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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (31 page)

BOOK: La Antorcha
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—Caris me dijo que eres la segunda hija del rey Príamo y de su reina. Vienes pues de noble cuna y eres tan bella como Afrodita. ¿Por qué sirves aquí, en el santuario, cuando cada príncipe y noble de esta costa y por el Sur hasta Creta te habrá pedido en matrimonio?

—Oh, no tantos ni mucho menos —contestó ella, riendo con nerviosismo—. El Señor del Sol me llamó a su servicio cuando era más pequeña de lo que es ahora tu hija.

Él se mostró escéptico.

—¿Te llamó? ¿Cómo?

—Eres un sacerdote. Con seguridad te habrá hablado —dijo Casandra.

—Nunca tuve tal fortuna —respondió él—. Creo que los inmortales sólo le hablan a los grandes. Mi madre, que era pobre, me consagró a los dioses cuando mi hermano mayor se salvó de las fiebres que asolaron Micenas hace ya bastantes años. Pensó que hacía un buen trato; mi hermano era un guerrero y yo, según dijo, para nada valía.

—Eso no fue justo —declaró Casandra con vehemencia—. Un hijo no es un esclavo.

—Oh, me presté de buena gana —afirmó Crises—. Me faltaban cualidades para convertirme en guerrero.

Casandra rió brevemente.

—Es extraño, con seguridad eres más fuerte que yo, que fui durante cierto tiempo guerrera con las amazonas.

—He oído hablar de esas mujeres —afirmó Crises—. Y me dijeron también que mataban a sus amantes y a sus hijos varones.

—Eso es falso —respondió ella—. Pero allí los hombres viven separados de las mujeres. A los niños varones se les envía con sus padres tan pronto como son destetados.

—¿Y tenías entonces un amante, bella amazona?

—No —contestó quedamente—. Como ya te dije, soy una virgen consagrada al Señor del Sol.

—Es triste que una mujer tan bella se haga vieja sin ser amada.

—No tienes por qué apiadarte de mí. Me siento feliz de no tener amante.

—Por eso me entristezco —dijo Crises—, Eres una princesa bella y amable, como lo prueba tu comportamiento con mi hija. Sin embargo vives sola aquí, dedicas tu tiempo a esos infelices solicitantes y sirves como pudiera hacerlo una doncella de baja cuna...

Súbitamente la atrajo hacia sí y la besó. Sorprendida, trató de apartarle, pero él la retuvo con tanta fuerza que no pudo escapar. Su boca se sintió sorprendida del calor de sus labios.

—No pretendo deshonrarte —murmuró él—. Sería tu amante o tu marido si tú quisieras.

Casandra se apartó frenéticamente y huyó de allí, corriendo por las escaleras como perseguida por demonios. Su corazón latía con fuerza y percibía en sus oídos el sonido de su propia sangre. En la estancia de Filida halló a Criseida que mecía al bebé y le cantaba con voz tenue y agradable. Filida dormía, pero se incorporó en cuanto entró en la habitación.

Casandra había estado dispuesta a contarle todo lo sucedido. Pero al ver a Criseida pensó: Si me quejo de él, lo echarán; y entonces esta niña se hallará de nuevo al albur de los caminos.

—Me duele la cabeza a causa del sol, Filida —se limitó a decir—. ¿Quieres encargarte de mis obligaciones esta tarde y llevar las ofrendas al santuario mientras cuido del niño? Puedo enviar a alguien a buscarte cuando necesite mamar.

Filida accedió de buen grado, afirmando que estaba cansada de permanecer dentro de la casa con el niño y que, en cualquier caso, ya era tiempo de destetarle. Cuando se hubo marchado, Casandra puso al niño a la luz del sol, para que jugara y se sentó a reflexionar sobre lo que le había sucedido.

Comprendió que se había dejado llevar estúpidamente del pánico, puesto que ningún sacerdote de Apolo la habría violado en el santuario del dios.

