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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (20 page)

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La romanización era profunda, y eso propiciaba un acercamiento cada vez más intenso hacia la paridad social de los hispanos con los ciudadanos romanos.

Hoy en día sobreviven innumerables muestras de la presencia romana en la península Ibérica: circos como en Mérida e Itálica; teatros en Tarragona, Sagunto, Alcudia, Mérida e Itálica; anfiteatros en Mérida, Itálica y el recientemente descubierto en Córdoba; templos como los de Tarragona, Évora, Mérida, Vic, Talavera; puentes en Alcántara, Mérida, Alberregas, Ronda, Salamanca, Cangas de Onís; acueductos como los de Mérida, Segovia, Sevilla, Teruel, Tarragona; termas en Lugo, Montemayor, Mérida, Malavella, Caldas de Montbui; faros como La Torre de Hércules; arcos en Bará, Medinacelli, Cabanes, Cajarra, Alcántara; necrópolis como las de Carmona, Tarragona…

La lista se podría ampliar todo lo que se quisiera; seguro que usted ha visitado o visto en alguna ocasión las muestras romanas del pasado en Hispania.

Pero no todo fue poner piedra sobre piedra para mayor gloria del Imperio. También se produjeron avances legislativos que mejoraron la cohesión social de los ciudadanos, aunque en principio el entramado constituido tras dos siglos de conquista dejaba muchas dudas a la hora de establecer un correcto gobierno de las provincias hispanas. Existían, como ya sabemos, ciudades privilegiadas por su fidelidad a Roma en tiempos de guerra. Estas plazas gozaban de una exención casi total de impuestos. Otras, sin embargo, mantenían, según qué acuerdo, regímenes especiales de contacto con la metrópoli. Eran los casos de las
foederatae
o de las
estipendiariae
, que basaban sus tributos en cómo habían sucumbido al rodillo romano. El galimatías empezó a solucionarse con Julio César, quien en su
Lex Iulia Municipalis
consiguió unificar de algún modo la dispersión evidente de conceptos tributarios. Más tarde el derecho romano se impondría sobre todo lo anterior para prevalecer hasta el fin de la presencia romana en Hispania y aún más allá.

Otro de los factores galvanizadores de la romanización peninsular fue, sin duda, el idiomático. El latín unió a los pueblos ibéricos con una exitosa aceptación desde los orígenes de la conquista. Después de las guerras cántabras el uso del latín se generalizó, y años más tarde la práctica totalidad de la población lo hablaba; quedaban como restos algunos rasgos supervivientes de las lenguas célticas, además del enigmático vascuence, del que no se sabe muy bien su origen, aunque acaso debamos pensar que es un idioma de raíz íbera aislado en el tiempo.

El capítulo religioso fue también decisivo en la romanización de la Península. Los romanos siempre fueron condescendientes con las creencias de los pueblos que iban sometiendo. La estrategia pasaba por demostrar que la fuerza de Roma era tan superior como sus dioses, dejando a los nativos la decisión de asumirlo, y en casi todos los casos así ocurrió. De ese modo, fiestas, celebraciones y rituales romanos fueron solapándose a los antiguos cultos, que pronto quedaron olvidados; siempre existía un dios grecorromano que pudiera asumir las funciones de la deidad autóctona de turno.

Después de Octavio se intentó implantar la figura de la divinidad imperial, aunque bien es cierto que con poco éxito. La llegada del cristianismo animó el concierto religioso en el Imperio. En el caso hispano, esta creencia se extendió principalmente desde el siglo II; otras corrientes como el priscilianismo tuvieron alguna difusión, mientras que el mitraísmo o las que seguían los cultos de Serapis, Isis o Magna Mater, no calaron tanto como el ya incontestable movimiento cristiano. Hispania optó por el catolicismo y en él se mantuvo hasta la llegada de los visigodos arrianos en el siglo V.

Como vemos, la vida en Hispania transcurrió por senderos de paz durante los más de cuatros siglos imperiales; en este tiempo apenas se registraron conflictos internos, lo que permitió una bonanza económica sin precedentes. La economía de las provincias hispanas se sustentaba en el predominio de sus ciudades, muy a la usanza helenística. En efecto, los romanos habían adoptado las costumbres griegas y, en consecuencia, dieron la importancia necesaria a las urbes, asunto que las hizo prosperar de forma meteórica.

A su llegada en el siglo III a.C. existían pocas ciudades que pudieran recibir ese calificativo en la península Ibérica, tan sólo las factorías griegas o las antiguas colonias fenicias. Con los años se fueron creando nuevas colonias, que se poblaron con veteranos licenciados de las guerras o colonos venidos de Italia. En cuanto a las viejas poblaciones aborígenes, su crecimiento se consolidó en el Imperio cuando se les otorgó el rango de municipio romano.

