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Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (13 page)

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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El niño era su constante deleite. Tenía tres años, y solía formular preguntas que ninguno de los dioses sería capaz de responder. Cuando él quería jugar, O-Toyo dejaba su trabajo para acompañarlo. Cuando él quería reposar, O-Toyo le contaba maravillosas historias, o daba pías respuestas a esas preguntas que indagaban cosas que ningún hombre comprenderá jamás. Al anochecer, en cuanto se encendían las pequeñas lámparas que iluminaban las tablillas sagradas y las imágenes, ella le enseñaba a articular las palabras de las plegarias filiales. Una vez que él se dormía, O-Toyo se acercaba con su costura y contemplaba la tierna paz de su rostro. A veces, el niño sonreía en sueños; y ella sabía que el divino Kwannon jugaba con él en un mundo espectral: entonces murmuraba la invocación budista que apela a esa Doncella “que siempre está atenta a los susurros de la oración”.

A veces, en la estación de los días diáfanos, solía ascender al monte de Dakeyama, llevando al niño a sus espaldas. Éste se deleitaba con tales paseos, no sólo por lo que su madre le enseñaba a ver, sino por cuanto le enseñaba a oír. El escarpado sendero ascendía por huertos y bosquecillos, bordeaba verdes prados y rodeaba extraños peñascos; y había flores en cuyos corazones se ocultaba una historia, y árboles que albergaban un espíritu. Las palomas gritaban “korup-korup”; y las torcaces gemían “owao, owao”; y las cigarras emitían crepitantes susurros.

Todos los que aguardan a los ausentes suelen hacer, si pueden, una peregrinación al pico llamado Dakeyama. Se ve desde cualquier parte de la ciudad, y desde su cima se contemplan varias provincias. Lo corona una roca de forma y altura casi humanas, erguida perpendicularmente; sobre ella, y alrededor de ella, hay cúmulos de guijarros. Y en las cercanías hay un pequeño altar sintoísta consagrado al espíritu de una princesa de antaño. Pues ella deploraba la ausencia del amado, y desde esta montaña solía esperar su llegada; un día desfalleció y se convirtió en piedra. Entonces el pueblo construyó el altar, y quienes añoran a los ausentes aún oran allí por el regreso de sus seres queridos; y, luego de tales plegarias, todos se llevan a casa uno de los guijarros allí acumulados. Y cuando regresa el ser amado, el guijarro debe ser devuelto a su cúmulo en la montaña, junto con otros guijarros, en señal de gratitud y conmemoración.

Siempre ocurría que, antes de que O-Toyo y su pequeño llegaran a casa después de tales peregrinaciones, la oscuridad los rodeaba inadvertidamente; pues era un largo camino, y debían cruzar en bote, tanto a la ida como a la vuelta, los huraños arrozales que rodean la ciudad, una travesía que sólo puede cumplirse con lentitud. A veces los iluminaban las estrellas y las luciérnagas; a veces resplandecía la luna, y O-Toyo, con dulce voz, le cantaba a su niño una canción de cuna de Izumo:

Nono-San,

Pequeña Dama Luna,

¿Qué edad tienes?

“Trece días…

Trece y nueve”.

Aún eres joven,

Y la causa ha de ser

Ese obi rojo y brillante

Ceñido con tanta gracia[
3
],

Y ese cíngulo blanco y bonito

Que rodea tus caderas.

¿Se lo darás al caballo?

“¡Oh, no, no!”

¿Se lo darás a la vaca?

“¡Oh, no, no!”

Y la noche azul elevaba sobre esa húmeda extensión de campos labrados ese suave coro de burbujas que parece la auténtica voz de la tierra, el canto de las ranas. Y O-Toyo interpretaba sus sílabas para el niño:
Mé kayui! Mé kayui!
(“Mis ojos vacilan; me quiero dormir.”)

Eran horas felices.

II

Dos veces en el término de tres días, los amos de la vida y de la muerte, cuyas sendas son un eterno misterio, le desgarraron el corazón. Primero se enteró de que el amado esposo por el que tanto había orado jamás volvería junto a ella, pues había vuelto al polvo del que surgen todas las formas. Y poco después se enteró de que su hijo dormía un sueño tan profundo que el médico chino no podía despertarlo. Vislumbró estos hechos como se vislumbran las formas heridas por el relámpago. Entre un relámpago y otro medió esa absurda oscuridad que trasunta la piedad de los dioses.

Pasó el tiempo; y al fin afrontó un enemigo cuyo nombre es Memoria. Podía exhibir, como antaño, una expresión dulce y sonriente. Mas cuando su enemigo la visitaba, le faltaban las fuerzas. Solía arreglar juguetes y cubrir el suelo de pequeños vestidos, contemplarlos y hablarles, y sonreír en silencio. Pero esa sonrisa inevitablemente culminaba en un sollozo feroz e incontenible; entonces se golpeaba la cabeza contra el suelo, y formulaba a los dioses preguntas sin sentido.

