La aventura de los romanos en Hispania (24 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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Los guerreros ibéricos se alistaban en tal o cual ejército, tanto en pequeños como en grandes grupos, y servían durante largos períodos en los que intentaban acumular con escaso éxito toda la riqueza posible que les permitiera regresar a su tierra para disfrutar de un digno retiro. Bien es cierto que en casi todas las ocasiones las penurias, enfermedades o batallas hacían imposible esta pretensión.

Con todo, los guerreros íberos no concebían la vida sin sus armas de combate; nunca se desprendían de ellas, ni siquiera a la hora de su muerte, pues era costumbre entre ellos enterrarse con su bagaje militar para recibir los honores correspondientes en el más allá.

Sabemos que desde por lo menos el siglo VI a.C., la falcata, típica espada íbera adoptada posteriormente por los romanos con el nombre de
gladius hispaniensis
, fue el arma cuyo uso se hizo más popular. Era una espada sumamente cortante y mortal de necesidad si se introducía cinco centímetros en el cuerpo del enemigo. También existían armas arrojadizas como jabalinas de hierro y madera, además de las famosas hondas manejadas por los pueblos baleares y arcos que se utilizaban preferentemente en la caza.

En cuanto a las defensas se usaban rodelas, escudos, corazas y cascos de mayor o menor poder, dependiendo de la condición social del guerrero que los portaba.

En tiempos de Aníbal, miles de soldados ibéricos prestaron sus servicios al brillante general cartaginés; lo acompañaron en su expedición italiana y lucharon en Iberia al lado de sus hermanos. Más tarde, los propios romanos tuvieron que contratar mercenarios celtíberos en 213 a.C. para combatir a los cartagineses en la península Ibérica; fue la primera vez que Roma hacía un desembolso económico de este tipo, pero la marcha de la segunda guerra púnica así lo exigía.

En ese período, los soldados peninsulares se ofrecían de tres maneras a los ejércitos contendientes: la primera —ya la conocemos— como mercenarios; también se aportaban contingentes para el conflicto según fuera la relación de cartagineses o romanos con las tribus a las que iban sometiendo. Finalmente, se encontraban las aportaciones militares de las ciudades federadas o abadas que, de grado o por la fuerza, enviaban tropas al frente para mantener salvaguardada su independencia.

Una vez vencidos los cartagineses, Roma consideró oportuno quedarse en Hispania y proseguir con su conquista. Ya hemos visto que no le fue sencillo y que tardó más de dos siglos en completar la total invasión de la península Ibérica. En ese tiempo, la potencia latina tuvo que combatir y derrotar a los hispanos tribu a tribu. La agresividad y amor a la independencia de los peninsulares quedó patente en interminables guerras, que acabaron por desesperar en algunos momentos a los metódicos políticos romanos.

En la primera fase de la conquista, los romanos guerrearon no sólo contra las tropas cartaginesas, sino que también se opusieron a etnias tan guerreras como los ilergetas; ya hemos visto en las páginas de este libro el ardor combativo demostrado por esta tribu establecida principalmente en los territorios de las actuales Lérida y Huesca, y cuyos jefes más renombrados fueron Indíbil y Mandonio.

Los ejércitos latinos avanzaron hacia el sur desde Cataluña, pasando por Levante y Murcia hasta llegar a la región andaluza, donde los romanos se encontraron con la presencia hostil de los turdetanos, auténticos herederos del pasado tartesio. Este pueblo no dudó en contratar mercenarios celtíberos para luchar contra el atacante romano. Aun así, los turdetanos fueron sometidos, quedando a principios del siglo II a.C. la Celtiberia como frontera natural con la zona ya anexionada por Roma.

Era el turno de vacceos, vetones, arévacos, lusones, lusitanos, titos y belos. Las dos contiendas libradas entre lusitanos, celtíberos y romanos fueron las más duras de toda la conquista. El particular modo de entender la independencia y libertad de estos pueblos hizo que el conflicto fuera permanente durante largas décadas. Mientras tanto, la zona íbera de la Península se iba romanizando con velocidad en un proceso sin retorno.

En el siglo I a.C., las tribus lusitanas y celtíberas ya habían sido asimiladas en su práctica totalidad por la civilización romana, pero aún restaba someter al inexpugnable territorio norteño. Durante ese período, las diversas guerras fratricidas entre romanos se trasladaron a la península Ibérica y fueron muchos los pueblos autóctonos que participaron en uno y otro bandos contendientes.

Los celtas hispanos mantenían particularidades tribales que los hacían distintos de otros pueblos ibéricos; nos referimos al régimen gentilicio (basado en lazos familiares), por el que las diversas colectividades mantenían vínculos indisolubles en cualquier aspecto de la vida cotidiana, bien fuera la siembra de terrenos, la cría de ganados y, por supuesto, la guerra contra otras poblaciones, o en este caso, ayudando o combatiendo a los romanos.

La sociedad celta estaba estructurada en forma piramidal: en la base de la pirámide nos encontramos la
cognatio
, o grupo de familias unidas por el parentesco real o imaginado. En el estrato superior tenemos la
gentilitas
o asociación de algunas
cognatio
, mientras que en la cúspide hallamos la
tribu
o reunión de varias
gentilitas
. En teoría, la alianza de varias tribus nos daría como resultado el
populus
, esto es la denominación común que englobaría a la variedad de tribus establecidas en un territorio y que tan sólo se unirían en determinados y puntuales momentos, como en caso de guerra, para después disolverse sin más.

