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Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (15 page)

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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»Entretanto —continuó Kogi—, observad lo que hacen Suké y sus hermanos. Comprobad si, tal como digo, celebran un banquete.

Entonces un acólito partió de inmediato a la casa de Taira no Suké, y descubrió con asombro que Suké y su hermano Juro, con el sirviente de ambos, Kamori, celebraban un banquete, tal como Kogi había dicho. Pero, al recibir el mensaje, los tres dejaron en el acto el pescado y el vino, y se dirigieron al templo. Kogi, echado sobre el sillón al que lo habían trasladado, los recibió con una sonrisa de bienvenida; y, tras el intercambio de amables saludos, le dijo a Suké:

—Ahora, amigo mío, respóndeme por favor a algunas preguntas que quiero formularte. Ante todo, te ruego que me digas si hoy le compraste un pescado al pescador Bunshi.

—Pues sí, en efecto —respondió Suké—, ¿pero cómo lo supiste?

—Aguarda un momento —dijo el sacerdote—. Ese pescador hoy entró en tu casa, con un pescado de tres pies de largo en su cesta: fue a primeras horas de la tarde, poco después de que tú y Juro comenzarais una partida de
go;
y Kamori estaba observando la partida y comiendo un durazno, ¿no es verdad?

—Es verdad —exclamaron al unísono Suké y Kamori, con creciente asombro.

—Y cuando Kamori vio ese enorme pescado —prosiguió Kogi—, en el acto quiso comprarlo; y, además de pagar por el precio del pescado, le dio a Bunshi algunos duraznos, en una fuente, y tres copas de vino. Entonces llamaron al cocinero, que vino y contempló el pescado con admiración; y luego, a una orden vuestra, lo cortó en rodajas y lo preparó para el banquete… ¿No fue todo tal como he dicho?

—Sí —respondió Suké—, pero mucho nos sorprende que sepas todo lo que hoy ocurrió en nuestra casa. Por favor, dinos cómo lo supiste.

—Vamos, pues, a mi historia —dijo el sacerdote—. Sabéis que casi todos me creyeron muerto; vosotros mismos concurristeis a mi ceremonia fúnebre. Pero yo no creo que hace tres días estuviera gravemente enfermo: sólo recuerdo que sentía cierta debilidad y mucho calor, y que deseaba salir a tomar aire fresco. Y creí levantarme de la cama, con gran esfuerzo, y salir con ayuda de un bastón… Acaso esto haya sido imaginación mía, mas pronto juzgaréis la verdad por vosotros mismos: os referiré todo tal como pareció suceder… Apenas salí de la casa, esa atmósfera rutilante me infundió cierta ligereza, me sentí como un ave que abandona el nido o la jaula que lo apresaba. Di vueltas hasta llegar al lago, y el agua se veía tan hermosa y azul que sentí grandes deseos de nadar. Me quité las ropas, me zambullí, y me puse a nadar, sorprendiéndome de que lo hiciera con tal destreza y rapidez, pues antes de enfermar fui siempre mal nadador… Acaso pensáis que sólo os relato un sueño sin importancia, pero escuchad. Siempre intrigado por esta habilidad nueva para mí, vi muchos peces que nadaban debajo y alrededor de mí, y reflexioné que, por buen nadador que sea un hombre, jamás gozará bajo el agua como los peces. En ese preciso instante, un pez enorme asomó la cabeza sobre la superficie, justo frente a mí, y me habló con voz de hombre, diciendo:

—No es difícil satisfacer tu deseo. Aguarda un momento, te lo ruego.