Desde los tiempos de César, la
civitas
(ciudad) dejó de mirar intramuros para asumir la gestión de los campos que la rodeaban y de las aldeas más próximas; de esa manera se asumía la vanguardia del movimiento civilizatorio emanado desde el corazón de una urbe profundamente romanizada. La ciudadanía latina suponía el primer requisito para formar parte de las curias municipales, que reunidas en comicios elegían a los
duunviros
(una especie de alcaldes), ediles y cuestores (administrativos y gestores). Los cargos solían ser anuales y acceder a ellos exigía a los candidatos un gran desembolso económico para obtener la confianza del electorado.

El latifundio se extendió como práctica agrícola habitual en detrimento de los antiguos métodos aborígenes de autocultivo para consumo familiar. En la etapa imperial, Roma abasteció sus inmensos almacenes de grano gracias a sus despensas oficiales de Sicilia, Egipto e Hispania. En nuestro caso, la meseta y el sur peninsular fueron las zonas agrícolas por excelencia, dejando el suroeste, noroeste y norte para los territorios ganaderos y mineros. A pesar de todo, tanta riqueza natural necesitaba una mano de obra que la trabajara y, en ese sentido, fueron los esclavos los que tuvieron que soportar todo el peso de esa labor.

Bien es cierto que las ciudades generaron un buen número de oficios artesanos y especializados: médicos, alfareros, boticarios, venteros, herreros… Los gremios se agrupaban en
colegias
y en los talleres convivían esclavos y empleados a sueldo. En resumen, la etapa del alto y bajo Imperio fue el semillero del que surgirían la Edad Media y la Moderna.

En este tiempo se concibió nuestro
modus vivendi
y, sobre todo, nuestra personalidad más característica: rasgos que nos definirían ante el mundo en los siglos venideros.

La riqueza natural de Hispania

En el primer tramo de la etapa imperial en Hispania se produjo un estallido al alza de la economía local. En ese tiempo se exportaban a buen ritmo toda suerte de productos muy apreciados en la metrópoli: vinos de la zona catalana, trigo del sur y centro peninsular, aceite de la Bética, metales como oro y plata de Asturia, Gallaecia y otras cuencas mineras de la Península.

Las calzadas reforzadas por Augusto sirvieron como enlace para el tránsito, primero, de legiones, y posteriormente de comerciantes que transportaban sus productos hacia los puertos mediterráneos que conectaban con Italia. Así, aceite, vino y trigo hispanos inundaban los pujantes mercados romanos del Imperio. La muestra más fidedigna de este comercio queda reflejada en la Testaccio, una montaña artificial creada en Roma con los restos de las ánforas que albergaban los productos de la península Ibérica. Ese monte, muy próximo a la puerta de San Pablo, tiene una extensión de cincuenta y cuatro metros de altitud por un kilómetro de perímetro.

Lo cierto es que Hispania se convirtió en la perla más querida por el Imperio romano. Las explotaciones mineras eran abundantes y casi inagotables: el oro y plata de Asturia y Gallaecia, el hierro y plomo de Cantabria y Austrigona, la plata y el cobre de los yacimientos héticos y tarraconenses… Muchas minas llegaron a ser cerradas después de haber sido exprimidas hasta el límite. Aun así, grandes centros mineros siguieron surtiendo a Roma hasta el fin de la presencia latina en Hispania.

En cuanto a la riqueza ganadera, diremos que en este período cobró mucha importancia la lana proveniente de la Bética, así como la carne que se criaba en las extensiones celtíberas. Pero sin duda son los cultivos de aceites en el sur, trigo en la meseta y vinos en el noreste los que realmente cobraron fama merecida en estos siglos de historia. Por entonces las villas, preludio de los futuros cortijos, gestionaban grandes terrenos de cultivo, de los que brotaban los productos más apreciados.

Por último fueron creciendo grandes puertos mediterráneos y atlánticos, de los que salían las inmejorables salazones de pescado. Toda esta actividad metalúrgica, agrícola y ganadera dio paso a una emergente clase social de alto nivel adquisitivo que a su vez enriquecía las poblaciones donde habitaba.

Los hispanos comenzaron a ganarse a pulso su estatus como ciudadanos del Imperio. Pronto, muchos de ellos viajaron a la metrópoli; en principio en calidad de mercenarios o tropas auxiliares que servían en las legiones, más tarde fueron los intelectuales los que empezaron a engrosar la nómina de celebridades romanas. Hispania había sido la provincia más romanizada de todas. Bien es cierto que la conquista duró dos siglos, pero las huellas de la metrópoli se hicieron más sólidas que en otros lugares dominados por el Imperio. Esta impregnación romana de Hispania alcanzó a todas las tribus autóctonas y, poco a poco, el flujo de colonos y veteranos licenciados se mimetizó con el paisaje peninsular.

