Read La Antorcha Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (26 page)

BOOK: La Antorcha
8.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En cierta ocasión, cuando una de las muchachas narraba su último sueño, lleno de detalles eróticos, que Casandra consideró producto de su imaginación, le dijo:

—Si tanto sueñas, Esiria, con yacer con un hombre, ¿por qué no llamas a tu padre y le pides que te encuentre un marido? ¿No puedes hallar además otra cosa en que ocupar tus pensamientos y de lo que sea más útil hablar?

—Lo que te pasa es que estás celosa porqué el dios no quiere yacer contigo ni siquiera en un sueño —replicó Esiria—. Y si él lo quisiera, ¿tratarías de negarte? Un extraño escalofrío recorrió a Casandra. —Si quisiera yacer conmigo —declaró—, intentaría asegurarme de que en verdad era el dios y no algún hombre lujurioso, propicio a engañar a una mujer estúpida y crédula o a una muchacha romántica. Sé que hay hombres en este templo que no dudarían en aprovecharse así de alguien. ¿O crees que los sacerdotes son eunucos porque hayan aceptado el voto de castidad?

Esiria no dijo más, y Casandra tampoco; pero al día siguiente, cuando las mujeres acudieron a sacar agua del pozo, buscó a Filida y le pidió que le dejase ver a su hijo. Como cualquier madre, la joven (porque no tenía aún la edad de Casandra) se mostró dispuesta a mostrarle a su niño.

Era, sin duda, muy guapo, con grandes ojos azules y rasgados, y cabellos rubios y rizados que hacían fácil creer la paternidad del Señor del Sol. Casandra lo admiró y lo besó. Luego preguntó a Filida con un tono adecuadamente temeroso:

—¿Cómo supiste que era el dios quien acudía a ti? —Al principio no lo supe —respondió la muchacha—. Creí que era un hombre con la máscara del dios e intenté gritar para llamar a una de las tutoras. Pero luego... ¿Has oído alguna vez la voz del dios, hija de Príamo?

Casandra sintió una opresión en la garganta, al recordar la voz.

—Oí... —Pero no pudo continuar.

—Entonces, si te sucede, lo sabrás —dijo Filida de un modo abrupto.

Casandra miró al bebé de nuevo.

—Qué guapo es. ¿Me lo dejas un momento? —le pidió. —Claro que sí.

El niño se había quedado dormido aunque su boca, como una rosa a medio abrir, se aferraba aún al pecho de la madre. Filida lo separó y lo puso en brazos de Casandra. Se agitó y gimió pero ella lo acunó un poco, como había visto hacer a su madre, y el niño se calló. Su peso, húmedo y suave, era diferente a todo lo que hasta entonces hubiera sentido. Incluso entre las amazonas jamás tuvo en brazos a un niño tan pequeño. Se inclinó, acercándose a él, y tocó su suave piel con los labios: el tacto era exactamente igual que el de los pétalos de una rosa.

Un inmenso júbilo se apoderó de ella durante un momento; luego tuvo la impresión de que el sol se cubría con una nube y que la envolvía un viento frío, aunque se hallaba sentada en el cálido y luminoso patio, bajo un sol que casi abrasaba y había extendido su velo sobre el bebé para que el sol no dañase sus ojos o quemara su piel. Reconoció la negrura de la visión e, inmóvil, aguardó lo que no podía evitar.

En su esencia era sufrimiento y pesar. De algún modo se había deslizado a través del tiempo y supo que habían transcurrido los años desde aquel sereno instante: el niño que yacía contra su pecho era suyo. Su cabecita era morena y rizada, e incluso cuando un extraño impulso de felicidad brotó de ella, quedó enturbiado por la desesperación, el recuerdo de este mismo momento y una reacción de ira. La visión adquirió tal fuerza que, por un instante, se sintió paralizada; luego supo de nuevo dónde se encontraba. Una vez más había conseguido impedir que la ahogaran las oscuras aguas.

Cuando devolvió el bebé a los brazos de su madre advirtió en los ojos de Filida, muy abiertos e infantiles, algo semejante al terror.

—Parecías tan lejana y extraña, Casandra. Dicen que puedes escrutar en el futuro, ¿qué viste para mi hijo? —le preguntó.

