Ahora me siento vacía al poder recordarlo así, a pleno día, sin derramar lágrimas. Siento que él está infinitamente lejos de mí y que va alejándose aún más.
Me despedí de Urara, tomándomelo medio a broma y, a la vez, sintiendo ilusión por ese «algo» que quizá viera en el río. Urara desapareció por la calle sonriendo.
Pensé que no me importaría hacer el ridículo si acudiera corriendo ilusionada por la mañana temprano y Urara resultara ser una solemne embustera. Hizo aparecer un arco iris en mi corazón. Porque entró un soplo de aire dentro de mí al recordar de nuevo la emoción que sentía antes cuando pensaba en algo inesperado. Tal vez me sintiera bien si, simplemente, miráramos las dos juntas, por la mañana, cómo brillaba la corriente fría del río. Con eso sería suficiente.
Pensaba en esto mientras caminaba con el termo en los brazos. Decidí ir a buscar la bicicleta y entonces, cuando atravesaba la estación, vi a Shu.
Es evidente que las vacaciones de primavera son distintas para los estudiantes de bachillerato y los de universidad. Que estuviera en la calle, a pleno día, sin uniforme, significaba que no había ido a la escuela. Sonreí.
Podía acercarme a él corriendo sin vacilar, pero todo me parecía molesto a causa de la fiebre y me aproximé sin acelerar el paso. Justo entonces, empezó a caminar en la misma dirección que yo, y resultó que, involuntariamente, le fui siguiendo por la calle. Andaba deprisa, y yo, que no me sentía con ánimos para correr, apenas podía alcanzarle.
Observé a Shu. Era un chico atractivo, y casi todo el mundo se giraba para mirarlo cuando llevaba ropa normal. Iba andando, imponente con su jersey negro. Era alto y tenía los brazos y piernas largos. Era ágil y llamaba la atención. Mirando su figura por detrás, pensé: «Si él, que ha perdido a su novia, fuera ahora, de repente, a la escuela con el vestido marinero, las chicas, sabiendo que es un recuerdo de su novia muerta, no lo dejarían en paz». No es frecuente perder a la vez a la novia y al hermano. Es el colmo de lo absurdo. Si yo fuera una alumna ociosa de bachillerato, a lo mejor acabaría queriéndole e intentaría que se sobrepusiera. A las mujeres les gustan este tipo de cosas cuando son muy jóvenes.
Él hubiera sonreído si lo hubiera llamado. Lo sabía. Sin embargo, me sabía mal llamarlo, a él que iba solo por la calle. También me dio la sensación de que nadie podía hacer nada por él. Probablemente yo estaba muy cansada. Tenía los sentidos embotados. Quería huir lo antes posible, hasta ese punto en el que pudiera ver con claridad los recuerdos como simples recuerdos. Pero, por mucho que corriese, la distancia era grande y, al pensar en el futuro, me sentía tan sola que me estremecía.
En aquel momento, Shu se detuvo y yo también lo hice. Pensé sonriendo: «Esto es una verdadera persecución», y empecé a andar con la intención de llamarle al fin…, pero me detuve al darme cuenta de qué era lo que Shu estaba mirando.
Miraba el escaparate de una tienda de artículos de tenis. Por su expresión absorta, supe que, en realidad, estaba mirando sin pensar en nada. Pero cuanto menor era la expresión que mostraba su rostro, más me transmitía la profundidad de sus sentimientos. Pensé: «Parece un grabado». La figura del patito que anda convencido de que es su madre lo que se mueve por primera vez ante sus ojos conmueve a quien lo mira.
Conmueve terriblemente.
Bajo la luz de primavera, entre la multitud, él estaba abstraído, con la mirada fija. Parecía como si, cerca de los artículos de tenis, se sintiera lleno de gratos recuerdos. También a mí me sosegaba estar con Shu porque me recordaba algún aspecto de Hitoshi. Creo que es una cosa triste.