El pez se sumergió y desapareció de mi vista; aguardé. Pocos minutos después, emergió del fondo del lago un hombre que montaba a lomos de ese mismo pez que me había hablado, y que lucía el tocado y las ropas ceremoniales de un príncipe; y el hombre me dijo:

—Vengo a ti con un mensaje del Rey-Dragón, quien sabe de tu deseo de gozar por un tiempo breve de la condición de pez. Y como has salvado la vida de muchos peces, y siempre has demostrado compasión hacia las criaturas vivientes, el Dios te confiere el atuendo de la Carpa Dorada, para que puedas disfrutar de los placeres del Mundo del Agua. Mas debes guardarte de no comer peces, ni comida alguna preparada con peces, por mucho que te tiente su aroma; y también debes cuidarte de no caer en manos de los pescadores ni de infligir ningún daño a tu cuerpo.

Con estas palabras, el mensajero y su pez se zambulleron y desapareciendo en las aguas profundas. Me miré a mí mismo, y advertí que todo mi cuerpo estaba cubierto de escamas que relucían como el oro, y que tenía aletas… advertí que, en efecto, me habían transformado en una Carpa Dorada. Entonces supe que podía nadar adonde quisiera.

Luego creí alejarme a nado y visitar muchos sitios hermosos. [Aquí, en el relato original, se intercalan algunos versos que describen las Ocho Famosas Atracciones del Lago de Omi,
Omi-Hakkei
.] A veces, me bastaba contemplar los destellos del sol que danzaban sobre el agua azul, o admirar el hermoso reflejo de árboles y colinas en las tersas superficies resguardadas del viento, para sentir delectación… Recuerdo especialmente la costa de una isla (Okitsushima o Chikubushima) que se reflejaba en el agua como un muro rojo… A veces me acercaba tanto a la costa que veía los rostros y oía las voces de los caminantes; a veces me dormía en el agua hasta que me sorprendía el rumor de unos remos que se acercaban. Por la noche, la luna iluminaba plácidos paisajes, aunque más de una vez me atemorizó la proximidad de las antorchas de los botes pequeños de Katasé. Cuando empeoraba el tiempo, iba muy, muy hondo (hasta mil pies de profundidad) y jugaba en el fondo del lago. Pero, a los dos o tres días de este gozoso vagabundeo, empecé a sentir hambre, y regresé hacia estos parajes con la esperanza de hallar algún alimento. En ese preciso instante estaba pescando el pescador Bunshi, y yo me acerqué al anzuelo que éste había arrojado al agua. Había en él una preparación de pescado que despedía un aroma agradable. En ese momento recordé la advertencia del Rey-Dragón y me alejé a nado, diciéndome ‘Por ninguna circunstancia he de comer nada que contenga pescado; soy un discípulo del Buda’. Poco después, empero, mi hambre se volvió tan intensa que no pude resistir la tentación; y nadé hacia el anzuelo, pensando: ‘Aun si Bunshi me atrapara, no me haría daño, pues es un viejo amigo mío’. No pude arrancar la carnada del anzuelo, y ese aroma entrañable me impacientó; al fin lo engullí todo de un trago. En cuanto lo hice, Bunshi tiró del sedal y me atrapó. Le grité:

—¿Qué haces? ¡Me lastimas!

Pero él no pareció oírme, y de inmediato maniató mis mandíbulas con una cuerda. Luego me arrojó a su cesta y me llevó a vuestra casa. Cuando abrieron la cesta, vi que tú y Juro jugabais al
go
en la habitación que da al sur, y que Kamori te observaba, comiendo un durazno. Entonces todos os acercasteis a la galería para contemplarme, y os regocijasteis al ver un pez tan enorme. Clamé, tan alto como pude:

—¡No soy un pez! ¡Soy Kogi! ¡Kogi el sacerdote! ¡Dejadme volver al templo, por favor!

Pero todos daban palmadas de satisfacción, y no prestaban atención a mis palabras. Entonces vuestro cocinero me llevó a la cocina y me arrojó con violencia sobre una tabla, donde había un cuchillo de formidable filo. Me aferró con la mano izquierda, y con la derecha tomó el cuchillo. Yo le grité:

—¡Cómo puedes matarme con tal crueldad! ¡Soy un discípulo del Buda! ¡Auxilio, auxilio!

