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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (45 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Eso es lo que quiero averiguar, tal vez me pueda ayudar si me desvela la suya.

—Yo fui… su pareja.

Una mujer cincuentona, vestida como las señoritas francesas de alto copete de principios de siglo, acababa de convertirse en la persona con vida que Emilio más ansiaba entrevistar. La estructura interior que daba vuelo a su larga falda, su torso, abrochado por un estrecho corsé, y unos pechos a punto de saltar por los aires desde aquel tremebundo escote formaban una postal pasada de moda, pero que se ajustaba a la perfección al ambiente decadente y cortesano en el que Emilio buscaba respuestas.

—¿Es usted princesa por parte de…?

—Soy princesa y punto. Habrá oído hablar de la familia Andronikov. Yo heredé su dignidad.

Aquello sonaba a un montaje en toda regla para sobrevivir en el ambiente de la rancia aristocracia despreciada por los nuevos gobiernos de Europa, pero a Emilio la impostura le favorecía. Sabía manejarse con falsas herederas y aristócratas degradadas.

—De acuerdo, princesa. Dígame, ¿convivió mucho tiempo con Francisco?

—¿Con Paco? Sí, doce años en París y dos semanas en Corbelle. Al cabo de ese tiempo, cuando él decidió que en esta tierra acabaría sus días, comencé a sentirme desplazada por el entorno y le dije que regresaba a Francia con él o sin él. Volví sola y me establecí en Lyon, pero sin hacer mella en su felicidad, reencontrada en el escenario de su infancia.

—Escúcheme, puede que usted sea capaz de proporcionarme alguna información que necesito. Es para un reportaje que quiero publicar en el periódico en el que trabajo.

—Ah, un periodista. ¿Quiere escribir algo sobre mí? ¿Ha traído la cámara?

—En realidad, empiezo a lamentar no haberla traído. Es usted una mujer muy interesante… y habla un castellano correctísimo, ¿es rusa?

A cada halago de Emilio, la Andronikova respondía con largos ademanes de una elegancia demodé, como queriendo llamar la atención de cuantos
flashes
estuviesen preparados en las inmediaciones. Esa envoltura de dulce nostalgia sólo se truncó cuando sus ojos se encontraron con una colcha espesa de nata en el tazón y una arcada hizo amago de salir al exterior.

—Las princesas nos debemos a nuestros súbditos —continuó, tras recomponerse—, pero los que ahora pueblan la Rusia a la que usted se refiere me han condenado al exilio. Lo del idioma se lo debo a Francisco; no se imagina usted lo fácil que fue aprenderlo a su lado.

—Y sobre Biblias, ¿me podría decir algo? —Emilio fue directo al grano que tanto le picaba.

—¿Vende usted Biblias? —preguntó extrañada.

—No, quiero saber más sobre ellas.

—Francisco era profundamente religioso, ortodoxo, como yo, pero nunca tomó los hábitos, al menos que yo sepa.

—Lo que deseo preguntarle, querida princesa, es si su añorado Francisco tuvo relación con alguna Biblia… —no se anduvo con rodeos— única.

—¡El Códex Sinaiticus, claro! ¡Tenía que haberlo imaginado! Eso es lo que le ha traído hasta aquí. Nunca he llegado a verlo, pero he leído que los intrusos que ahora gobiernan mi patria lo han vendido.

—¿Y qué tenía que ver ese códice con Francisco Pérez?

—Me hablaba tanto de él… —reconoció por fin la princesa, que empezaba a ser presa de esa nostalgia propia de quienes están cerca de convertirse en ancianos venerables, aunque se conservasen tan estupendamente como aquella dama—. Su padre trabajó con el experto que lo rescató de un monasterio, un tal Von Tischendorf. Le ayudó a traducirlo.

—¿Y desde entonces…?

—Quedó en poder del zar Alejandro II, Dios lo tenga en su gloria. Según Francisco, lo conservaba entre sus bienes más preciados, envuelto en un paño rojo de seda.

—Y no le mencionó si había algo más… ¿Hubo otra Biblia igual?

La princesa seguía absorta en sus recuerdos, pero el periodista no se había ganado aún la confianza que pretendía.

—¿Otra Biblia…? No sé a qué se refiere.

—Vamos, no tenga miedo a hablar. Francisco está muerto, usted exiliada y yo atravieso verdaderos apuros por culpa de ese libro. En realidad no publicaré nada sobre él. Se trata simplemente de un asunto que ha despertado mi curiosidad, pero he de decirle que una de las últimas personas que estuvo relacionada con ese libro ha fallecido por su causa. No me gustaría ser el siguiente. ¿No le parece suficiente motivo para decirme la verdad?

La Andronikova se reblandeció como la torrija que, tras pasar por el tazón, había vuelto a quedar abandonada en el plato sin que la princesa la hubiera probado.

—Vivimos tiempos confusos —prosiguió, haciendo ascos a aquel manjar—. Nadie sabe quién es quién o cuáles son sus verdaderos propósitos. Disculpe usted mi suspicacia. Tal vez tenga razón, ¿qué importancia tiene ahora? Le he hablado de la que está en Londres, la incompleta: ésa es Aleph. Pero hay otra, la completa: Tav.

