En la etapa republicana se fue abandonando paulatinamente el modelo helenístico de combate, protagonizado por la falange, para asumir uno propio más adecuado a las necesidades del momento. Roma guerreaba cada vez más lejos y sus legionarios pasaban largas temporadas fuera de casa; aunque pertenecieran al ejército, no dejaban de ser ciudadanos con granjas o cultivos esperándoles en casa, y su ausencia prolongada significaba una pérdida económica de gran importancia para las familias, por lo que se introdujo un
stipendium
o sueldo que cubriera sus necesidades durante el período de milicia. No obstante, este dinero nunca pudo reparar la pérdida de poder adquisitivo de estos ciudadanos romanos y a la postre supuso el hundimiento de las clases medias romanas. Por otra parte, la legión republicana siempre estuvo en manos poco experimentadas en las lides castrenses. Cada unidad estaba dirigida por seis tribunos más preocupados por sus carreras civiles que por la conducción de hombres hacia la guerra.
En el caso de los cónsules, su elección anual impedía a los ejércitos consulares mantener una campaña más de un año y, con mucha frecuencia, las guerras se prolongaron en demasía, porque el cónsul de turno debía volver a Roma al acabarse su mandato, dejando al ejército paralizado a la espera de un nuevo general. La situación se complicó en la segunda guerra púnica —como ya hemos visto en las páginas de este libro—. Roma tuvo que multiplicar obligadamente el número de sus legiones hasta un total de 24 y además tuvo que trasladar el escenario de la guerra a la península Ibérica.
Cneo Escipión viajó a Hispania como general de dos legiones para asumir una prolongada campaña; era evidente —y las guerras púnicas así lo pusieron de manifiesto— que la incipiente política exterior romana necesitaba un nuevo planteamiento estratégico en lo concerniente al ámbito militar, es decir, o se avanzaba hacia la creación de un ejército permanente y profesionalizado o no se podría crecer como potencia internacional.
Los ciudadanos se mostraban reacios a engrosar las filas del ejército para defender las leyes o intereses de una ciudad que a la vez les privaba de prosperidad y bienestar; por otro lado, tras finalizar una campaña, las legiones se disolvían, regresando a su tierra y dejando el territorio por el que habían transitado a merced de una nueva sublevación de los autóctonos, con lo que se volvía e empezar, una y otra vez, sin que el peligro quedara erradicado definitivamente.
La solución al problema se alcanzó en 107 a.C., gracias a la brillante imaginación del siete veces cónsul Mario. En ese año, el rey Yugurta de Numidia había declarado la guerra a Roma y Mario se vio en la necesidad de reclutar un ejército expedicionario que pusiera pie en aquel poderoso reino africano. Los ciudadanos respondieron con absoluta frialdad al llamamiento senatorial; la gravedad del asunto y la falta de efectivos militares provocó que el gran cónsul ideara una fórmula magistral que solucionaría de forma definitiva aquel molesto obstáculo que impedía desde hacía décadas el correcto progreso internacional de la República romana. La situación dio un giro de ciento ochenta grados cuando Mario abrió la recluta de soldados a los
capite censi
, la clase proletaria, que hasta entonces había tenido vetada su participación en el ejército; esta innovadora propuesta suponía para ellos una forma muy ventajosa de conseguir el ascenso social, una profesión que les procuraría dinero durante su servicio y tierras fértiles tras su licenciamiento.
La medida fue acogida con entusiasmo y miles de proletarios se alistaron voluntariamente, dispuestos a luchar en cuantas contiendas fueran requeridos.
Mario supo como nadie impregnar ideológicamente al ejército romano. Para ello se crearon insignias, estandartes y las famosas águilas sagradas de plata que sirvieron como distintivo de las legiones.
El voluntariado convivió unos años con la recluta obligatoria, pero, finalmente, la original propuesta se impuso a la antigua leva de ciudadanos. Como es lógico, esta situación generó algunas transformaciones en el ejército. Las principales fueron la homogeneización del armamento utilizado por los legionarios y la desaparición de unidades como los
velites
. El equipo legionario constaba de casco de bronce, escudo, cota de mallas, espada corta llamada
gladius hispaniensis
(el nombre se inspiraba en las mortíferas falcatas íberas) y dos
pilum
(jabalinas), una de acometida y otra más ligera para ser lanzada.
La legión romana estaba constituida por unos 4.800 hombres distribuidos en diferentes secciones, que pasamos a detallar: la unidad táctica era la cohorte; cada cohorte estaba formada por tres manípulos de dos centurias cada uno; cada centuria tenía 80 legionarios mandados por un centurión; cada manípulo constaba de dos centurias, en total 160 hombres.