Era seguro que no pretendió causarle ningún mal. No sintió la repugnancia que experimentó cuando aquel salvaje trató de violarla en la época en que formaba parte del grupo de las amazonas. Si no hubiese escapado, ¿qué habría dicho o hecho él?, Su deseo no era matarlo, pero ¿habría llevado él las cosas demasiado lejos?

En realidad no quería saberlo. Le agradaba Crises y no experimentaba una auténtica furia, sólo una sensación de desamparo. No lo hizo por ella. Sintió dentro de sí la ascensión de las negras aguas y supo que lo ocurrido tampoco era lo que la diosa deseaba para ella.

Durante varios días, Casandra consiguió sustraerse a la obligación de recoger las ofrendas; pero supo por otros que Crises estaba ganando popularidad entre los demás sacerdotes y sacerdotisas. No sólo se hallaba familiarizado con el manejo secreto de las abejas y con el arte de extraer la miel (aunque a ella le habían dicho que en Creta esa tarea estaba vedada a los hombres y permitida sólo a determinadas sacerdotisas), sino que también dominaba muchas de las artes conocidas en Creta y en Egipto.

—Ha viajado hasta Egipto —le reveló Caris—. Allí ha aprendido el arte de hacer signos de cálculo y ha dicho que lo enseñará a quien desee conocerlo. Eso simplificará mucho nuestras cuentas, de modo que podremos saber en un instante lo que hay en los almacenes sin contar siquiera las tarjas.

Otros le hablaron de su cordialidad, de las numerosas narraciones de sus viajes y de su cariño por su hija; así que empezó a sentir que se había comportado como una tonta. El día en que retornó a sus obligaciones ordinarias, penetró en el santuario y encontró allí a Crises dispuesto a trabajar con ella, le dio vergüenza levantar los ojos hasta él.

—Me complace volver a verte, Casandra. ¿Aún sigues enojada conmigo?

Algo en su voz fortaleció su resolución, diciéndole que al menos no había imaginado lo sucedido entre ellos. ¿Por qué tengo que sentirme avergonzada de mirarle a la cara? Nada malo he hecho. Si alguien cometió una trasgresión fue él y no yo.

—No te guardo rencor. Pero te ruego que no vuelvas a tocarme jamás —dijo.

Se sintió molesta consigo misma porque había hablado como si estuviese pidiendo un favor y no imponiendo su derecho a rechazar unas caricias indeseadas.

—No tengo palabras para decirte cuánto lamento haberte ofendido —enfatizó Crises.

—No hay necesidad de disculpas; no volvamos a hablar de eso —dijo Casandra, apartándose con nerviosismo.

—No —contestó él—. No puedo dejar las cosas como están. Sé que no te merezco; soy sólo un pobre sacerdote y tú la hija de un rey.

—No se trata de tal cosa —afirmó ella—. He jurado no pertenecer a ningún hombre, no ser más que del dios.

Crises se echó a reír. Fue una risa breve y amarga.

—Él nunca te reclamará ni se mostrará celoso.

—Por lo que a eso se refiere, no sería yo la primera...

—Oh, Casandra —la interrumpió, riendo—. ¡Te creo inocente pero a ciencia cierta no lo bastante para dar crédito a esos viejos cuentos!

—No hablemos de tales cuestiones. Pero si es verdad o falsedad que el dios puede reclamar lo que es suyo, no es a ti a quien corresponde decidirlo.

—No digas eso —suplicó—. Jamás en toda mi vida he deseado a una mujer como a ti te deseo, ni creí que la desearía de esta forma hasta que te vi aquí.

—Te creo si así lo dices —asintió Casandra—. Pero aunque sea cierto, no vuelvas a hablarme de ello.

Él inclinó la cabeza.

—Como quieras —dijo—. Ni por todo el mundo te ofendería, princesa; estoy en deuda contigo por la amabilidad que has mostrado con mi hija. Sin embargo, pienso que Afrodita, la dueña del deseo, me ha impulsado a amarte.