—¿Y de dónde salió? —se interesó el periodista, que acababa de escuchar la palabra que esperaba.

—Por lo que Francisco oyó en boca de su padre, Tav también estuvo escondida durante siglos en el monasterio de Santa Catalina. Al parecer, se mantuvo oculta en el lugar más insospechado para que nadie la robase: una mezquita construida en el interior de aquel cenobio. Nadie podría imaginar que un tesoro cristiano de esa importancia pudiese estar en templo musulmán elevado en señal de respeto a la religión dominante en la zona. De hecho, nunca se supo que albergase culto alguno, ni siquiera estaba dirigida hacia La Meca, como mandan sus cánones. El colmo de la paradoja es que guardase en sus infieles entrañas la palabra del Dios de los judíos y de su hijo en la Tierra.

—¿Y cómo salió de allí?

—Al parecer, la dinastía Romanov conocía su existencia, no me pregunte cómo. El zar Alejandro II se alertó al saber que Von Tischendorf, en su primera visita al Sinaí, encontró varias páginas, pero más se alarmaron los monjes, cuya misión de custodia de ambos ejemplares corría un serio riesgo. Por eso decidieron entregar al alemán sus primeros hallazgos, para evitar que su desmedida curiosidad le llevase a encontrar el resto de Aleph, o lo que sería más peligroso, la Biblia íntegra que también guardaban. El zar, a quien no convenían las indagaciones de Von Tischendorf, lo buscó y le encargó personalmente que se hiciese con Aleph. Una jugada maestra, ¿no le parece? Así, el libro mutilado terminaría en Rusia, a la vista de todos, en manos del hombre más poderoso del planeta. En medio de esta búsqueda, que tardó años en completarse, Alejandro también envió al monasterio a un arzobispo ortodoxo que sabía de la existencia de Tav. Éste utilizó toda su autoridad y algunas artes menos piadosas para llevársela también a la capital imperial. Mi suegro relató a mi esposo que, en medio de aquellas intrigas, tuvieron lugar misteriosas muertes en el monasterio, nadie sabe si para eliminar a testigos inconvenientes o a quienes se oponían a que las Biblias saliesen de allí.

—Aleph y Tav llegaron entonces a San Petersburgo… —Emilio se admiró de la estrategia.

—Las dos Biblias estaban en la corte, pero nadie, excepto el zar y algunos pocos hombres más, tenían noticia de la existencia de Tav. Alejandro era un hombre astuto, ¿sabe? Esa desconfianza fue la que le libró de la muerte en más de una conspiración contra él y su familia. Sabedor de que el valor de Tav era muy superior al de Aleph, convirtió la aparición de esta última en un acontecimiento cultural de orden planetario: un simple señuelo, una maniobra de distracción para ocultar la otra, la más valiosa.

—Supongo que, para un personaje tan importante, ése sería el mayor símbolo de poder terrenal que podía tener a su alcance —preguntó Emilio, intentando recordar la mirada codiciosa de Izaola ante la Biblia para hacerse una idea de lo que había sentido el emperador ruso.

—No sólo le gratificaba la posesión de aquel libro, también lo usaba para rezar. Era su misal particular. Aparte de una compulsiva devoción por los favores de Catalina Dolgoruky, la mujer que le había sorbido los sesos, su majestad tenía otro capricho: orar ante el Señor por mediación del reflejo más fiel de su palabra, es decir, Tav.

—¿Y qué fue de las Biblias a la muerte de Alejandro? —dijo Emilio, al que tanta revelación le estaba despertando las ganas de beber algo, aunque fuese aquel café de mentira con leche de verdad que la princesa había rehusado.

—Aleph permaneció en palacio hasta que las hordas soviéticas expulsaron al zar Nicolás II. Esa parte de la historia no se le escapa, ¿verdad?

—¿La Revolución?, la conozco. ¿Y adónde fue a parar Tav?

—La princesa Dolgoruky logró llevarse algunas propiedades en su exilio a París; entre ellas, un cofre que Francisco nunca olvidó. Inicialmente, en él se guardaban las dos Biblias, aunque Tav estaba oculta en un doble fondo. La princesa cumplió los deseos del zar, de manera que el Códex Sinaiticus, el Aleph, se quedó en San Petersburgo, pero la segunda Biblia, la más importante, se fue a París con la viuda en aquel compartimento secreto, rodeada de joyas y acompañada de uno de los facsímiles del Códice Sinaítico que Alejandro mandó elaborar. Fue, digamos, un regalo de despedida, o así lo entendió aquella zarina repudiada por la familia de su esposo.

Lo de poseer un original y un facsímil parecía ser una costumbre más extendida de lo que Emilio había pensado al conocer la bodega de Izaola. Sólo le quedaba descubrir la forma en la que Tav llegó a Madrid.

—Más tarde —continuó la princesa—, agobiada por las estrecheces del exilio y por su inevitable decrepitud, Catalina Dolgoruky le encargó a Francisco que, cuando ella muriera, vendiese sus posesiones. Y, el mismo día del funeral de la zarina, se le presentó el recadero de un posible cliente en España.