Un día concibió un siniestro consuelo: el rito que la gente denomina
Toritsu-banashi
, la evocación de los muertos. ¿No podría convocar al niño por un breve minuto? Perturbaría su pequeña alma, ¿pero acaso no soportaría él un dolor fugaz por causa de su madre? ¡Claro que sí!

[Para convocar a los muertos uno debe acudir a un sacerdote, budista o sintoísta, que conozca el rito de encantamiento. Y hay que presentarle la tablilla mortuoria, o
ihai
, al sacerdote.

Entonces se llevan a cabo ceremonias de purificación; se encienden velas y se quema incienso ante el
ihai
del muerto; se tributan ofrendas de flores o arroz. Pero, en este caso, el arroz no debe estar cocido.

Y cuando todo está dispuesto, el sacerdote, tomando en la mano izquierda un instrumento con forma de arco, y golpeándolo rápidamente con la mano derecha, clama el nombre del muerto, y repite las palabras:
Kitazo yo! Kitazo yo! Kitazo yo!
, que significa “¡He vuelto!”[
4
]. y, mientras grita, el tono de su voz cambia gradualmente hasta transformarse en la voz de la persona invocada, pues el espíritu del muerto lo penetra.

Entonces el muerto responderá a las rápidas preguntas, pero gritando incesantemente: “¡Pronto, pronto! ¡Pues mi regreso es doloroso y no puedo quedarme mucho tiempo!” Concluidas las respuestas, el espíritu se retira, y el sacerdote cae de bruces, desvanecido.

Aunque no es conveniente invocar a los muertos, pues, al llamarlos, se empeora su condición. Al regresar al submundo, deben ocupar un sitial más bajo que el que tenían.

Hoy, la ley veda estos ritos. Antes servían de consuelo; pero esa ley es bondadosa y justa, pues hay hombres ansiosos de burlarse del hálito divino que albergan los corazones humanos.]

Así sucedió que, una noche, O-Toyo se encontró en un templo a la vera de la ciudad, de rodillas ante el
ihai
de su niño, atenta al rito de encantamiento. Y de pronto, de los labios del sacerdote brotó una voz que ella creyó reconocer —una voz amada sobre todas las cosas—, aunque exánime y lánguida como el llanto del viento.

Y la lánguida voz le gritó:

—¡Pronto, madre, pronto! Larga y oscura es la senda, y no puedo demorarme.

Ella le preguntó con voz trémula:

—¿Por qué debo penar por mi hijo? ¿Cuál es la justicia de los dioses?

Y esto fue lo que le respondieron:

—Oh, madre, no me llores así. Morí sólo para que tú vivieras. Pues era un año de plagas y dolores, y me fue dado saber que ibas a morir; y mediante plegarias me fue concedido ocupar tu sitio[
5
].

»Oh, madre, no me llores. Es impío llorar por los muertos. Su callada senda vadea el Río de las Lágrimas [
Namidako-Kawa
]; cuando lloran las madres, crece el caudal del río; las almas no pueden atravesarlo y deben errar de un lado a otro.

»Por tanto, te imploro que no me llores, oh madre mía. Sólo ofréndame, de vez en cuando, un poco de agua.»

III

A partir de entonces, jamás se la vio llorar. Al igual que antes, cumplía, de modo furtivo y silencioso, con sus deberes de hija.

Transcurrió el tiempo, y su padre pensó en desposarla una vez más. Díjole a la madre:

—Si nuestra hija vuelve a dar a luz, favorecerá su felicidad y la nuestra.

Pero la madre, más sabia, respondió:

—Ella no es desdichada. Es imposible que vuelva a casarse. Se ha transformado en una niña, ignorante de la inquietud y del pecado.

Era cierto que O-Toyo había cesado de conocer el dolor. Había desarrollado una curiosa afición por los objetos minúsculos. Al principio, le había parecido grande la cama, acaso debido al vacío dejado por la pérdida de su hijo; luego, día a día, hubo otras cosas que le parecieron grandes en exceso: la casa, las habitaciones, la alcoba con sus enormes floreros, hasta los utensilios domésticos. Comía el arroz con palillos en miniatura, en escudillas muy pequeñas, como las que usan los niños.

Sus deseos al respecto eran satisfechos con vehemencia; además, era su única extravagancia. Los ancianos constantemente realizaban conciliábulos a causa de su hija. Al fin dijo el padre:

—Para nuestra hija sería doloroso convivir con extraños. Pero somos viejos, y acaso pronto la dejemos. Quizá podamos ponerla a recaudo haciéndola monja. Podríamos edificarle un pequeño templo.

Al día siguiente, la madre le preguntó a O-Toyo:

—¿No te gustaría ser monja y vivir en un templo muy, muy pequeño, con un altar pequeño, y pequeñas imágenes de los Buda? Siempre estaríamos cerca de ti. Si estás de acuerdo, solicitaremos a un sacerdote que te enseñe los sûtras.

O-Toyo asintió, y pidió que le hiciera un vestido de monja extremadamente pequeño.

—Todo puede ser pequeño —dijo la madre—, salvo el vestido de una buena monja, que debe usar un atuendo amplio. Tal como es la ley de Buda.

