Julio César fue proclamado
imperator
por sus hombres; el plan se había cumplido y ahora contaba con una clientela insobornable. Bueno, esto último se trastocó sensiblemente cuando el propio César llenó de oro las bolsas de sus legionarios a costa de los resignados aborígenes hispanos, los cuales vieron sus poblaciones esquilmadas para mayor gloria de un hombre que soñaba con el Imperio. El botín capturado sirvió, no sólo para recompensar a sus soldados, sino también para enviar gran parte de la riqueza obtenida a Roma, lo que justificaba de facto aquella guerra. Huelga comentar que César se quedó con la mejor tajada, lo que le permitió pagar sus abundantes deudas en la metrópoli. En resumen, Hispania cumplió una vez más con su papel de provincia dedicada a la explotación intensiva: no sólo llenaba los graneros de Roma, sino que hacía lo propio con privados aspirantes a detentar el poder de la República.
Tras derrotar a los galaicos, las tropas romanas reembarcaron en las naves para regresar a Gades. César se mostraba impaciente por volver a Roma, su ego era conocedor de que el recibimiento sería apoteósico y el triunfo estaba al alcance de su mano. Aquí inscribimos la célebre escena de Julio César ante la estatua del conquistador macedonio Alejandro Magno. Según se cuenta, tras arribar a Gades, el pretor inició los preparativos de su marcha; estaba eufórico por su reciente victoria. Sin embargo, un buen día se desmoronó ante la visión pétrea del mayor comandante militar del mundo antiguo, cayó postrado de rodillas y empezó a sollozar con un tremendo desconsuelo; dicen que alguien le escuchó unas palabras muy orientativas sobre su inquieta ambición; más o menos vino a expresar que él con 40 años no había conseguido nada comparado con lo obtenido por el gran Alejandro, de tan sólo 32 años. En fin, son las veleidades infantiles permitidas a los grandes personajes históricos. Afortunadamente para César y para Roma, el destino le concedió oportunidades únicas que supo aprovechar, una de ellas el triunvirato compartido con Craso y Pompeyo, lo que le concedió un nuevo teatro de operaciones que ensalzara su gloria; nos referimos a las Galias, donde en una campaña sin parangón en toda la historia fue capaz, al frente de diez legiones, de someter a tres millones de celtas: un millón fueron muertos; otro, esclavizado, y el último, sometido. No obstante, tanta fama terminó por engendrar innumerables envidias y enemigos; Julio César se había convertido en un claro opositor a las formas republicanas.
Tras la espectacular victoria en las Galias llegaba el momento de romper las reglas del juego. César cruzó el río Rubicón en el año 49 a.C., y con ello la suerte de Roma quedó echada. Al frente de dos fieles legiones, dio el paso más arriesgado de su vida. Según parece no obligó a que sus soldados lo siguieran en aquella aventura, aunque la respuesta legionaria fue rotunda: «César o nada». Éste fue el premio a un trabajo bien hecho; recordemos que estuvo ganando adeptos a su causa desde bien jovencito, pasando por sus cargos públicos en Hispania. Ahora, ante el reto de enterrar a la República, contaba con el apoyo total de numerosas legiones que habían combatido con honor a su lado en decisivas campañas militares.
Para entender mejor lo que se estaba gestando en Roma, debemos retroceder unos años a fin de esclarecer algunos factores que desembocaron en la guerra civil.
En 60 a.C., Julio César regresó a Italia dispuesto a presentarse como candidato al consulado anual. Sus enemigos, siempre alerta, procuraron retrasar en lo posible su entrada en la ciudad. La explicación a ese gesto es sencilla: César se había hecho merecedor del triunfo por sus éxitos en la península Ibérica y ese merecimiento no podía coincidir en el tiempo con ninguna candidatura. De ese modo se optaba por una de las dos posibilidades. Nuestro personaje, deductivo como pocos, renunció al triunfo y buscó un acuerdo ventajoso con Pompeyo, quien por entonces estaba profundamente enemistado con el Senado. A estos dos ilustres ciudadanos se unió Craso, el hombre más rico de la República, y así quedó conformado el mal llamado triunvirato, pues no fue sino un acuerdo entre particulares para repartirse el poder. Ante la riqueza de uno y la fuerza militar de los otros, el aturdido foro de mandatarios senatoriales poco o nada pudo hacer.
Los triunviros acordaron varias medidas, de las que el principal beneficiado fue el propio Julio César, quien obtuvo el anhelado consulado y un
imperium
posterior de cinco años sobre las Galias: su futuro disparadero hacia la gloria. En esos años, Pompeyo todavía se podía considerar uno de sus mejores amigos; además eran parientes debido al matrimonio de Pompeyo y Julia, la hija predilecta de César. Por desgracia, la muchacha falleció a edad temprana y los dos generales comenzaron a distanciarse.