—Una diosa como ésa sólo transmite la locura a los hombres y a las mujeres. Jamás amaría a un hombre porque ella me lo ordenase. Yo pertenezco al Señor del Sol. Y no digas más, si no deseas ofenderme.

—Está bien —dijo Crises—. Sólo digo que si niegas el poder a Aquella a quien deben servir todas las mujeres, puede que te castigue.

Esa nueva diosa creada por los hombres, pensó Casandra, para excusar su propia lascivia; no creo en su poder. Luego recordó su sueño pero se encogió de hombros. Lo he tenido demasiado tiempo en mi mente, es como soñar con el trueno cuando se oye la lluvia sobre el tejado.

—Hay adoradores en el templo y hemos de recoger las ofrendas. ¿Me enseñarás ese nuevo método de llevar la cuenta por escrito? He visto las escrituras de Egipto pero son muy complicadas. Una vez, hace años, un anciano que había vivido allí, me explicó que los escribas egipcios deben estudiar toda la vida para aprenderlo.

—Así es —contestó Crises—. Pero los sacerdotes de Egipto tienen una escritura más simple que no resulta difícil de aprender, y el estilo cretense es más sencillo aún porque cada marca no es una imagen o una idea, como sucede en las tumbas de los reyes, sino un sonido, así que puede ser empleado en cualquier lengua.

—¡Qué inteligente! ¿Quién es el dios o el gran hombre que creó ese sistema?

—Lo ignoro —dijo Crises—. Más dicen que el Hermes Olímpico, el dios mensajero que viaja en alas del pensamiento, es el patrón de la escritura.

Extrajo sus tablillas y sus tarjas.

—Te mostraré los signos más simples y cómo escribirlos; luego pueden copiarse en tablas de arcilla, para que cuando se sequen quede una anotación que nunca desaparecerá ni dependerá de la memoria de ningún hombre.

Casandra aprendió en muy poco tiempo. Fue como si algo dentro de ella clamase por ese nuevo conocimiento y lo absorbió como la tierra a la lluvia tras una larga sequía. Aprendió tan bien la escritura cretense que amenazó con llegar a ser más rápida que Crises; entonces, él insistió en que no debía aprender más.

—Es por tu propio bien —dijo—. En Creta ninguna mujer, ni siquiera la reina, puede aprender esta escritura. Los dioses ordenaron que a las mujeres no se les enseñen tales cosas porque dañarían sus mentes, secarían sus vientres y el mundo se tornaría estéril por completo. Cuando se agotan los manantiales sagrados, el mundo padece sed.

—Eso es una estupidez —protestó Casandra—. A mí no me ha dañado.

—¿Cómo puedes saberlo? Ya me has rechazado a mí, y a cualquier amante, ¿acaso no es eso un insulto a la diosa y un signo de que rechazas la feminidad?

—Así que me niegas eso en venganza por no haberte aceptado.

Él pareció ofenderse.

—No me has rechazado sólo a mí, sino también al gran poder de la naturaleza que determinó que la mujer estuviese hecha para el hombre. Sólo las mujeres poseen ese poder sagrado y maravilloso de concebir...

A Casandra le pareció tan ridículo que no consiguió evitar la risa.

—¿Tratas de decirme que antes de que los dioses y las diosas dieran a los hombres sabiduría e instrucción, los hombres podían parir hijos y que al varón se le negó ese poder porque creaba otras cosas? Hasta las amazonas están mejor enteradas. Hacen todo género de cosas vedadas a las mujeres de aquí y sin embargo también paren hijos. —Hijas —dijo él desdeñosamente. —Muchas amazonas han dado a luz hijos hermosos. —Me han dicho que las amazonas matan a sus hijos varones.

—No, les envían a sus padres. Y conocen todas las artes que en tribus de costumbres diferentes se hallan reservadas a los hombres. Por tanto, si a las mujeres de Creta no se les permite leer, nada tiene que ver eso conmigo. No estamos en Creta.