Así la persuadieron de que usara el mismo atuendo que las otras monjas.

IV

Le edificaron un pequeño
An-dera
, o templo de monja, en un predio desierto donde antes se erguía un templo más grande, llamado
Amida-ji
. El
An-dera
también se llamó
Amida-ji
y fue consagrado a Amida-Nyorai y a otros Budas. Fue provisto con un minúsculo altar y con un mobiliario minúsculo. Había un pequeño ejemplar de los sûtras sobre un pequeño atril, y pequeños biombos y campanas y
kakemono
. O-Toyo vivió allí hasta mucho tiempo después de la muerte de sus padres. La gente la llamaba
Amida-ji no Bikuni
, “La Monja del Templo de Amida”.

A poca distancia del portal se erguía una estatua de Jizo. Este Jizo era un Pizo especial, un protector de los niños enfermos. Siempre había ante él, depositadas en calidad de ofrenda, pequeñas tortas de arroz. Éstas evidenciaban que alguien oraba por un niño enfermo, y el número de tortas de arroz equivalía a la edad en años de ese niño. Era frecuente ver dos o tres tortas, más raro ver siete o diez.
La Amida-ji no Bikuni
cuidaba la estatua, le tributaba incienso y flores que arrancaba del jardín; pues había un pequeño jardín detrás del
An-dera
.

Tras realizar la ronda matinal con el platillo para las limosnas, solía sentarse ante un pequeño telar para hilar tejidos demasiado pequeños para que alguien los usara. Pero había comerciantes que siempre se los compraban, pues conocían su historia; y le regalaban pequeñas copas, ínfimos floreros, curiosos árboles enanos para su jardín.

El mayor placer lo recibía de la compañía de los niños, que jamás le faltaba. La infancia japonesa suele transcurrir en los patios del templo; y muchas infancias felices transcurrieron en el patio del
Amida-ji
. Todas las madres de ese barrio se complacían en llevar a sus niños para que jugasen, pero les advertían que no se rieran de la
Bikuni-San
.

—A veces tiene ciertas rarezas —solían decirles—, pero eso se debe a que tuvo un hijo que murió de pequeño, y su corazón de madre no pudo soportar el dolor. Por tanto, debéis ser buenos y respetuosos con ella.

Eran buenos, pero no eran respetuosos en un sentido reverencial. Eran demasiado sensibles para limitarse a eso. La llamaban siempre “Bikuni-San”, y la saludaban con simpatía; pero, por lo demás, la trataban como a uno de sus iguales. Compartían sus juegos con ella, y ella les servía el té en tazas sumamente pequeñas, y les preparaba pilas de tortas de arroz menores que arvejas, y urdía en su telar vestidos de seda y algodón para las muñecas de las pequeñas. Era como una hermana de sangre.

Jugaban con ella todos los días, hasta que abandonaban los juegos y el templo de Amida para afrontar la amarga faena de la vida, y convertirse en padres o madres de niños a quienes enviaban a jugar en lugar de ellos. Éstos amaron a la
Bikuni-San
tal como la habían amado sus padres. Y la
Bikuni-San
vivió para jugar con los hijos de los hijos de los hijos de quienes recordaban la construcción de su templo.

La gente se cuidaba de que ella no padeciera necesidades. Siempre le daban más de lo que quería. Esto le permitía ser casi tan generosa con los niños como hubiese deseado, y criar, otra extravagancia, animales minúsculos. Las aves anidaban en el templo y se alimentaban de su mano, y aprendieron a no pararse sobre las cabezas de los Budas.

Pocos días después de su funeral, una multitud de niños irrumpió en mi casa. Una pequeña de nueve años habló en nombre de todos ellos:

—Señor, venimos a pedir algo para la
Bikuni-San
que murió. Le han erigido una gran
hakaka
[lápida]. Es una
haka
bonita. Pero queremos ofrecerle también una
haka
muy, muy pequeña, porque cuando estaba con nosotros decía a menudo que le habría gustado una
haka
muy pequeña. Y el cantero nos prometió prepararla y hacerla muy bonita, si podemos llevarle dinero. Quizás usted pueda hacer una honorable contribución.

—Por cierto —dije yo—. Pero ahora no tendréis donde jugar.

La niña respondió con una sonrisa:

—Aún podemos jugar en el patio del templo de Amida. Ella está enterrada allí. Nos oirá jugar y será feliz.

[
1
] De
Kokoro
, Boston, 1896
(N. del T.)

[
2
] Semejante refrigerio, ofrendado al espíritu del ausente que uno ama, se llama
Kagé-zen
, literalmente, “bandeja de la sombra”. La palabra
zen
también se emplea para designar la comida que se sirve en la bandeja lacada, que tiene pies, como una mesa en miniatura. De modo que la expresión “Banquete de la sombra” sería la traducción más adecuada de
Kagé-zen (N. del A.)

[
3
] Porque el
obi
(guirnalda de colores brillantes) sólo puede ser usado por los niños
(N. del A.)

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