrina.
Las chimeneas son altas, rojo es el ocaso.
—Señor Hoshino —dijo Nakata un poco después.
—¿Qué?
—Uno no se cansa nunca de ver cómo trabajan las hormigas, ¿verdad?
—Pues, no. Tienes razón —reconoció el joven.
A mediodía, los dos fueron a un restaurante especializado en anguila y comieron el
unadon
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incluido en el menú del día. A las tres entraron en una cafetería y uno tomó café y el otro té. Antes de las seis de la tarde, el mapa acabó lleno de marcas amarillas y no quedaba ningún rincón de la ciudad que no hubieran recorrido los excelentes y anónimos neumáticos del Mazda Familia. Pero seguían sin encontrar nada.
—¿Qué estás buscando…? —Con voz desmayada, Hoshino volvió a cantar otra canción sin pies ni cabeza—:
No, no. Todavía no lo encueeentras.
Ya nada nos queda por recorreeer.
El culo me empieza a doleeer.
Ya a casa es hora de volveeer… ¡ye, ye!
»Como esto continúe, me voy a convertir en un auténtico letrista de canciones.
—¿De verdad? —preguntó Nakata.
—No, hombre, no. Era sólo una pequeña broma.
Resignados, abandonaron Takamatsu y volvieron al apartamento circulando por la carretera nacional. Sin embargo, Hoshino, distraído en sus propios pensamientos, se saltó un cruce donde debía girar a la izquierda. Luego intentó volver como fuera a la autopista, pero el camino empezó a hacer unos meandros de extraño trazado, la mayoría de calles eran de sentido único y Hoshino acabó por no saber dónde estaba. A la que se dieron cuenta, se encontraron en una zona residencial que no les resultaba familiar. En ella se sucedían hileras de elegantes casas antiguas rodeadas de cercas altas. Las calles estaban extrañamente tranquilas, no se veía un alma.
—Nuestro apartamento no creo que se halle muy lejos, pero no tengo ni idea de dónde estamos ahora. —El joven detuvo el coche en un solar, paró el motor, puso el freno de mano, extendió el mapa. Leyó el nombre de la barriada y los números escritos en el poste de la electricidad, luego los buscó en el plano. Tal vez fuera porque tenía los ojos cansados, pero el caso es que no pudo localizarlos.
—Señor Hoshino —lo llamó Nakata.
—¿Qué?
—Siento distraer su atención, pero ¿podría decirme qué pone en el letrero que cuelga de aquel portal?
Hoshino levantó los ojos del plano, miró hacia donde le señalaba Nakata. Una cerca alta, un portal de estilo antiguo, un gran letrero de madera que colgaba a un lado del portal. La puerta negra estaba firmemente cerrada.
—Biblioteca Conmemorativa Kômura… —leyó el joven—. ¡Qué raro! Una biblioteca en un lugar tan tranquilo, tan apartado como éste. Nadie diría que es una biblioteca. Parece una mansión.
—¿Biblioteca Conmemorativa Kômura?
—Sí. La biblioteca debieron de fundarla en conmemoración de ese tal Kômura. Claro que yo no tengo la menor idea de quién coño era ese tío.
—Señor Hoshino.
—¿Qué? —respondió Hoshino mirando todavía el mapa.
—Es aquí.
—¿Aquí? ¿El qué?
—El lugar que Nakata ha estado buscando hasta ahora.
Hoshino apartó la vista del mapa y miró a Nakata a los ojos. Luego, frunciendo las cejas, dirigió la mirada hacia el portal de la biblioteca. Volvió a leer el cartel despacio. Sacó un Marlboro del paquete, se lo puso entre los labios, le prendió fuego con el encendedor de plástico. Inhaló despacio una bocanada de humo, lo expulsó a través de la ventanilla abierta.
—¿De verdad?
—Sí. Sin ninguna duda.
—El azar es algo pavoroso, ¿no crees?
—Tiene usted toda la razón —asintió Nakata.
Mi segundo día en la montaña transcurre, como siempre, de una manera lenta y continua. El tiempo es casi lo único que diferencia un día del día anterior. Si la meteorología fuera la misma, perdería en un instante la noción del paso del tiempo. Dejaría de poder distinguir el día de hoy del de ayer, el día de hoy del de mañana. El tiempo parecería un barco que, una vez perdida el ancla, vaga a la deriva por la extensa superficie del mar.
Cuento los días. Estamos a martes. Hoy, la señora Saeki —si hay algún visitante, por supuesto— efectuará la pequeña visita guiada por el interior de la biblioteca, igual que siempre. Como el día que crucé por primera vez el portal de la Biblioteca Conmemorativa Kômura. Ella sube las escaleras sobre sus finos tacones. El eco de sus pasos resuena por el interior de la biblioteca. Las medias brillantes, la blusa inmaculada, el pequeño par de perlas en sus orejas, la Montblanc sobre el escritorio. Su sonrisa plácida (aunque proyecte la larga sombra de la resignación). Todo eso queda muy lejos ahora. Nada me parece siquiera real.
En el sofá de la cabaña, aspirando el olor de la tela descolorida, pienso de nuevo en nosotros dos, en la señora Saeki y en mí haciendo el amor. Resigo mis recuerdos, uno tras otro, voy evocando aquellas imágenes. Ella se desnuda despacio. Luego se mete en la cama. Ni que decir tiene que mi pene empieza a ponerse de nuevo en erección. Duro como una roca. Pero ya no me duele como ayer. El enrojecimiento del glande también ha desaparecido.