Y como Casandra callaba, volvió a preguntarle.

—¿No habrás lanzado una maldición sobre mi niño?

—No, no, claro que no, pequeña —respondió Casandra.

—¿Lo bendecirás entonces, hija de Príamo?

Casandra hubiera deseado tranquilizarla y, dentro de sí misma, pugnó por llegar hasta la diosa, para tomar de ella el poder de bendecir. Mas, por el contrario, se oyó decir:

—Ay, no puede haber bendición para cualquier hijo de Troya nacido en este infausto año; pero quizás Apolo, su padre, pueda bendecirle aunque a mí me sea imposible.

Se levantó rápidamente y se alejó, seguida por los ojos de una Filida muda y angustiada.

Unos días más tarde llegó un doméstico con regalos para el templo, enviados por la casa del rey Príamo, y un mensaje para Casandra.

—Tu padre y tu madre quieren que acudas a tu casa para asistir a la boda de tu hermana Creusa —le dijo.

—Tendré que solicitar permiso —contestó Casandra.

El permiso le fue otorgado sin problemas, quizá con demasiada facilidad. Casandra sabía que no habría sucedido así en el caso de cualquier otra de las sacerdotisas jóvenes y realmente hubiera deseado que la trataran como a ellas. Pero no podía culpar a los sacerdotes y a las sacerdotisas de que no quisieran ofender al rey de Troya. Sólo insistieron en que, puesto que no era todavía una verdadera sacerdotisa sino que se hallaba en su año de prueba, si deseaba pasar la noche en casa de su padre tenía que ser debidamente acompañada y escoltada por una sacerdotisa mayor. —En tus manos está el poder de conferir ese favor, hija de Príamo. ¿A quién elegirás para acompañarte? —le dijeron.

Casandra no era del todo ignorante respecto a esa clase de intrigas cortesanas; fuera cual fuese la elegida, las demás se sentirían desdeñadas. Optando por una elección que nadie pudiese censurar o envidiar, eligió a Caris que había sido la primera en darle la bienvenida a la casa del dios.

Vistió una de las indumentarias más alegres entre los pocos y sencillos trajes de que disponía y, con su acompañante al lado, cruzó las calles, seguida tan sólo por una de las servidoras del templo.

Caris, que tantos años había vivido en la casa del Señor del Sol, se sintió impresionada cuando se acercaron a la gran ciudadela de Príamo y apenas pronunció una palabra.

Casandra también callaba porque había observado desde las alturas y visto de nuevo las negras naves en el puerto, sin saber si realmente estaban allí o si habrían de llegar algún día.

Cuando penetraron en el patio exterior, Hécuba salió a recibirlas. Casandra se inclinó para abrazar a su madre. Hécuba era una mujer alta pero ahora Casandra la superaba en estatura.

—¡No puedes seguir creciendo más! —exclamó su madre al elevar la mirada hacia su rostro—. ¡Eres más alta, Casandra, que la mayoría de los guerreros! No es posible que a un hombre le guste tenerte cerca...

—¿Qué importa eso, madre? Como no voy a casarme sino que pienso vivir en la casa del dios...

—Cosa que yo nunca aceptaré —dijo Hécuba, con energía—. Quiero ver a tus hijos antes de morir.

Pero nunca los verás, supo de repente Casandra. Con el recuerdo del instante en que tuvo contra sí al hijo de Filida llegó la dolorosa certeza, la amargura, la desesperación, de que antes que pudiera mecer a sus nietos, los ojos de Hécuba se habrían cerrado para siempre.

—No hablemos de eso, madre. Si quieres una boda, ya tienes a Creusa para casarla. Y Polixena es mayor que yo y aún está soltera. Hállale un marido y no te preocupes por mí. Háblame ahora del prometido de Creusa.

—Va a casarse con Eneas, hijo de Anquises —dijo Hécuba—. Es tan apuesto que se le considera verdadero hijo de Afrodita, la nacida de la espuma del mar.

—Diosa de la que nada sé —afirmó Casandra antes de recordar a la más hermosa en el sueño de Paris, la diosa del amor y de la belleza—. Pero si su padre afirma ser el amante de Afrodita, creo que las diosas se hallarán irritadas con él. He de conocer a esa maravilla de hombre.