Yo también había visto jugar al tenis a Yumiko. Cuando me la presentaron pensé que, ciertamente, era bonita, pero me pareció una persona muy alegre, normal y tranquila, y no podía adivinar qué era lo que atraía tanto a Shu, un chico poco común, para que estuviese tan enamorado. Era el Shu de siempre, pero algo que había en ella lo fascinaba. Sus capacidades estaban equilibradas. Pregunté a Hitoshi de qué se trataba.
—Dice que es el tenis.
Hitoshi sonrió.
—¿El tenis?
—Sí. Según Shu, es extraordinaria jugando al tenis.
Era verano. Hitoshi, Shu y yo vimos jugar a Yumiko la final en la pista de tenis de la escuela abrasada por el sol. Las sombras se dibujaban con nitidez y yo tenía mucha sed. Era la época en que todo resplandecía.
Era realmente extraordinaria. Se transformaba en otra. Era una persona distinta a la que me seguía sonriente diciendo: «Satsuki, Satsuki». Yo observaba el partido asombrada. Hitoshi también parecía sorprendido. Shu dijo con orgullo:
—¿Verdad que es magnífica?
Ella conducía el partido con vigor, concentrando todas sus fuerzas, y llevó a cabo un juego enérgico y agresivo, sin dar muchas oportunidades a su rival. Realmente era fuerte. Ponía una cara muy seria. Como si estuviese a punto de matar a alguien. Y fue impresionante cuando, tras la última jugada, volvió su cara risueña, la de la Yumiko de siempre que conservaba algo de infantil, hacia Shu en el momento en que conseguía la victoria.
Era divertido estar los cuatro juntos, me gustaba. Yumiko me decía a menudo:
—Satsuki, nos divertiremos juntos siempre, ¿de acuerdo? No os separéis de nosotros.
Y al decirles bromeando:
—Y vosotros, ¿qué?
Se reían y contestaban:
—¡Qué va!
Y éste es el resultado. Es el colmo.
Creo que Shu, en aquel momento, no estaba recordándola a ella como yo recordaba a Hitoshi. Los chicos no buscan el sufrimiento intencionadamente. Pero, sin embargo, sus ojos y su cuerpo sólo decían una palabra. Él no la pronunciaría jamás. Si lo hiciera, sería una palabra amarga. Terriblemente cruel. Era… «Vuelve».
Más que una frase, era una plegaria. Yo no podía soportarlo. ¿También yo estoy así en el río, al amanecer? ¿Por esta razón me llamó Urara? Yo, también…, yo también quiero verlo. Quiero ver a Hitoshi. Quiero que vuelva. Por lo menos, hubiera querido despedirme de él.
Me juré no hablarle de lo que había visto aquel día y me fui sin decir nada, pensando que ya nos veríamos en una ocasión más alegre.
La fiebre me subió mucho. Pensé que era de esperar, por callejear hasta tan tarde a pesar de no encontrarme bien. Mi madre se rió y dijo:
—¿No será la fiebre que tienen los niños cuando empiezan a dar señales de inteligencia
[13]
?
Sonreí desmayadamente. Yo también pensaba lo mismo. Quizá corriera por mi cuerpo el veneno de mis pensamientos de impotencia.
Por la noche, soñé con Hitoshi como de costumbre, y me desperté. Soñé que tenía fiebre e iba corriendo hasta el río. Hitoshi estaba allí. Al verme, se rió y dijo: «¿Qué haces aquí? Estás resfriada».
Éste era el peor sueño que podía tener. Cuando abrí los ojos, ya estaba amaneciendo. Era la hora en que normalmente me levantaba y me vestía. Tenía frío, sencillamente tenía frío. Sentía las manos y los pies cada vez más helados, a pesar de que todo mi cuerpo estaba ardiendo. Me recorrían escalofríos, tiritaba y me dolía todo el cuerpo. Temblando en la oscuridad con los ojos abiertos, sentía que estaba luchando contra algo terriblemente gigantesco. Y, por primera vez desde que nací, pensé con sentimiento que quizá sería vencida.