Pero en ese instante sentí que el cuchillo me laceraba… ¡un dolor atroz! Y entonces desperté, súbitamente, y me encontré aquí, en el templo.

Cuando el sacerdote completó su relato, los hermanos manifestaron gran asombro; díjole Suké:

—Ahora recuerdo que advertí que las mandíbulas del pez se movían constantemente mientras lo mirábamos: pero no escuché ninguna voz… Enviaré un sirviente a la casa para que arroje al lago los restos de ese pez.

Kogi no tardó en recobrarse de su enfermedad, y vivió para pintar muchos cuadros. Cuéntase que, mucho después de su muerte, algunos de sus cuadros de peces cayeron accidentalmente al lago y que las imágenes, desprendiéndose en el acto de la seda o el papel donde estaban pintadas, se alejaron a nado.

[
1
] De la colección de relatos titulada
Ugetsu Monogatari (N. del A.)
. En
A Japanese Miscellany (N. del T.)

[
2
] La ciudad de Otsu se yergue a orillas del gran Lago de Omi, habitualmente conocido como Lago Biwa, y el Templo de Miidera está situado en un monte que se alza junto al lago. Miidera fue fundado en el siglo VII, pero ha sido reconstruido varias veces: la estructura actual data de fines del siglo XVII
(N. del A.)

LA HISTORIA DE KWASHIN KOJI [
1
]

En el periodo de Tenshô[
2
], vivía en uno de los distritos del norte de Kyôto un anciano a quien la gente llamaba Kwashin Koji. Lucía una larga barba blanca, y siempre vestía como un sacerdote sintoísta; pero se ganaba la vida exhibiendo pinturas budistas y predicando la doctrina budista. Solía ir, cada vez que el tiempo era propicio, a los jardines del templo Gion, y colgaba de algún árbol un amplio
kakémono
en el que figuraban los suplicios de los diversos infiernos. Este
kakémono
estaba pintado con tal exactitud que todo lo que representaba parecía real; y el anciano solía dirigirse a cuantos se congregaban para contemplarlo, y explicarles la Ley de la Causa y el Efecto, señalando con una vara búdica (
nyoi
), que siempre llevaba consigo, cada detalle de los diferentes tormentos, exhortándolos a seguir las enseñanzas del Buda. Grupos multitudinarios se congregaban para ver el cuadro y escuchar las prédicas del anciano; y a veces, la estera que éste tendía en el suelo para recibir las contribuciones quedaba oculta por un cúmulo de monedas.

Oda Nobunaga era a la sazón gobernador de Kyôto y de las provincias vecinas. Uno de sus servidores, Arakawa, estando de visita en el templo de Gion, vio la pintura allí expuesta y luego procedió a comentarla en palacio. La descripción de Arakawa despertó el interés de Nobunaga, quien dio orden de que Kwashin Koji se presentara en el acto con su pintura.

Cuando Nobunaga vio el
kakémono
no pudo ocultar su asombro ante la vivacidad de la obra: los demonios y los espíritus atormentados parecían palpitar ante sus ojos, sus aullidos parecían audibles, y la sangre allí representada parecía fluir con tal fuerza que Nobunaga no pudo evitar rozar la tela con el dedo para comprobar si no estaba mojada. Pero el dedo no se manchó, pues el papel estaba perfectamente seco. Cada vez más atónito, Nobunaga preguntó quién había ejecutado ese cuadro maravilloso. Kwashin Koji respondió que era obra del famoso Oguri Sotan[
3
], quien la había pintado tras realizar durante cien días un cotidiano rito de purificación, practicar severas austeridades, y rogar fervorosamente al divino Kwannon del Templo Kiyomidzu que lo inspirara.