El latín avanzó con sorprendente celeridad por la geografía del país. En tiempos de César se hablaba habitualmente por todo el Levante y sur peninsular, y no tardó en proyectarse hacia el interior y norte de Hispania. La evidente prosperidad económica provocó que en los tiempos de Octavio Augusto se acuñaran monedas en las cecas hispanas con la efigie del joven emperador. Las ciudades también recibieron los beneficios de la bonanza mercantil: mosaicos, grandes construcciones, edificios de notable belleza y recintos dedicados a la cultura nos dan una idea del buen momento vivido durante los primeros siglos de nuestra era.

Como curiosidad apuntaremos que ya por entonces los artistas gaditanos gozaban de merecida popularidad en las fiestas de alta alcurnia romanas. Según se dice en las crónicas, las
pueblae gaditanae
—una especie de cantantes y bailarinas algo frescas— adornaban con su arte las mejores reuniones sociales. Vamos, que no había sarao que se preciase de tal si no contaba con la participación de estas muchachas hispanas que sabían tocar como nadie una especie de antiguas castañuelas mientras entonaban alegres y picantes coplillas a la par que contoneaban sus esbeltas figuras. También existieron atletas de reconocido prestigio, como Diocles, un lusitano que se especializó en la conducción de cuadrigas, llegando a conseguir 1.500 victorias. Según se dice, cuando se retiró a los cuarenta y dos años de edad era uno de los ciudadanos más ricos del Imperio, recibiendo por sus gestas multitud de homenajes y reconocimientos. Pero no sólo se exportaba materia prima, soldados y artistas; también viajaron a Roma algunos personajes de imperecedero recuerdo.

El clan de los hispanos

Desde la época de Julio César y Octavio fueron muchos los hispanos que se dieron a conocer, tanto que en la propia Roma se llegó a decir que existía un clan de hispanos que hacían y deshacían a favor de sus intereses ante el gobierno imperial.

Con César surge la figura de la familia Balbo, un linaje asentado en Gades que se impulsó gracias a uno de sus miembros: Lucio Cornelio Balbo. Este personaje, prorromano hasta la médula, ayudó económicamente a César en sus campañas; lo abasteció con pertrechos, dinero y hombres, llegando incluso a suministrarle una flota de combate para sus expediciones a Britania. Balbo el Viejo obtuvo el favor no sólo de César sino también de Octavio, al que garantizó una buena administración de los territorios béticos. Balbo fue el primer habitante provincial en conseguir el nombramiento como cónsul, merecimiento que heredó su sobrino Balbo el Joven, quien celebró triunfos en Roma tras sus actuaciones en África.

La inauguración de la etapa imperial dio como consecuencia que una miríada de hispanos viajara a Roma para integrarse en su sociedad dispuesta a ocupar relevantes cargos públicos o posiciones intelectuales de peso. Hyginius se convirtió en bibliotecario de Octavio; Porcius Latro fue modelo y maestro del célebre Ovidio; éstos y otros ejemplos iniciales dieron paso, en la primera mitad del siglo I, a una espléndida generación de literatos y legisladores provenientes de regiones romanizadas como la Bética y de otras no tanto como Lusitania, Celtiberia o la propia cornisa cantábrica. Los hispanos buscaban en Roma prosperidad económica y saber intelectual; los hombres de negocios se mezclaban con filósofos, poetas o ensayistas en un afán desmedido por el ascenso social y económico.

Las escuelas hispanas en las que se formaban inicialmente estos personajes habían tenido un precedente claro en aquellas academias del siglo I a.C., instauradas en Osea o en Corduba, y ahora sus herederos trasladaban inquietudes y vidas a la propia metrópoli romana. Era momento para los Séneca, Lucano, Mela, Columela, Marcial, Quintiliano, Moderato…, hombres ilustres que aportarían talento y claridad de ideas a la Roma más gozosa de su historia. Con su presencia se despejarían muchas dudas acerca de la romanización de la provincia hispana; atrás quedaban los tiempos de guerra en la indomable Celtiberia; ahora sus escritos reflejaban un fuerte deseo por emparejarse a los designios romanos.

Séneca y otros ilustres

El caso más relevante de intelectuales hispanos en Roma lo encarna Lucio Anneo Séneca. Nacido en Corduba en 4 a.C., perteneció a una acomodada familia donde destacaba la figura de su padre, Marco Lucio Anneo, más conocido por la historia como Séneca el Viejo, un reputado pensador retórico que inculcó en su hijo el amor por la filosofía.

Cuando Séneca el Joven contaba nueve años de edad, la familia viajó a Roma, ciudad en la que se instalaron bajo los beneficiosos efluvios del emperador Octavio. Séneca hijo estudió retórica como otros muchachos de su condición social. Se educó bajo la tutela de oradores como Papirio Fabiano o filósofos de la talla de Atalo y Demetrio. Asimismo, fue aprendiz durante un año del gran filósofo Sotión, hasta que, una vez cumplidos los dieciocho años de edad, se entregó con entusiasmo a su ascenso social primero, trabajando de orador en actos públicos, para luego convertirse en un magnífico abogado que logró gran popularidad en Roma.

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