Haber perdido a Hitoshi era doloroso. Demasiado doloroso.
Cada vez que nos abrazábamos, conocí palabras que no eran palabras. Me extrañaba estar tan cerca de una persona que no fuera yo misma o mis padres. Perdí aquellas manos y aquel pecho, sentí que había tocado la fuerza de la desesperación más profunda que alguien podía encontrar, aquella que nadie querría ver bajo ningún concepto. Me sentía sola. Terriblemente sola. Era el peor momento. Cuando hubiese pasado, cuando llegara la mañana, quizá pudiese hacer algo divertido que me hiciera reír a carcajadas. Si lloviese la luz. Si llegara la mañana.
Siempre, siempre pensaba esto, pero en esa ocasión me sentí miserable, pues no tenía fuerzas para levantarme e ir hasta el río. El tiempo pasaba como si yo masticase arena con impaciencia. Sentí que, si fuera hoy al río, Hitoshi estaría allí como en el sueño. Casi enloquecí. Parecía que iba a pudrirme.
Me levanté despacio y fui a la cocina con la intención de beber té. Tenía la garganta terriblemente seca. Veía toda la casa distorsionada por la fiebre, de una forma totalmente surrealista, y la cocina estaba oscura y fría después de que toda la familia se hubiera ido a la cama. Mareada, me preparé un té caliente y volví a mi habitación.
Después de tomarlo me sentí bastante mejor. Cuando hube apagado mi sed, pude respirar con menos dificultad. Incorporé la parte superior de mi cuerpo y descorrí las cortinas de la ventana que estaba junto al lecho.
Desde mi habitación se veía bien el portal de la casa y el jardín. Las plantas y las flores se mecían en el aire azul y se extendían, con los colores planos, como un panorama. Era bonito. Últimamente, he descubierto que todas las cosas son muy límpidas en el azul del alba. Mientras observaba la escena, vi a una persona que se acercaba por la acera de delante de la casa. Mientras iba aproximándose parpadeé varias veces, creyendo que era un sueño. Era Urara. Llevaba un vestido azul y se acercaba, mirándome sonriente. Se detuvo en el portal y dijo:
—¿Puedo entrar?
Asentí con la cabeza. Atravesó el jardín y se detuvo bajo la ventana. La abrí. El corazón me latía con fuerza.
Dijo:
—¡Qué frío!
Entró aire fresco desde el exterior y me refrescó las mejillas calientes. Era un aire transparente y delicioso.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté.
Sinceramente, me sentía tan contenta como una niña pequeña.
—Vengo de dar el paseo matutino. Parece que tu resfriado va mal. Toma, unas pastillas de vitamina C.
Me mostró una sonrisa transparente, sacó unos caramelos del bolsillo y me los ofreció.
—Gracias por todo —dije con voz ronca.
—Parece que tienes mucha fiebre. ¿Lo estás pasando mal, verdad? —dijo ella.
—Sí. Ni siquiera he podido ir a correr esta mañana —dije.
Tenía ganas de llorar, no sé por qué.
—Eso es por el resfriado —dijo Urara con naturalidad bajando los párpados—. Ahora estás en el peor momento. Puede que sea más duro que la muerte. Pero tal vez no haya otro peor. Porque los límites de una persona no cambian. Quizá vuelvas a enfermar, y puede que te azote de nuevo un resfriado como éste, pero si eres fuerte no volverás a sufrir tanto en toda tu vida. Las cosas son así. Puedes pensar que sería un asco que volviera a ocurrir, pero ¿no crees que sería mejor hacerte a la idea de que las cosas son así? —y me miró sonriendo.
