—No es nada. Cómetelo mientras esté caliente —sonreí, y se lo señalé con la mano.
Parecía que aún no estaba convencido.
—Sí…, parece bueno —dijo.
Abrió la tapa y empezó a comer el
katsudon
que había preparado cuidadosamente el dueño del restaurante.
Al verlo me animé.
Me pareció que había hecho todo lo posible.
Lo sé. La cristalización brillante de aquellos tiempos felices despertó de repente de su sueño profundo en el fondo de la memoria y nos sacudió. El aire perfumado de aquellos días resucitó y vivió, como un soplo de un viento nuevo.
El recuerdo de otra familia.
Las noches en las que esperábamos a Eriko, entretenidos con videojuegos. Cuando íbamos los tres juntos a comer
okonomiyaki
mientras yo me frotaba los ojos soñolientos. Los cómics divertidos que me pasaba Yûichi cuando estaba atontada después del trabajo. La risa hasta las lágrimas de Eriko al leerlos. El olor a tortilla en la mañana de un domingo despejado. El tacto de la manta con la que alguien me cubría cuando me quedaba dormida en el suelo. Los bajos de la falda y las bonitas piernas de Eriko al pasar, que veía vagamente cuando me despertaba sobresaltada. Aquella noche en que Yûichi la trajo en coche a casa, borracha, y que la llevamos en brazos hasta la habitación… El
matsuri
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de verano, cuando Eriko me ciñó el cinturón del
yukata.
El color de las libélulas rojas que revoloteaban por el cielo del atardecer.
Los recuerdos verdaderamente entrañables viven y brillan. Con el paso del tiempo reviven con angustia.
Comimos juntos tantos días y tantas noches.
Una vez Yûichi dijo:
«¿Por qué me sabrá mejor la comida cuando estoy contigo?».
Yo me reí.
«¿No será que satisfago tu apetito y, de paso, el apetito sexual?», dije.
«No, no, qué va, qué va», dijo Yûichi riéndose a carcajadas.
«Seguramente será porque somos de la familia, por eso».
Y volvió aquella atmósfera alegre que había antes entre los dos, a pesar de la ausencia de Eriko. Yûichi comió el
katsudon
y yo tomé el té. La oscuridad ya no era muerte. Con eso bastaba.
—Bueno, me voy.
Me levanté.
—¿Te vas? —dijo Yûichi sorprendido—. ¿Adónde? ¿De dónde has venido? Dime.
—Sí —le dije, burlona, haciendo un mohín—, te digo. Esta noche es real. —Entonces no pude detenerme—: He venido corriendo desde Izu hasta aquí. Escucha, Yûichi. No quiero perderte. Nosotros, siempre, pese a haber estado muy solos, hemos vivido en un mundo cómodo e irreal. La muerte tiene un peso demasiado grande y a nosotros, que somos jóvenes y no teníamos que conocerla, nos ha aplastado. A partir de ahora, si estamos juntos, quizás acabes viendo lo sucio, lo molesto y lo doloroso, pero, Yûichi, si tú quieres, iremos los dos a algún lugar más alegre y maravilloso. Piénsalo con calma cuando estés mejor. No desaparezcas de esta forma.
Yûichi dejó los palillos y dijo, mirándome fijamente a los ojos:
—No volveré a comer un
katsudon
como éste en mi vida… Estaba buenísimo.
—Sí —sonreí.
—Me he comportado de una manera vergonzosa. La próxima vez que nos veamos, te demostraré que soy un hombre, que soy fuerte.
Yûichi también sonrió.
—¿Partirás un listín de teléfonos ante mis ojos?
—Eso, eso. O levantaré una bicicleta y la arrojaré lejos.
—O empujarás un camión y lo lanzarás contra la pared.
—Eso es una salvajada.
La cara sonriente de Yûichi brillaba, y supe que posiblemente lo había empujado «un poco», aunque no fueran más que unos centímetros.
—Bueno, me voy. El taxi acabará dejándome.
Y me dirigí a la puerta. Me llamó:
—Mikage.