Los centuriones se colocaban en la primera fila de la primera línea. Tres manípulos formaban una cohorte; así, cada cohorte tenía 480 legionarios mandados por el centurión más antiguo. Como eran diez cohortes las que formaban una legión, cada legión constaba de 4.800 hombres; pero esto en teoría, porque siempre estaban sujetos a los rigores de la batalla, aumentando o disminuyendo su número dependiendo de las circunstancias. Por eso no es de extrañar que el número de efectivos aumentara hasta 5.500 o 6.000 si la campaña en cuestión así lo demandaba. A estos datos habría que añadir las aportaciones de tropas auxiliares reclutadas en las provincias, que en la práctica se equiparaban en número a las dotaciones legionarias. Por tanto, una legión en guerra podía alcanzar los 10.000 efectivos.
La legión se formaba en tres líneas: la primera tenía cuatro cohortes; la segunda y tercera, tres cohortes cada una; presentaban un frente de combate de unos trescientos metros de longitud. La virtud fundamental de estas tropas era su impresionante elasticidad, siendo capaces de realizar maniobras sumamente complejas sin perder la cohesión.
En el campo de batalla se podían agrupar diez legiones sin entorpecerse en cuanto a movimientos tácticos, mientras cada una mantenía su propia autonomía.
El liderazgo de una legión lo asumía un legado con un cuadro de mandos compuesto por seis tribunos y varios oficiales de prestigio. En ausencia del legado, el centurión de más alto rango ocupaba su puesto. Cada centurión estaba auxiliado por un suboficial encargado de la administración de la centuria; también existían portaestandartes y cornetas, que se encargaban de transmitir las órdenes sonoras.
El centurión de mayor rango de la legión era el
primus pilus
, que era el centurión de la primera centuria de la primera cohorte. Llegar a esta posición era la meta de todos los legionarios.
Dentro de la centuria, los legionarios se distribuían en grupos de ocho
(contubernium)
; cada grupo llevaba una mula que portaba utensilios para la elaboración del pan y otros para la construcción del campamento fortificado.
Desde los tiempos de Mario, las legiones utilizaron las famosas águilas sagradas de plata. Cada legión tenía la suya, portada por el legionario más valiente; perderla suponía un deshonor y una penosa humillación; miles de legionarios lucharon y murieron por defender aquellas águilas, símbolo del poder de Roma.
Las legiones fueron diseñadas para enfrentarse a un enemigo superior en número. Los romanos siempre tuvieron esto presente, y subordinaron la táctica a la estrategia, consiguiendo brillantes resultados.
Con el tiempo, la primera cohorte de la legión dobló su número de soldados, llegando a tener casi 1.000 legionarios.
Poco a poco este ejército profesional se fue identificando con los líderes militares que lo dirigían. Eso significó en buena medida el derrumbamiento de la República romana, abocada, durante el siglo I a.C., a una suerte de conflictos civiles de los que surgieron caudillos carismáticos seguidos ciegamente por las legiones que comandaban: Mario, Sila, Sertorio, Pompeyo, Julio César… Finalmente, la llegada al poder de Octavio Augusto reestructuró la organización del ejército romano, sustentado ahora en legiones de ciudadanos romanos apoyadas por auxiliares de las provincias. Se estableció un período de servicio de dieciséis años, ampliado más tarde a veinte. En ese tiempo el legionario no podía contraer matrimonio hasta su licenciamiento, pero mejoró sus ingresos económicos gracias al aumento del
stipendium
y a una especie de paga extra llamada
donativa
, que se entregaba en momentos especiales como la conmemoración de una fecha o el reparto del botín capturado al enemigo tras una batalla.
En la era de Octavio Augusto («el que engrandece»), las dimensiones del ejército romano llegaron a ser descomunales. La victoria sobre Marco Antonio en Actium (31 a.C.) dejó al futuro emperador dirigiendo 50 legiones con no menos de 500.000 efectivos, incluyendo tropas auxiliares y marineros de la flota romana. Estas cifras generaban un gasto elevadísimo, que las arcas estatales soportaban a duras penas. Octavio, ante la gravedad planteada por este innegable problema, decidió licenciar a 300.000 soldados, repartiendo entre ellos magníficas tierras en las provincias coloniales. De ese modo, el número de legiones se redujo hasta 28, y pocos años más tarde, tras los desastres de Publio Quintilio Varo en Germania (año 9), la cifra sufrió una nueva rebaja, quedando establecida en 25 legiones. A la muerte de Octavio Augusto en el 14,1a legión convencional romana contaba con unos 5.600 efectivos y el ejército llegó a disponer de unos 140.000 legionarios en armas, apoyados por otros 200.000 soldados auxiliares y marineros de la flota.