Durante los siglos III, II y I a.C., las guerras lusitanas, celtíberas o cántabras se convirtieron en el paradigma ibérico de la libertad. Se desarrolló por parte de los aborígenes un método de guerra desconocido hasta entonces y que dio magníficos resultados en una orografía tan compleja y sólo apta para los que la conocían; hablamos por supuesto de la táctica de guerrillas, una fórmula netamente hispana que dio a la popularidad a muchos jefes o caudillos tribales: valgan como ejemplo los lusitanos Púnico y Viriato o el cántabro Corocota, líder montañés que llegó a poner en jaque a las siete legiones de Octavio Augusto. Según se cuenta, este indómito guerrero se movía a sus anchas por montañas, bosques y sitios recónditos de Cantabria. Era como un fantasma que en la noche atacaba con sus hombres los cuarteles, campamentos y pequeños grupos de vigilancia. Lo cierto es que el frente cántabro se extendía por unos 400 kilómetros de longitud y eso suponía un grave inconveniente para unas legiones que debían combatir palmo a palmo al enemigo. Los cántabros, astures y galaicos lucharon ferozmente en la defensa de su tierra y protagonizaron gestas que luego fueron ensalzadas por los historiadores y geógrafos de la época. Aquí descubrimos una sociedad matriarcal donde las mujeres deciden un gran porcentaje de los acontecimientos que ocurren en la tribu. Son féminas que marchan a la guerra o se suicidan para no ser prisioneras de los romanos, luchan junto a sus hombres e hijos y asombran por su valor a los invasores. En el caso de los galaicos, existía una hermosa leyenda cubierta por tintes amazónicos en la que se narraba cómo las mujeres dejaban a sus parejas masculinas al cuidado de los poblados mientras ellas se dedicaban al arte de la guerra. También se pudo constatar en estos pueblos célticos que tras el nacimiento de los hijos, las mujeres cedían el lecho a los hombres para que fuesen cuidados con las más exquisitas atenciones; de alguna manera, estas costumbres matriarcales han perdurado en los rasgos genéticos de los territorios norteños.

Las guerras cántabras provocaron que el propio emperador se desplazase a la zona para solucionar de una vez por todas aquel incómodo obstáculo para la
Pax Romana
. En el caso del escurridizo Corocota, Octavio estimó que la cabeza del insurgente valía 250.000 denarios; una vez más, como en el caso de Viriato, los romanos optaron por desembolsar fuertes sumas para eliminar rebeldes en lugar de emplear más legiones y, sobre todo, tiempo en su derrota. Para asombro del César, el mismo Corocota —en un ejercicio de valentía sin igual— se plantó ante el Augusto exigiendo la recompensa. Octavio, estupefacto por la osadía, pagó al guerrillero, dejándolo marchar en paz.

En fin, son las curiosidades de los grandes emperadores romanos.

En estos conflictos —casi siempre sin cuartel— se destacaron ciudades de imperecedero recuerdo como Numancia, Calagurris, Lucus…, plazas que optaron por una resistencia heroica y suicida frente al rodillo invasor romano.

En el año 19 terminaba la conquista de Hispania, y los guerreros hispanos pasaron a formar parte del ejército romano. Desde hacía tiempo, diferentes unidades se habían acreditado como fieles soldados al servicio de Roma. Los guerreros ibéricos se destacaron magníficamente en unidades de infantería ligera y caballería, y fueron utilizados por Roma en sus conflictos internacionales o civiles; en ese sentido, cabe mencionar que en 89 a.C., una
turma
o unidad de caballería conformada por 30 jinetes hispanos recibió al completo la ciudadanía romana por su valor en una batalla; el hecho quedó reflejado en el famoso Bronce de Asculum.

Y es que los soldados ibéricos demostraron ser magníficos jinetes que daban un trato exquisito a sus monturas, consiguiendo cierta perfección en el manejo de sus armas arrojadizas mientras cabalgaban. El propio Aníbal utilizó con excelentes resultados la caballería íbera en sus campañas de Italia; valga de ejemplo la decisiva aportación de la caballería ligera en la batalla de Cannas.

Los romanos se beneficiaron ampliamente de las tropas auxiliares hispanas que servían en las legiones. Durante la etapa imperial, numerosas alas y cohortes reclutadas en Hispania marcharon a Britania, las Galias o a las fronteras danubianas y germanas para defender las posesiones imperiales. En la propia Península, la VII Legión Gemina, acantonada desde 74-75, fue integrada casi en su totalidad por autóctonos; ésta fue la última unidad legionaria establecida en Hispania. Tras su desaparición, la península Ibérica quedó a merced de pequeños ejércitos privados que poco o nada pudieron hacer ante las invasiones bárbaras de 409.

En resumen, la conquista de Hispania fue la acción más costosa para Roma: dos siglos cubiertos por guerras, matanzas y crueldades en los que las tribus ibéricas lucharon palmo a palmo en la defensa de su modo singular de entender la libertad y la existencia. Roma, en calidad de potencia invasora y colonizadora, se dejó en el camino miles de legionarios, pero sin duda le mereció la pena, pues muy pronto la Península se convirtió en el tesoro más valioso del Imperio romano. Una relación que duró más de seis siglos y que sin duda impregnó el alma y el ánimo de los seculares habitantes de una tierra fundamental para los designios de la civilización más poderosa de la antigüedad.

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