—Creusa está encantada con él y lo mismo le sucede a tu padre —manifestó Hécuba—. Y en mi juventud yo me habría alegrado de tener un marido semejante. Por favor, no trates de profetizar desgracias en esta boda; impresiona mucho a la gente.

¿Piensa acaso que profetizo por placer?, se dijo Casandra súbitamente irritada. Pero su madre parecía tan preocupada que su rabia se esfumó.

—Desde luego trataré de no ver desastres, si los dioses son benévolos —le dijo, besándola—. Puede que incluso sea capaz de predecir algo bueno.

—Que los dioses lo permitan —murmuró Hécuba piadosamente—. Bien, entremos hija. Te he echado mucho de menos.

Tras haber pasado una luna en la casa del Señor del Sol todo en el palacio le pareció más pequeño y estridente, pero querido y familiar. Andrómaca, que vestía para la ceremonia un lujoso traje teñido de rojo, se apresuró a ir a su encuentro. Su embarazo era ya más que evidente y avanzaba con el paso típico de una mujer en su estado, inclinando el cuerpo hacia atrás para equilibrar el peso. Casandra, al pensar en la hija de Imandra, se sintió entristecida, pero Andrómaca la abrazó llena de júbilo.

—¡Cuánto me alegra verte! ¡Tengo ganas de que te cases, de que vuelvas al palacio para que podamos estar juntas! ¡Fíjate, dentro tan sólo de otra luna, tendré a mi hijo en los brazos!

—¿Dónde está Enone? ¿Acaso no debería hallarse contigo? Entre los invitados a una boda, una mujer embarazada es quien mayor fortuna trae.

—Concluyó su embarazo —dijo Andrómaca—. ¿No lo sabías? Hace cuatro días que dio a luz un hijo de Paris y aún sigue en el lecho. La pobre pasó un mal parto. Tu madre dice que es tan menuda que debería haberlo pensado mejor antes de tener un hijo. Pero cuando le pregunté cómo podría haberlo evitado, no me lo dijo. Afirma que a Héctor no le gustaría. Enone ha llamado a su hijo Corito... Así que si Creusa quiere contar en su boda con una embarazada tendrá que conformarse conmigo.

—Creusa es afortunada, teniéndote entre sus invitadas —manifestó Casandra.

Andrómaca sonrió como un gatito lamiendo crema.

—Confío en que ella piense lo mismo —dijo.

—Voy a ver a Enone —anunció Casandra.

Andrómaca la cogió de la mano y la condujo escalera arriba.

—Mejor será que no vayas —opinó—. Se ha mostrado muy extraña en los últimos días. Cuando iba a verla, no me hablaba. Dice que yo era enemiga de su marido porque Héctor le ha enviado lejos.

Fueron a la sala donde las mujeres vestían a la novia. Era una bella estancia con los murales cretenses de los bailarines taurinos.

—Pero ésta es una de las habitaciones que mi madre cedió a Enone —comentó.

—No quiso quedarse aquí —explicó Andrómaca—. Afirmó que no deseaba tener el mar ante sí durante todo el día, puesto que la separaba de Paris; así que insistió en trasladarse a una sala del otro lado del palacio desde donde se divisa el monte Ida, el lugar del que procede. Pero no te preocupes por eso ahora; ven a ayudar a vestir a la novia.

De abajo llegaban las voces de los hombres que bebían y brindaban por la boda.

Estaban cubriendo a Creusa con un velo bordado. Lo apartó de su rostro y se adelantó para saludar a Andrómaca con una reverencia; luego abrazó con frialdad a Casandra.

—Bienvenida, hermana —dijo.

No era hija de Hécuba sino de la más importante de las concubinas de Príamo. Estrictamente hablando, la etiqueta palaciega prescribía que fuese Casandra la primera que se refiriese al vínculo fraternal, pero en aquel momento no le preocupaba mantener el protocolo. Devolvió el abrazo a Creusa, con cordialidad.

—Que la Madre Tierra y los Resplandecientes te bendigan, hermana —le deseó.