—Una mujer no debería ser capaz de razonar así —protestó Crises—. La vida de la mente destruye la vida del cuerpo.

—Eres más tonto de lo que creía —le replicó Casandra—. Si eso fuese cierto, sería aún más importante mantener a los hombres en la ignorancia para no destruir su capacidad de guerrear. ¿Acaso son eunucos entonces todos los sacerdotes de Creta?

—Piensas demasiado —afirmó Crises tristemente—. Eso te destruirá como mujer.

Los ojos de Casandra relucieron de malicia.

—¿Y me salvaría de tan horrible destino si me entregase a ti? Eres desde luego muy amable, amigo mío, y yo soy muy ingrata por no haber apreciado el gran sacrificio que estás dispuesto a hacer por mí.

—No te burles de estos misterios —dijo Crises, en tono serio—. ¿No crees que, si el dios ha puesto ese deseo en mi corazón es orden suya que te haga mía?

Alzando las cejas con desdén, Casandra contestó:

—Desde el comienzo de los tiempos cada seductor ha hablado de ese modo, y cada madre enseña a su hija a no escuchar tan falsas tonterías. ¿Le dirías a tu propia hija que si algún hombre la desea es deber suyo entregarse?

—Mi hija nada tiene que ver con esto.

—Tu hija tiene todo que ver; mi conducta ha de ser un modelo de su virtud. ¿Querrías que estuviese dispuesta a entregarse al primer hombre que afirmara desearla?

—Desde luego no, pero...

—Entonces eres un hipócrita además de estúpido y mentiroso —declaró Casandra—. Hubo un tiempo en que me agradaste, Crises. No completes la obra de destrucción de toda mi buena voluntad respecto de ti.

Se apartó de él y salió del santuario. Durante todo el tiempo en que habían trabajado juntos no había dejado de importunarla un solo día. Ya no lo soportaría más. Acudiría a Caris, o al sumo sacerdote, y le diría que no iba a trabajar más con Crises, porque él no dejaba de intentar algo que ella no podía permitir.

Resultaría más fácil abandonar el templo. ¿Pero debo dejar que un hombre como ése me aparte de mi camino?

Anochecía. Tratando de aliviar su exasperación, descendió por la colina hacia el recinto donde se albergaban las sacerdotisas. Cuando estaba próxima al edificio, la inquietó un leve ruido. Se volvió y vio dos figuras fundidas en las sombras. Impulsivamente se acercó, y el hombre echó a correr hasta perderse de vista. Casandra no lo había reconocido ni en realidad le importaba. La segunda figura era otra cuestión; Casandra se movió con celeridad y cogió por el brazo a Criseida.

El vestido de la muchacha estaba sucio y desordenado. Su boca se hallaba dilatada e hinchada, su rostro enrojecido y soñoliento. Atónita, Casandra pensó: ¡Pero si es una niña! Sin embargo era evidente lo que habían estado haciendo y que, sin duda, la muchacha había participado voluntariamente.

Hoscamente Criseida se arregló el vestido y se frotó su brazo contra la cara. Casandra estalló al fin.

—¡Desvergonzada! ¿Cómo te has atrevido? ¡Eres una virgen de Apolo!

Retadora, la niña masculló:

—No me mires de ese modo, solterona agria y estéril. ¿Cómo te atreves a censurarme cuando a ti ningún hombre te desea?

—¿Qué cómo me atrevo? —repitió Casandra.

¡Y porque me preocupaba por ella oculté la ofensa de su padre! No hay necesidad de discurrir para saber como ha llegado a esto.

—Pienses lo que pienses de mí, Criseida, de lo que ahora se trata no es de mi conducta sino de la tuya —dijo, con serenidad—. Eso está prohibido a las vírgenes de aquí. Buscaste refugio en el templo del Señor del Sol, y debes por tanto obedecer las reglas que rigen sobre sus doncellas.

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