—¿Qué?
Y al volverme:
—Buen viaje —dijo Yûichi.
Sonriendo, le dije adiós con la mano. Esta vez, abrí libremente con la llave, salí por la puerta principal y corrí hacia el taxi.
Cuando llegué al hotel, me arrebujé en el
futon
y, como hacía mucho frío, me dormí, agotada, con la calefacción encendida.
Al despertarme, sobresaltada por el «plis-plas» de las zapatillas en el pasillo y por las voces de los clientes del hotel, el tiempo había cambiado completamente.
Al otro lado del ventanal, toda la superficie del cielo estaba cubierta por nubes grises y pesadas, y había una fuerte ventisca.
Me pareció que lo del día anterior había sido simplemente un sueño. Me levanté aturdida, y encendí la luz.
La nieve bailaba espolvoreando las montañas que se veían, nítidas. La habitación estaba templada, casi caliente, blanca y clara.
Volví a meterme en la cama y me quedé contemplando la amenaza vigorosa y helada de la nieve. Las mejillas me ardían.
Eriko ya no está.
En aquella escena, yo, entonces, ciertamente lo comprendí. Pasara lo que pasara entre Yûichi y yo, por muy largas y hermosas que fueran nuestras vidas, no volveríamos a ver a Eriko.
Las personas andaban con frío a lo largo del río, la nieve, blanca y ligera, empezaba a acumularse encima de los coches, los árboles se mecían esparciendo hojas secas. El color plateado del marco de la ventana brillaba frío.
Poco después sonó jovialmente, al otro lado de la puerta, la voz de la profesora, que venía a despertarme.
—Señorita Sakurai, ¿se ha levantado ya? Nieva, está nevando.
Yo le respondí:
—Sí.
Y me levanté. Me vestí. Tenía que ponerme en acción de nuevo en un día real. Repetir y repetir.
Aquel día recogimos datos sobre la cocina francesa en el Petit Hotel de Shimoda y concluimos el trabajo con una cena de lujo.
Todos se acostaron temprano. Yo, no sé por qué, soy una persona que suele acostarse muy tarde, y me sentí un poco frustrada. Así que, después de que todos se hubieran retirado a su habitación, fui a pasear sola por la playa que estaba delante del hotel.
Me había puesto el abrigo y dos pares de medias, pero hacía tanto frío que casi grité. Compré una lata de café y fui caminando con la lata en el bolsillo. Estaba caliente.
La playa, vista desde el dique era de una oscuridad nebulosamente blanca. Sobre el mar, negrísimo, brillaban de vez en cuando sus crestas de encaje. El viento frío rugía, y, en una noche tan fría que casi me hacía sentir punzadas en la cabeza, bajé por la escalera oscura que conducía a la playa. La arena helada crujía. Fui bordeando el mar mientras bebía el café de la lata.
Cuando miraba el mar inmenso envuelto en la oscuridad, y la enormidad de las rocas que hacían resonar el rugido de las olas, me inundó un sentimiento dulce, extrañamente nostálgico.
«Sin duda, aún encontraré muchas cosas divertidas y muchas cosas penosas en el futuro… incluso si no estuviese Yûichi», pensé en silencio. A lo lejos brillaba la luz del faro. La luz miraba hacia aquí, se alejaba, y abría un camino brillante barriendo las olas.
«Sí, sí», me convencí y, moqueando, volví a la habitación del hotel.
Mientras calentaba agua en la tetera de la habitación, me duché con agua muy caliente, y, cuando sonó el teléfono, ya estaba sentada sobre la cama en pijama. Descolgué, y la telefonista me dijo:
—Hay una llamada para usted. Espere un momento, por favor.
Al otro lado de la ventana, el exterior; abajo, el jardín del hotel, el césped oscuro y después el portal blanco. Más allá, la playa fría y el oleaje negro. Su rugido llegaba hasta la habitación.
—¿Oiga?
La voz de Yûichi irrumpió en la habitación.
—Por fin te encuentro. Me ha costado mucho.
