De la península Ibérica, Adriano saltó a tierras africanas, llamado por una rebelión de las tribus de Mauritania; de ahí pasó a Egipto, donde realizó un viaje por el Nilo en compañía de su amante Antinoo, asunto que preocupó gravemente a sus asesores. El largo periplo llegó a inquietar al Senado romano, que no paraba de preguntarse a qué se debía tanta pasión viajera. Por desgracia o no, aquel joven murió ahogado en aguas egipcias. Quién sabe si hubiese llegado a ser emperador de Roma, dado el amor que Adriano le profesó.
Sea como fuere, el César hispano, una vez de regreso a Roma, se entregó por completo a la tarea de remodelar el aparato estatal de gobierno. Sus medidas fueron en general bien recibidas y con ello se alivió la congestión burocrática del gobierno. Prohibió los sacrificios humanos y que los amos mataran a sus esclavos. Concedió subvenciones a miles de agricultores que cultivaron tierras baldías.
En 132, los judíos de Palestina se levantaron en armas dirigidos por Bar Kochba y Eleazar. Adriano envió al experimentado general Julio Severo, que se puso al frente de las legiones para sofocar la rebelión. El resultado no pudo ser más sangriento, con 200.000 judíos muertos y otros tantos represaliados.
Finalmente, la hidropesía se apoderó del cuerpo de Adriano en el año 138. Aquel hombre guapo, robusto y con pelo y barba rubios y rizados, comenzó a hincharse y a padecer frecuentes hemorragias nasales. El dolor se hizo tan agudo que Adriano llegó a pedir la muerte. Finalmente ésta se produjo en la estación termal de Baya, muy cerca de Nápoles, en julio de ese mismo año.
Adriano fue uno de los mejores emperadores romanos. Su pasión por la cultura y por la grandeza de la civilización quedó reflejada en magnas obras de construcción y en brillantes escritos elaborados por intelectuales que habían sido favorecidos por su mecenazgo.
Sus restos fueron enterrados cerca del río Tíber, en un mausoleo conocido actualmente como Castel Sant-Angelo. Le sucedió Antonino Pío, quien supo ser digno heredero de su antecesor.
El último de los emperadores con raíz hispana fue Teodosio, quien, curiosamente, sería también el último Augusto que se vio unido al tambaleante Imperio romano.
Teodosio nació en Couca (Coca, Segovia) en 346, hijo del general Flavio Teodosio, que fue ejecutado en África al ser acusado de traición. El joven Teodosio se había curtido como militar en Britania, luchando al lado de su padre; una vez muerto éste, se retiró a Hispania, lugar donde recibió la llamada del emperador de Occidente Graciano, para que asumiera el trono del Imperio Oriental tras la muerte del emperador Valente en la batalla de Adrianápolis, librada contra los visigodos en 378.
Nuestro personaje asumió el gobierno en 379, desarrolló una eficaz gestión de los territorios orientales y combatió a los hunos, alanos y godos. Con estos últimos negoció su incorporación al Imperio como federados, concediéndoles ricos territorios libres de impuestos en los que establecerse. Este gesto contribuyó a una relativa paz con los pueblos bárbaros, lo que frenó en casi un siglo la inevitable caída de todo el Imperio romano.
El asesinato del emperador Graciano trajo como consecuencia que muchos jefes provinciales se creyeran con derecho a ocupar el poder en Roma. Teodosio tuvo que hacer de árbitro en algunas contiendas, hasta que finalmente asumió la dirección de las dos partes en las que se había fraccionado el trémulo Imperio. Esto ocurrió en el año 394, pero el sueño de ver unida la otrora poderosa potencia sólo duró unos meses, ya que Teodosio falleció en Milán el 17 de enero de 395. Le sucedieron sus hijos: Honorio en Occidente y Arcadio en Oriente.
Teodosio el Grande se distinguió por su ferviente fe católica; luchó con tenacidad insospechada contra los movimientos religiosos considerados herejes por él, como era el caso de la antigua religión romana o del arrianismo que había inundado a las tribus bárbaras. Con su muerte se desvanecieron las esperanzas de Roma, y en los ochenta años siguientes el declive condujo inexorablemente a la desaparición de una civilización que había perdurado más de mil años.
En el caso de Hispania, tan sólo catorce años después de la desaparición de Teodosio las tribus de suevos, vándalos y alanos irrumpieron en el paisaje imperial sin ninguna oposición, ya que la península Ibérica estaba desprovista de legiones desde hacía mucho tiempo.