Durante los años imperiales las legiones crecieron en número y alcanzaron un total de 60 a finales del siglo II.
En esa época se dejaron de conquistar nuevas provincias, pasando a una defensa activa de las fronteras que delimitaban el imperio romano. Las legiones se establecieron por todas las marcas imperiales
(limes)
. En los puntos más remotos y peligrosos se levantaron cuarteles, campamentos, fortificaciones…, defendidos por los legionarios romanos. Desde el siglo III, hasta la caída definitiva del Imperio romano en 476, las legiones resistieron el empuje de los pueblos bárbaros, hasta que finalmente fueron arrolladas por los mismos. Con todo, la legión romana fue el arma más demoledora de su época, y los legionarios, los mejores combatientes de la antigüedad.
En el caso de Hispania, durante la etapa imperial se acuarteló en su pacificado territorio la VII Legión Gemina, en un lugar que desde entonces llevaría su nombre: Legio (León). El propósito de estas tropas fue el de custodiar caminos, minas y gentes romanizadas.
Desde 74-75, hasta su marcha, los de la VII Legión dejaron una profunda huella en las latitudes hispanas; sus guarniciones se distribuyeron por buena parte de la antigua provincia Citerior, siendo la auténtica policía de la época: intervinieron en la creación de censos, en la persecución de bandoleros, y sobre todo en la protección de las excelentes minas del noroeste peninsular. Fue una digna heredera de sus antecesoras, las mismas que lucharon contra los cartagineses, celtíberos, lusitanos, cántabros, astures, incluso contra los propios romanos seguidores de Sertorio, Pompeyo o César.
En un principio la península Ibérica fue habitada por celtas, íberos y celtíberos. Estas tribus vieron cómo durante siglos numerosos pueblos se acercaban a la geografía peninsular buscando el intercambio mercantil o el establecimiento de colonias: fenicios, griegos, cartagineses… Con todos ellos se negoció y con todos se guerreó, pero nada fue semejante a lo que ocurrió cuando llegaron los romanos. Entonces se desató la contienda más terrible de nuestra historia, doscientos años de masacres, genocidios y lamentos de unos nativos que tan sólo ambicionaban seguir viviendo en libertad. Roma explotó y colonizó Hispania aportando su indiscutible y luminosa civilización: un hecho que marcaría la idiosincrasia de los futuros españoles.
La península Ibérica estaba poblada a la llegada de los romanos por un sinfín de tribus aglutinadas en tres grandes grupos étnicos: íberos, en el oriente y sur peninsular; celtíberos, en el centro; y celtas, en el noroeste y norte de la geografía hispana. Cada etnia se subdividía a su vez en decenas de poblaciones con nombres adecuados al terreno que habitaban. En este libro hemos descubierto tribus celtas y celtíberas como los arévacos, astures, autrigones, belos, cántabros, carpetanos, galaicos, lusitanos, lusones, pelendones, titos, vacceos, várdulos, vetones…; y otras íberas como los ausetanos, bastetanos, baleares, bergistanos, edetanos, ilergetas, oretanos, lacetanos, mastienos, turdetanos…
La economía que practicaban estos grupos era, en muchas ocasiones, precaria, limitándose a técnicas agrarias de autoabastecimiento y a cuidar pequeños rebaños ganaderos. No es de extrañar que la falta de tierras apropiadas para los cultivos empujara a muchos hombres al servicio mercenario de las armas.
La combatividad de los guerreros ibéricos era famosa desde tiempos fenicios. En el siglo VI a.C., los cartagineses ya utilizaban a los íberos como tropa a sueldo en sus aventuras militares. Por su parte, los griegos, colonizadores del Mediterráneo central, se aprovecharon de las magníficas condiciones militares atribuidas a los hispanos para defender sus colonias sicilianas. Tanto los cartagineses como los griegos pujaron por el control de esta zona mediterránea occidental y en ambos casos se sirvieron de soldados provenientes de la península Ibérica.
En el transcurso de las guerras púnicas, numerosos contingentes íberos y celtíberos prestaron sus servicios a los cartagineses para luchar contra los emergentes romanos.
El soldado hispano se caracterizaba por su bravura y combatividad, y también por el cumplimiento de la palabra dada; siempre, eso sí, que el general que lo contratase supiera estar a la altura de lo prometido. Un hecho que llamaba poderosamente la atención con respecto a los hispanos era su famosa
devotio
, una fórmula clientelar que ligaba a los hombres con sus jefes mientras éstos se mantuvieran vivos en campaña. Esa especie de adhesión inquebrantable fue utilizada con frecuencia por algunos líderes militares romanos como Sertorio, Pompeyo o César para cumplir con sus planes de conquista.