—¿Desde dónde llamas?
Sonreí. Mi corazón empezó a aliviarse poco a poco.
—Desde Tokio —dijo.
Sentí que ésta era la respuesta a todo.
—Hoy es el último día. Mañana volvemos —dije.
—¿Has comido muchas cosas buenas?
—Sí.
Sasbimi,
gambas, carne de jabalí… Hoy, comida francesa. He engordado un poco. Ah, y hablando de comida, he enviado un paquete con
wasabizuke,
tarta de anguilas y té a mi apartamento. Puedes ir a recogerlo.
—¿Por qué no has enviado gambas y
sashimi?
—dijo Yûichi.
—Eso no se puede enviar —dije riendo.
—Bueno, mañana voy a buscarte a la estación, así que tráelo tú misma. ¿A qué hora llegas? —dijo alegre.
La habitación era cálida y el vapor de agua iba llenando toda la estancia. Empecé a decirle el número del andén y la hora de llegada.
Hitoshi llevaba un pequeño cascabel en la funda de la tarjeta del autobús y nunca se separaba de él.
Se lo había regalado yo, sin darle gran importancia, cuando todavía no éramos novios, y lo llevó consigo hasta el final.
Hitoshi y yo íbamos a clases diferentes y nos conocimos al organizar el viaje de segundo curso de bachillerato. Cada clase seguía un itinerario distinto, y por eso sólo hicimos juntos el viaje de ida en el Shinkansen
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. Los dos lamentábamos separarnos, y nos despedimos entre bromas en el andén dándonos la mano. Entonces me acordé de que en el bolsillo del uniforme llevaba un cascabel que se le había caído a mi gato, y se lo ofrecí diciendo:
—Es un regalo de despedida.
Él dijo:
—¿Qué es esto? —y se rió, pero lo recogió delicadamente de la palma de mi mano y lo envolvió con cuidado en el pañuelo. Esta manera de actuar no era nada usual en un chico de su edad, y me sorprendió mucho.
El amor es así.
Quizá lo hizo porque, al habérselo regalado yo, era algo especial, o porque era un chico bien educado que no trataba las cosas de manera descuidada, pero sentí simpatía por él al instante.
Y el cascabel fue un puente hacia nuestros corazones. Durante todo el viaje en el que no pudimos estar juntos, los dos estuvimos pendientes del cascabel. Él, cada vez que sonaba, se acordaba de mí y del tiempo que habíamos pasado juntos; yo, bajo un cielo lejano, pensaba en el tintineo del cascabel y en quien lo tenía. Al volver, empezó un gran amor.
Luego, durante unos cuatro años, el cascabel pasó junto a nosotros todos los días y las noches, todos los acontecimientos. El primer beso, aquella gran pelea, el sol, la lluvia y la nieve, la primera noche, todas las risas y las lágrimas, la música que nos gustaba y la televisión… Estuvimos juntos, compartimos todo el tiempo, y cuando Hitoshi sacaba del bolsillo la funda que usaba como monedero, junto a su mano se oía un tintineo ligero y claro. No se separa de mi oído, es inolvidable, un sonido inolvidable.
Esta sensación, vista ahora, por más que pueda decirlo, es sentimentalismo de niña. Pero lo digo. Tenía esta sensación.
Sinceramente, me había extrañado siempre. Yo, a veces, a pesar de estar mirándolo fijamente, sentía que Hitoshi no estaba allí. Incluso cuando dormía, muchas veces no pude evitar mirar si le latía el corazón, no sé por qué. Cuando él sonreía y su cara brillaba deslumbrante, sin darme cuenta lo miraba con fijeza. La expresión de su rostro y su aspecto daban siempre la sensación de transparencia. Por ello, yo pensaba constantemente por qué tendría esta insegura sensación de fugacidad en el corazón; pero si eso era un presentimiento, ¿presagiaba algo muy angustioso?