La guerra de las Galias quedó profusamente documentada gracias a las crónicas enviadas desde el frente por un Julio César pletórico de facultades y en el punto álgido de su intelectualidad. Cabe destacar, pues, que en este período utilizó con frecuencia la aportación bélica suministrada por algunas ciudades de la Citerior fronterizas con las Galias. Desde antaño, la caballería hispana había sido muy apreciada en algunos campos de batalla donde Roma se batió. Ahora esos jinetes volvían a cabalgar junto a César, sumados a otros efectivos de infantería cántabros y vascones. A estas tropas se las pudo ver en algunas zonas de Aquitania, donde fueron utilizadas por el legado Publio Craso, encargado de limpiar aquel territorio de elementos hostiles. Mientras se desarrollaba la campaña de las Galias, en Hispania se sublevaron las tribus vacceas de la Citerior. Fue un levantamiento mal sofocado por el pretor Mételo Nepote; en su descargo hemos de decir que tuvo que hacer frente al problema con los escasos contingentes disponibles en su provincia, ya que no fueron enviados refuerzos debido a los múltiples conflictos asumidos por Roma en el contexto internacional.
En 56 a.C. se produjo la importante reunión de Lucca entre los triunviros. Por entonces, los diferentes conflictos de intereses habían emponzoñado el ambiente romano. Pompeyo no disfrutaba de su mejor momento, acaso ensombrecido por la fulgurante trayectoria cesariana; Craso contemplaba los acontecimientos a la espera de su gran oportunidad; frente a ellos, la oposición senatorial, siempre dispuesta a desmontarlo todo. Por tanto, era necesaria una conferencia tripartita que aclarase posiciones. Julio César —convocante del acto— expresó su deseo de mantener y fortalecer aquel triunvirato tan beneficioso para los tres magnates. Tras duras negociaciones, se resolvió otorgar el consulado anual a Craso y Pompeyo, para que posteriormente asumieran un proconsulado extraordinario de cinco años en las provincias. César, por su parte, seguiría el mismo tiempo en las Galias, lugar que tantos éxitos le estaba brindando; Craso se quedó con Siria, mientras que Pompeyo gobernaría África e Hispania. No era un mal reparto y el triunvirato siguió adelante, aunque la raíz de la discordia había calado en la conciencia de aquellos personajes tan relevantes para la historia de Roma.
Pompeyo eligió mal su estrategia. Quedaba claro que tarde o temprano se enfrentaría a César por el poder y decidió quedarse en Roma dispuesto a mejorar su imagen y vínculos políticos. Envió legados a Hispania para que fueran preparando el terreno en las dos provincias: la Citerior respondió como se esperaba, no en vano existía una unión evidente desde la época sertoriana; en la Ulterior ocurrió algo parecido por el recuerdo imperecedero de un Pompeyo triunfal. Con el dominio hispano y su influencia creciente en Italia, el otrora brillante general esperaba ejercer un efecto tenaza sobre Julio César en las Galias. Por su parte, Craso chocó estrepitosamente contra los ingobernables partos; Oriente se convirtió en una encerrona para los ejércitos romanos, y en 53 a.C. se consumó el desastre de Carras, donde perdieron la vida 30.000 legionarios y el propio Licinio Craso. Este acontecimiento situaba frente a frente a Pompeyo y a Julio César, en una relación personal truncada por diferencias de todo punto antagonistas. El primero se acercó decididamente al Senado, convirtiéndose en su paladín, y, para mayor confusión de aquel entramado, prolongó su mandato por cuenta propia hasta el 46 a.C., intentando dejar a César fuera de lugar, dado que el héroe de las Galias acababa su período extraordinario en el 49 a.C.
Estos movimientos políticos terminaron por incomodar al propio César, que veía cómo su figura quedaba desprotegida y a merced de los ataques instigados por los enemigos senatoriales en Roma. La única solución factible era la guerra, y en la primera semana de 49 a.C., la XIII Legión, bajo el mando de Cayo Julio César, superaba la frontera natural de Italia, establecida en el río Rubicón, ante el estremecimiento de los conservadores capitalinos.
Pompeyo permaneció distante y hermético tras conocer las graves noticias de los sucesos que se estaban produciendo en el norte peninsular. Todos buscaban apuradamente que tomara decisiones. Sin embargo, el cónsul extraordinario vaciló una y otra vez a la hora de dar las órdenes precisas. La confusión generada por el ataque sorpresa fue aprovechada por César para avanzar casi sin oposición. Para mayor ventaja, Pompeyo no disponía en Italia de legiones avezadas en el combate, por lo que la situación se hizo crítica. Finalmente, el antiguo héroe de Hispania ideó un plan que, si bien en su concepción era brillante, después en su desarrollo resultó un fracaso estrepitoso. Pompeyo, gracias a los acuerdos de Lucca, comandaba un ejército personal de siete legiones, que quedaron emplazadas en las provincias hispanas. El propósito de esta estratégica ubicación pasaba por vigilar desde la distancia los movimientos cesarianos en las Galias, y si llegado el momento esas tropas fuesen necesarias, atacar desde el sur mientras Pompeyo ejercería presión desde la propia Italia. Pero, como sabemos todos, la estrategia saltó por los aires cuando Julio César activó la guerra civil por su cuenta.