En 409, los bárbaros se adueñaron de la vieja Hispania. Cinco años después llegarían los visigodos para desalojar a sus frates germanos y hacerse con las riendas de la Península. Pero, queridos amigos, esa apasionante «aventura de los godos» quedará reflejada en otro libro. Por el momento, Hispania dormiría el sueño de 627 años de historia junto a Roma.
Hechos destacados en la Hispania imperial
18 a.C. Salen de Hispania las Legiones V Alanda y VIII Hispana con destino a Germania.
10 a.C. Sale de Hispania la Legión II Augusta con destino a Germania.
4 a.C. Nace en Corduba Lucio Anneo Séneca.
20 Se construye el acueducto de Segovia.
39 Sale de Hispania la Legión IV Macedónica.
63 Sale de Hispania la Legión X Gemina con destino a la frontera danubiana.
65 Suicidio de Séneca por orden del emperador Nerón.
69 La provincia Mauritana es incorporada a la Bética.
70 Sale de Hispania la Legión I Adjutrix.
74-75 La Legión VII se establece en Regio (León).
98 El hispano Trajano es proclamado emperador.
117 El hispano Adriano sucede a Trajano como César del Imperio romano.
122 Adriano visita Hispania.
170-171 Sublevaciones en Lusitania. Tribus norteafricanas atacan la provincia Bética.
180 Fin de la
Pax Romana
.
202 Persecución de cristianos en la península Ibérica.
210 Se concede la ciudadanía romana a los habitantes libres de Hispania.
258 Tarraco es destruida por bandas de francos y alamanes.
283 Rebeliones bagaudas en Hispania.
284 Nueva división geográfica de Hispania: Bética, Lusitania, Tarraconense, Gallaecia, Cartaginense y Mauritania Tingitana.
310 Constantino ocupa Hispania.
345 Nace Prisciliano.
360 Baleárica, nueva provincia de Roma.
379 El hispano Teodosio es elegido emperador romano de Oriente.
380 Concilio de Cesar Augusta: Hispania pertenece a la prefectura de las Galias.
394 Teodosio el Grande, emperador de Oriente y Occidente.
395 División definitiva en dos del Imperio romano.
409 Hispania es invadida por suevos, vándalos y alanos. Fin de la presencia romana en la Península.
476 Fin del Imperio Romano.
Durante los más de seis siglos de permanencia romana en la península Ibérica, las legiones actuaron como la herramienta demoledora y eficaz que se esperaba. La República y el Imperio se sustentaron gracias a la fuerza de su maquinaria bélica: un legionario en su tiempo de servicio se entrenaba, luchaba, vivía o moría siendo fiel al ejército más organizado y multitudinario del mundo antiguo. Las guerras de Hispania serían el escenario adecuado para que las curtidas legiones romanas brillaran con luz propia.
La grandeza de Roma no se explica sin el poder de sus legiones. El ejército romano, en sus etapas monárquica, republicana e imperial, siempre mantuvo un nivel óptimo a la hora de entregar a su patria las mejores posibilidades que allanaran el camino de la política conquistadora en diferentes territorios. Dada su idiosincrasia, Roma nunca atacó primero a ningún enemigo. Más bien, aunque resulte paradójico en el imperio más violento de la historia, todas sus guerras se realizaron para mejor defensa de aquella ciudad destinada a iluminar a las demás de su época.
La legión fue, por tanto, el instrumento propicio para exportar las ideas civilizadoras de la metrópoli latina; su adiestramiento, eficacia y convicción asombraron a propios y ajenos en un tiempo de oscuridad y barbarie.
Durante más de mil años los ejércitos legionarios se esparcieron por millones de kilómetros cuadrados, explorando, combatiendo y conquistando los confines conocidos e ignotos. Fueron vanguardia de aquella civilización y, en el caso concreto de Hispania, el arma decisiva que logró completar la anexión total de nuestra península, facilitando a la postre una espléndida romanización.
Hispania contempló cómo a lo largo de dos siglos decenas de legiones se paseaban por su geografía. Desde 218 a.C., cuando llegaron las dos primeras legiones al mando de Cneo Escipión, hasta su capítulo final en nuestro territorio, encarnado en la VII Legión Gemina —unidad que dio nombre a la ciudad de León gracias al acuartelamiento que sirvió para alojarla—, las legiones nos ofrecieron episodios de todo carácter y condición: masacres y genocidios, batallas épicas, conquistas fulminantes y, sobre todo, el impulso de una colonización progresiva debido al constante asentamiento en colonias, ciudades y campos de veteranos licenciados tras las campañas bélicas que se iban produciendo en aquellas centurias de presencia inicial.