—¿Le suena el nombre de un tal Izaola?

—No lo sé, era… Sólo recuerdo que el que actuó como intermediario era holandés. A todo esto, Stalin tardó tiempo en conocer la verdad. Los Romanov, a los que había conseguido exterminar, no sólo le dejaron como pesada herencia una legión de fieles dispuestos a plantarle cara, sino que también, a ojos de éstos, habían hurtado a Rusia un tesoro de tal valor que el infame gobierno sóviet no podía renunciar a él de ninguna manera. Pero ese advenedizo de Stalin se sentía atrapado: nadie debía saber que Tav se había fugado en manos de la Dolgoruky, que Aleph era sólo la cortina de humo con la que los zares habían escamoteado la pieza más valiosa.

Emilio comprendió que un ser tan pagado de sí mismo como el mandatario bolchevique no había tardado en participar de aquel engaño en su propio interés. Negoció con los ingleses una cifra astronómica a cambio de Aleph a sabiendas de que un ejemplar más valioso permanecía oculto en algún lugar de Europa. Mientras cobraba su cheque británico, pensaría en cómo recuperar a Tav para así agrandar la relevancia internacional de la Unión Soviética en el mundo de la cultura. O tal vez lo buscaba con la única intención de conseguir una cifra aún mejor por él y, de paso, dejar a los ingleses en evidencia por su torpeza al comprar una pieza defectuosa.

—Por lo que deduzco de mis averiguaciones, Stalin ordenó la búsqueda de Tav en España. Imagino que tenía alguna pista —conjeturó el periodista.

—Ah, París es un nido de indiscreciones. Si aquel holandés se llevó el libro a España, es muy posible que ese tirano lo supiese.

—Pues fíjese: este desdichado redactor que tiene delante se ha visto envuelto en esa búsqueda sin comerlo ni beberlo y a punto ha estado de perder algo más que la tranquilidad en ese trance.

—A veces ocurren cosas así de insólitas. ¿Quién me iba a decir a mí que estaría hoy aquí, a tantos kilómetros de distancia de mi residencia, hablando con un periodista sobre un pasado que muchos consideran definitivamente enterrado? Hablando de enterramientos, ¿a qué hora era la misa? Antes tendría que comer algo —comentó con un nuevo gesto de desprecio hacia el desayuno, que ya estaba tan frío como el cadáver que los había llevado hasta allí—. Creo que hay que acercarse a pie hasta Corbelle.

—Pues póngase unos zapatos más cómodos y, si me permite otra recomendación, modere ese escote de alguna manera antes de ir a la iglesia. Ya conoce a esta sociedad tan cerrada y pacata: la considerarán una cualquiera.

—Francisco Pérez nunca me trató como tal, aunque, ciertamente, a eso es a lo que he llegado con el paso de los años —se destapó, por fin, la princesa fingida.

—Yo no diría lo mismo, conserva usted una atractiva dignidad —se sinceró Emilio.

—Gracias, amigo periodista. ¿Nos vemos en el funeral? —le citó la princesa, cual si estuviese despidiéndose de un barón al que hubiese invitado a un té.

—No gracias, con sus palabras ha conseguido evaporar algunos miasmas que merodeaban a mi alrededor. Me siento libre y ligero, lo suficiente para volver a Madrid de inmediato y resolver otro par de asuntos pendientes. Transmita mis respetos y mi más sentido pésame a la familia de Francisco Pérez, un sentimiento que le hago extensivo a su excelencia, mi princesa. ¿Se dice así?

—Más o menos —respondió, con una sonrisa indulgente.

—Perdone mi republicana ignorancia en materia dinástica, pero mis condolencias son sinceras. Lamento de verdad la pérdida que habrá supuesto para usted la muerte de Francisco, aunque ya estuviesen alejados el uno del otro.

—Fuimos felices, con eso basta. Tampoco crea que espero encontrármelo en el más allá. Mis discutibles pasos por este mundo constituyen una barrera que no me permitirá ascender a su encuentro en los cielos.

Inconscientemente, Emilio recordó los pasajes del Códice Sinaítico que omitían la Ascensión de Jesucristo. Aquella mujer tenía razón: seguro que el París de algunos años atrás fue para ella lo más parecido a la tierra de promisión de los cristianos.

Capítulo
25
DESPACHO MINISTERIAL

D
esde un gramófono encaramado sobre el aparador, la melodía que musitaba un piano se ocupaba de suavizar las burocráticas aristas del despacho. El ministro, con las manos apoyadas en el mueble y la cabeza asomada a la bocina de caracola, estaba hipnotizado por la rotación del disco.

—Mussorgsky. ¿Quién lo diría? No sólo sabe abrir los ojos del auditorio, también el alma.

Ni el ronroneo de las poleas ni las gárgaras provocadas por el rozamiento de la aguja al atravesar el desfiladero de pizarra suponían un impedimento para admirar la ternura de la composición. El ministro se volvió para saludar al recién llegado.

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