Los pompeyanos no tuvieron el poder de reacción necesario y, aunque su líder intentó llevar la contienda a los territorios de Oriente, donde contaba con numerosos partidarios y fuerzas auxiliares, César no picó el anzuelo y, en contra de lo pensado, dirigió sus esfuerzos donde Pompeyo tenía sus reservas estratégicas.
Las legiones de César, en número de tres, aseguraron la península italiana, mientras Pompeyo embarcaba a duras penas en la asediada ciudad de Brindisi. Antes de zarpar dio una última orden a su lugarteniente Vibulio Rufo, con la indicación expresa de que marchara a Hispania para organizar al ejército allí acantonado. Las tropas pompeyanas de la península Ibérica sorprendían por su potencia y número; nunca se habían visto tantos legionarios juntos, ni siquiera en los tiempos de Escipión. La distribución de estos efectivos ofrecía tres legiones en la Citerior bajo el mando de Afranio, dos en Lusitania dirigidas por Petreyo y otras dos en la Ulterior capitaneadas por Varrón. En total, unos 70.000 hombres, a los que había que añadir los contingentes auxiliares aportados por las poblaciones aborígenes.
Como el lector puede suponer, la supuesta retaguardia de César se enfrentaba a un peligro más que evidente. No obstante, el talento demostrado por el descendiente de Venus superó cualquier expectativa depositada sobre él.
La estrategia de César se diseñó pensando en anular al ejército pompeyano de Hispania; de esa manera se aseguraría el control sobre todas las provincias occidentales, dejando a Pompeyo aislado en Oriente. Con el fin de evitar el más que posible bloqueo marítimo de Italia, dado que los pompeyanos manejaban la totalidad de la flota romana, se ordenó la construcción de una nueva armada que pudiera responder a hipotéticas ofensivas marítimas. Tomadas estas decisiones, César ordenó a sus legados en las Galias, Fabio y Trebonio, que movilizaran las seis legiones disponibles para el inminente ataque sobre Hispania. El propio Julio César salió de Italia con otras tres legiones: la VIII, la XII y la XIII.
Finalizando la primavera de 49 a.C., las tropas cesarianas estaban listas para la batalla. El carismático líder había intuido como nadie el desarrollo y conclusión de aquella contienda fratricida; la clave del éxito la escribió él mismo: «Primero combatiremos a un ejército sin general y luego combatiremos a un general sin ejército». En efecto, las tropas pompeyanas de Hispania eran poderosas, pero carecían del liderazgo de su general. Por otra parte, no debemos olvidar que los ejércitos nativos estaban vinculados a Pompeyo por la
devotio
mostrada tras las guerras sertorianas, y no ver a su jefe en el campo de la guerra los desmotivaba hasta rozar la defección.
Pompeyo trataba de levantar un ejército en Oriente, pero ya no era el militar convincente de años atrás. Ahora su figura estaba siendo eclipsada por uno de los mejores estrategas de toda la historia. Pero, aun así, le quedaban luces suficientes para resistir con energía; Hispania se había convertido en la llave de la victoria y Pompeyo no supo atisbar cuál era el escenario adecuado donde combatir. Su equivocación le costaría la derrota y la vida.
Los oficiales pompeyanos empezaron a concentrar tropas en la ciudad de Ilerda; ése era el punto elegido para intentar frenar la ofensiva cesariana. Durante semanas reclutaron todos los apoyos posibles entre los aborígenes hispanos; se alistaron contingentes lusitanos, vettones, celtíberos, cántabros y vascones. Finalmente, cinco legiones más sus auxiliares se prepararon para una feroz batalla, mientras que otras dos quedaban en la Ulterior sirviendo de retaguardia.
El terreno escogido no era propicio para los intereses pompeyanos, dado que permitía a su enemigo todo tipo de maniobras en los llanos circundantes de Ilerda. Muchos investigadores históricos no se explican cómo esta masa de soldados fue ubicada en aquel lugar y algunos piensan que Pompeyo debería haber actuado de manera bien distinta. Lo cierto es que la línea defensiva del Ebro hubiese sido mejor teatro de operaciones que la norteña Ilerda, pero las cosas estaban así planeadas y poco se podía hacer ante la inevitable batalla.
Durante cuarenta días, los ejércitos contendientes se midieron en diversas refriegas. Las fuerzas de César buscaron la posibilidad de avituallarse situando puentes en el caudaloso río Segre, afluente del Ebro. Mientras tanto, en las tropas pompeyanas se producían algunas deserciones de cohortes reclutadas entre los nativos. Cundió la desmoralización entre el ejército pompeyano y los guerreros ya no respondían a su líder, auténtico inspirador de la forma de actuar que los distinguía. La figura de Pompeyo alentaba a sus hombres
in situ
, pero la distancia desvirtuaba cualquier acción bélica y, en ese sentido, los nativos, que tanto lo temieron a partir de la derrota de Sertorio, ahora se preguntaban de qué servía seguir a un fantasma viendo la potencia alardeada por un Julio César que sí estaba allí luchando junto a soldados curtidos en la guerra de las Galias y tremendamente motivados por los ideales que proponía su brillante general.