Bueno será, por tanto, que repasemos en algunas páginas aspectos definitorios de la historia legionaria: su evolución desde la Roma primigenia pasando por la etapa aristocrática, así como los cambios esenciales sufridos durante la República y el Imperio. Estos datos nos ayudarán a entender mejor la peripecia del ejército romano en una de las conquistas más difíciles que tuvo que asumir; no en vano Hispania fue la provincia en la que la resistencia desplegada por las tribus aborígenes duró más tiempo y sometió a las legiones a una de sus pruebas más exigentes.
Roma fue en origen un reducido grupo de aldeas hechas de adobe y paja; no se explica pues su arrolladora expansión sin un ejército fuerte, organizado y motivado. El nombre
legio
derivaba del término
legere
, que significaba «la leva», o del verbo
lego
, «elegir». Lo cierto es que en los albores de Roma la legión era en sí misma la totalidad del ejército romano. Este contingente original estaría conformado por ciudadanos patricios provenientes de las tres tribus o curias más antiguas del Imperio romano. De ese modo, ramnes, tities y luceres nutrieron a la legión en sus primeros momentos de vida. Cada tribu estaba obligada a ceder 1.000 infantes y 100 jinetes distribuidos en diez curias; por tanto, la legión primitiva vendría a estar integrada por 3.000 infantes y 300 caballeros.
En el siglo VI a.C., la monarquía romana introdujo algunos cambios que mejoraron ostensiblemente la organización militar del país; se conservó el nombre de legión, aunque se disolvieron los vínculos patricios con el ejército en favor de los lazos económicos, que potenciaban la participación en la milicia de los más adinerados y no de los más nobles. Según parece fue el rey etrusco Servio Tulio el artífice de unas medidas por las cuales las clases acomodadas pasaban a ser las auténticas sustentadoras del ejército romano, el cual quedó distribuido en tres secciones: la primera con los ciudadanos más ricos y capacitados para mantener caballo e impedimenta, éstos conformarían la caballería; la segunda estaría formada por ciudadanos menos opulentos, que integrarían la infantería, y, finalmente, la tercera la compondrían ciudadanos pobres, que servirían como auxiliares. En realidad, participar en una u otra clase dependía en buena medida de la disposición económica de cada legionario: si tenías dinero podías comprar un excelente equipo de combate para codearte con las élites ciudadanas, si no disponías de una buena bolsa te reclutaban para el grupo de los que tenían que luchar con poco más que lo puesto.
También existía una separación del ejército por edades: por un lado los
iuniores
, alistados entre los diecisiete y cuarenta y seis años, que eran en la práctica el ejército de campaña romano, los que protegían las fronteras o los que iniciaban expediciones. Por otro se encontraban los
séniores
, un contingente de veteranos, entre cuarenta y siete y setenta años, que eran utilizados para defender ciudades y campos dentro de las fronteras patrias. La legión se completaba con cinco centurias de obreros, músicos y administrativos, oficios muy necesarios para el buen mantenimiento de la milicia.
En el año 509 a.C., el régimen monárquico daba paso a la República; el cambio de régimen también afectó al ejército, pero en menor medida, salvo su desdoblamiento a consecuencia de tener que servir a los dos cónsules elegidos anualmente.
Eso suponía abandonar el concepto legión como una única milicia integrada por levas de la ciudadanía, para acoger el término como unidad táctica del ejército romano.
En estos albores republicanos, las legiones se fueron transformando progresivamente: aumentó el número de legionarios de 3.300 a 4.200, así como la denominación que recibían los combatientes. Se crearon cuatro grupos: los
hastati
eran legionarios jóvenes que conformaban la principal fuerza de choque en primera línea de combate; los
princeps
integraban la segunda línea y eran soldados algo más veteranos que los
hastati
. Luego estaban los
triarii
, soldados mucho más experimentados y maduros que se situaban en la tercera línea, participando sólo en caso de extrema necesidad. Finalmente, los
velites
, grupos de infantería ligera especializados en refriegas y exploraciones; este tipo de legión republicana recibía el apoyo de unos 300 jinetes. Con el tiempo el ejército romano se encontró distribuido en cuatro legiones, dos por cónsul. El armamento, como es lógico, también fue evolucionando, y aunque seguía siendo asunto de cada soldado, no es menos cierto que el Estado participó cada vez en mayor medida a la hora de equipar a sus legiones.
Hastatis
y
princeps
llevaban armadura completa, casco de bronce, escudo, espada y dos
pilun
o lanzas de diferente longitud. Por su parte los
triarii
soportaban el mismo equipo, pero sólo con una lanza como principal arma, mientras que los
velites
aligeraban su impedimenta defensiva utilizando venablos. En resumen, este tipo de legión quedaba repartido en sesenta centurias de unos setenta hombres cada una; dos centurias conformaban un manípulo, la principal unidad táctica legionaria.