Yo abrí los ojos sin decir nada. ¿Estaría hablando simplemente del resfriado? ¿A qué se referiría?… El azul del amanecer y la fiebre hacían que todo me pareciera borroso, y yo no distinguía bien el límite entre el sueño y la realidad. Mientras Urara hablaba, simplemente tenía los ojos fijos en su flequillo mecido por el viento e iba grabando sus palabras en mi corazón.
—Entonces mañana, ¿eh? —Urara sonrió y cerró la ventana desde fuera, despacio. Salió por el portal con pasos ligeros, como si bailara.
Seguí con la mirada la figura que desaparecía flotando en mi sueño. Me alegré tanto de que viniera, al final de aquella noche penosa, que casi lloré. Hubiera querido decirle: «Estoy muy contenta de que hayas venido como una aparición a través de la neblina azul». Incluso me convencí, sin razón alguna, de que cuando despertara todo sería mejor. Y me volví a dormir.
Cuando me desperté, me di cuenta de que, al menos, el resfriado había mejorado. Ya estaba anocheciendo, había dormido mucho. Me levanté, me duché, me vestí y empecé a secarme el pelo. La fiebre había bajado y, salvo la flojedad que sentía, me encontraba bien.
«¿De verdad ha venido Urara?», pensaba envuelta en el aire caliente mientras me secaba el pelo. Parecía un sueño. «Y aquellas palabras, ¿se referían al resfriado?» Sentía que resonaban en el sueño.
Las sombras poco profundas de la cara que se reflejaba en el espejo me hicieron presentir que vendría de nuevo, como el segundo temblor de un terremoto, una noche cruel. Estaba tan cansada que no quería ni pensar. Estaba exhausta… Pero deseaba atravesar la noche, aunque fuera arrastrándome.
Sin embargo, podía respirar mejor que los días anteriores. Me amargaba la idea de que pronto llegaría una noche solitaria en la que no pudiera siquiera respirar. Sentía pánico al pensar que la vida era esto, una vez tras otra. Sin embargo, la ilusión de que existiría con certeza un momento en el que, de repente, respiraría mejor, me hacía palpitar el corazón de felicidad. A menudo, me hacía sentir feliz.
Cuando lo pensaba, pude esbozar una ligera sonrisa. La fiebre había bajado bruscamente y mis pensamientos eran los de un borracho. Entonces, de repente, alguien llamó a la puerta. Dije: «Pasa», creyendo que era mi madre y me sorprendí cuando la puerta se abrió y apareció Shu. Realmente me sorprendí.
—Tu madre dice que te ha llamado varias veces y que no has contestado —dijo Shu.
—Con el ruido del secador, no la he oído —dije. Me sentía turbada porque tenía el pelo medio mojado y sin peinar.
—He venido a verte porque, cuando he llamado, tu madre me ha dicho que estabas muy resfriada y que le parecía que tenías mucha fiebre.
Shu sonreía sin darle importancia a mi aspecto. Al decir esto, recordé que él antes solía venir a casa con Hitoshi. Los días en que había alguna festividad o de vuelta a casa después de ver un partido de béisbol. Saqué unos almohadones y nos sentamos como siempre. Era yo quien lo había olvidado.
—Es un regalo —Shu sonrió enseñándome una bolsa grande de papel. Era tan amable que me resultó difícil decirle que ya estaba bien; casi me sentí obligada a toser—. Son
sandwiches
de filete de pollo, del Kentucky Fried Chicken, y el sorbete que te gusta a ti. Y Coca-Cola. También hay para mí, podemos comer juntos.
No quería pensar mucho en ello, pero él me trataba como si yo fuera de porcelana. Me avergonzaba al preguntarme a mí misma qué le habría dicho mi madre. Sin embargo, no me encontraba todavía lo bastante bien como para decirle: «¡Qué dices!, pero si ya estoy bien».
Los dos comimos sentados en el suelo y envueltos en el aire cálido de la estufa. Me di cuenta de que tenía mucho apetito y comí con gusto. Me daba la sensación de que, delante de Shu, siempre comía con gusto. Y pensé que esto era magnífico.