Al advertir la codicia que el
kakémono
despertaba en Nobunaga, Arakawa le preguntó a Kwashin Koji si estaba dispuesto a “ofrecérsela” al señor en calidad de presente. Pero el anciano respondió con audacia:

—Esta pintura es el único objeto de valor que poseo, y mostrándosela a la gente puedo hacer un poco de dinero. Si se la regalara al señor, me privaría de mi único medio de manutención. Sin embargo, si el señor ansía poseerla, págueme por ella la suma de cien
ryo
de oro. Con esa suma, podría iniciar algún negocio fructífero. De lo contrario, me veré obligado a conservar la pintura.

Nobunaga no pareció satisfecho con tal respuesta; guardó silencio. Arakawa, entonces, susurró algo al oído del señor, que hizo un gesto aprobatorio; y Kwashin Koji fue despedido con un pequeño presente en dinero.

Mas cuando el anciano abandonó el palacio, Arakawa lo siguió en secreto, dispuesto a adueñarse del cuadro por medios deshonestos. Su oportunidad no tardó en presentarse, pues Kwashin Koji tomó un camino que conducía directamente a las colinas de las afueras. Al llegar a un paraje solitario al pie de las colinas, en que el camino viraba con brusquedad, fue sorprendido por Arakawa, que le dijo:

—¿Cómo te atreviste a pedir cien
ryo
de oro por ese cuadro? En lugar de cien
ryo
de oro, ahora te daré una pieza de acero de tres pies de largo.

Arakawa desenvainó la espada, mató al anciano y se llevó el cuadro.

Al día siguiente, Arakawa le entregó el
kakémono
—aún cubierto por la envoltura que le había hecho Kwashin Koji antes de salir del palacio— a Oda Nobunaga, quien ordenó que lo colgasen ante él. Pero, una vez expuesto el cuadro, tanto Nobunaga como su servidor quedaron atónitos al descubrir que no había pintura alguna… sólo una superficie desierta. Arakawa fue incapaz de explicar cómo había desaparecido la pintura original; y como era culpable —mediante su voluntad o sin ella— de haber engañado a su amo, se decidió castigarlo. De modo que fue condenado a un prolongado periodo de cárcel.

No bien hubo cumplido su condena, Arakawa se enteró de que Kwashin Koji exhibía el famoso cuadro en los jardines del Templo Kitano. Arakawa no podía dar crédito a sus oídos, pero tal información le infundió la vaga esperanza de apoderarse de un modo u otro del
kakémono
, y de tal forma redimir su falta. Por tanto, reunió en el acto a algunos de sus secuaces y se encaminó al templo; pero en cuanto llegó, le dijeron que Kwashin Koji se había ido.

Varios días más tarde, informáronle a Arakawa que Kwashin Koji exhibía el cuadro en el Templo Kiyomidzu, mientras predicaba ante la multitud. Arakawa se apresuró a ir a Kiyomidzu, pero sólo llegó para ver que la multitud se dispersaba, pues que Kwashin Koji había desaparecido una vez más.

Al fin sucedió que, un día, Arakawa, de modo imprevisto, vio a que Kwashin Koji en una taberna, y lo capturó de inmediato. El anciano se rió de buena gana al verse apresado, diciendo:

—Iré contigo, pero por favor espera a que beba un poco de vino.

Arakawa no opuso objeciones a este pedido; y Kwashin entonces bebió, para asombro de los presentes, doce tazones de vino. Sólo al beber el último se declaró satisfecho; Arakawa ordenó que lo sujetaran con una cuerda y lo condujeran a la residencia de Nobunaga.

En el patio del palacio, Kwashin Koji fue examinado sin demora por el Primer Oficial y recibió una severa reprimenda. El Primer Oficial le dijo al fin:

—Es evidente que has engañado a la gente mediante prácticas mágicas; basta esa ofensa para acarrearte duros castigos. Sin embargo, si con todo respeto le ofreces ese cuadro al señor Nobunaga, pasaremos por alto tu culpa esta vez. De lo contrario, recibirás un castigo sin atenuantes.

Ante tal amenaza, Kwashin Koji se rió con estrépito y exclamó:

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