—¿Puedes ver en mí buena fortuna, Casandra, puesto que eres profetisa?

—Lo sabré cuando vea a tu marido —replicó Casandra, sin comprometerse.

—Cuando le hayas visto, creo que me envidiarás —afirmó Creusa.

Casandra sonrió.

—Desde luego espero que así sea, hermana. Mi madre me ha dicho cuan apuesto es.

—Y también es rico y príncipe en su país —afirmó Creusa—. Con seguridad que ninguna mujer puede ser más afortunada que yo.

—No digas tales cosas, no sea que provoques los celos de los inmortales —la reprendió Caris—. Recuerda el destino de la mujer que se jactó de que su hilado era tan fino como el de Palas Atenea. ¡Palas Atenea la convirtió en araña, condenada a hilar para siempre lo que barrerían de sus casas todas las mujeres!

—Vamos, vamos —intervino Andrómaca que era la principal dama de honor de la novia—. Acabemos pronto de vestirla o los hombres estarán borrachos cuando llegue. Casandra, tus dedos son muy ágiles, ¿quieres ponerle las flores en el pelo?

Casandra formó rápidamente una corona con las flores y la sujetó en la cabeza de Creusa.

—Ya está dispuesta. Acompañémosla abajo.

Tomándola de las manos, las mujeres rodearon a la novia, sujetándola al bajar la escalera para que no tropezase y empezara su matrimonio con un paso en falso, el peor de los presagios.

Alzaron sus voces para entonar el más antiguo de los epitalamios, el consagrado a la Madre Tierra, y Casandra se sintió invadida por tanto júbilo y alegría como si fuese su propia boda. Por una vez, pensó, puedo sentirme tan despreocupada como cualquier muchacha. Fue consciente de que las demás no la veían como a una de ellas. ¿Cuál era la diferencia? Mas en esta ocasión tenía una respuesta a esa dolorosa sensación de diversidad. Soy una sacerdotisa y es preciso que no sea como las otras; basta con que de alguna manera logre aparentarlo.

Se hallaban en el umbral de la sala del banquete, cuando oyeron un grito de sorpresa y bienvenida.

—¡Odiseo, viejo tramposo! —exclamó Príamo—. ¡Qué bien sabes escoger el momento de llegar para probar nuestro mejor vino de boda! ¡Ven y bebe, querido amigo!

Casandra tendió la mano y retuvo a Creusa.

—Deja que nuestro padre reciba primero a su invitado.

—¡No quiero en mi boda a ese viejo pirata! —dijo Creusa hoscamente.

—He oído hablar durante toda mi vida de sus historias —murmuró Andrómaca—. Ha llegado navegando más lejos que Jasón y sabe muchos relatos de viajeros. Visitó a mi madre en Colquis y le regaló un peine de nácar que, según dijo, había recibido de una sirena.

—Tal vez te ha traído también un regalo de boda, Creusa —sugirió Casandra—. En cualquier caso, hasta los dioses se deben mostrar hospitalarios. Entremos.

Entonó el primer versículo del himno a la Doncella, siempre cantado en las bodas, y las otras muchachas la siguieron. Príamo alzó los ojos y les hizo una señal para que se acercaran. Casandra vio a un apuesto joven, alto y esbelto, de rizados y brillantes cabellos castaños y con algunas oscuras pecas que adornaban su cara. Por la fastuosa túnica de púrpura que vestía, supuso que debía de tratarse del novio. En aquel momento se aproximaba al trono un hombre de mediana edad, bajo y fornido, de pelo muy rizado, rostro curtido por la intemperie y nariz aguileña, con profundos ojos azules que parecían escrutar inmensas distancias. Imaginó, incluso antes de advertir los signos de reconocimiento en los ojos de Andrómaca, que aquél debía ser el famoso marino y pirata, Odiseo, viejo amigo de su padre.

BOOK: La Antorcha
8.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Flirting with Disaster by Catori, Ava, Rigal, Olivia
Beautiful Boy by David Sheff
Who's 'Bout to Bounce? by Deborah Gregory
One Fiery Night by Em Petrova
Cuba Blue by Robert W. Walker
Pagewalker by C. Mahood
Canada by Richard Ford