Perder al ser amado ha sido la primera experiencia de la que yo llamo, a pesar de tener sólo veinte años, mi larga vida, y me ha hecho sufrir tanto que, a veces, pensaba que dejaría de respirar. Mi corazón, la noche en la que él murió, se fue a otra dimensión, y ya no pudo volver a mí, de ninguna manera. Me era totalmente imposible ver el mundo con los mismos ojos que antes. Mi cabeza flotaba y se sumergía insegura, y la sentía turbia, pesada y sin sosiego. Y lamento que me haya sucedido a mí una de las cosas que a algunas personas no les suceden jamás (ejemplo: un aborto, caer en la prostitución o una enfermedad grave).
Lo sé, aún éramos jóvenes y, además, tal vez no hubiera sido el último amor de nuestras vidas. Sin embargo, Hitoshi y yo experimentamos por primera vez diversos dramas que nacían entre los dos. Mientras sopesábamos la importancia de los diferentes episodios que surgían al relacionarse íntimamente dos personas, conociéndolos uno a uno, construimos cuatro años.
Después de lo ocurrido, puedo decirlo en voz alta: «Dios es imbécil».
Yo amaba a Hitoshi con locura.
Dos meses después de la muerte de Hitoshi, cada mañana me apoyaba en la barandilla del puente que colgaba sobre el río y bebía té caliente. Casi no podía dormir, por eso empecé a hacer
jogging
al amanecer y aquél era el lugar donde daba la vuelta y regresaba.
Dormir por la noche era lo que más temía. Lo peor, el terrible shock que recibía al despertar. Abría los ojos sobresaltada y me asustaba la profunda oscuridad de comprender dónde estaba en realidad. Siempre tenía sueños relacionados con Hitoshi. Dentro de un sueño ligero y penoso, mientras veía y no podía ver a Hitoshi, sabía siempre que ya nunca más podría verlo en la realidad, que sólo era una ilusión.
Por eso, incluso cuando dormía hacía esfuerzos para no despertarme. ¿Cuántas veces habré recibido un amanecer helado, en el que abría los ojos confusa sintiendo una tristeza que casi me hacía vomitar, dando vueltas en la cama, cubierta siempre de un sudor frío? Me sentía arrojada en un tiempo pálido que respira en silencio cuando clarea al otro lado de las cortinas. En aquellos momentos, sentía tanto frío y tanta soledad que pensaba que hubiera sido mejor permanecer dentro del sueño. Era el amanecer de una persona sola que sufría con las reminiscencias de sus sueños sin poder dormir más. Siempre me despertaba al amanecer. Yo, cansada, sin haber dormido apenas, yo, que había empezado a conocer el terror hacia aquellas horas de soledad parecidas a una larga demencia que esperaban la primera luz de la mañana, decidí empezar a correr.
Compré dos conjuntos de chándal caros, compré unas zapatillas de deporte, e incluso compré un pequeño termo de aluminio para llenarlo de algo para beber. Me parece triste equiparse con tanta premeditación, pero pensé que me ayudaría.
Empecé a correr nada más empezar las vacaciones de primavera. Iba hasta el puente y, al volver a casa, lavaba cuidadosamente las ropas y la toalla, lo metía todo en la secadora, y luego ayudaba a mi madre, que estaba ya preparando el desayuno. Después dormía un poco. Éste era mi estilo de vida. Por la noche, me encontraba con mis amigos, veía vídeos y evitaba estar sin hacer nada. Era un esfuerzo vano. La verdad es que no había una sola cosa que me apeteciera hacer. Quería ver a Hitoshi. Pero tenía la sensación de que debía continuar moviendo, a toda costa, mi corazón, mi cuerpo y mis manos. Y quería creer que, si pudiera seguir esforzándome, automáticamente lograría sobreponerme alguna vez. No había ninguna garantía, pero creía que era esencial llegar hasta ese momento. Cuando murieron mi perro y mi pajarito, lo había conseguido más o menos de la misma manera. Pero en este caso no funcionaba. Y los días fueron pasando, marchitándose uno tras otro sin ninguna perspectiva. Yo seguía pensando como si rezara.