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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (20 page)

BOOK: La biblia bastarda
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En un establecimiento donde todo parecía de ocasión, la ruleta no podía ser menos. El disco giraba con dificultad, como si los rodamientos y el engrase no formasen parte de su dinámica de funcionamiento. Tal vez se tratase de una mera treta para hacer caja con mayor rapidez. La bola, tras pelear contra los rebordes, tardaba pocos segundos en encontrar una casilla en la que caer apresada. El crupier, un muchacho joven, cantaba el número y sus propiedades, y el paño de las apuestas parecía comenzar a envolverse, como una lengua, para llevarse todos los billetes hacia la banca. Aunque con Gisbert sentado a la mesa, esa tendencia no tardó demasiado en comenzar a cambiar. El policía empezó apostando sus billetes de cinco pesetas a negras y, tras un par de patinazos, la ruleta le permitió recuperar las pérdidas. Más tímidamente llegaron las ganancias, y entonces decidió asumir riesgos mayores al colocar su dinero en las casillas realmente capaces de multiplicar lo apostado. Para asombro de Emilio y enfado de la concurrencia, con el paso de los minutos comenzó a encontrarse con algún destello de suerte, y al cabo de una hora de copas de coñac y whisky, se reunieron más de trescientas pesetas cerca de las manos del inspector. Ruiz comenzó a sospechar que aquella ruleta estaba controlada por algún pedal o mecanismo invisible con el que la banca agasajaba a quien le daba la gana. No cabía pensar que Vicente Gisbert fuese un hombre de suerte porque esa condición era incompatible con su trayectoria vital, profesional y sentimental. Tampoco valía suponer que alguna divinidad relacionada con el azar se hubiese fijado en aquel jugador ocasional, cuando había señores mucho mejor vestidos y casinos más lustrosos en los que reparar. Sin duda había truco, pero Emilio no era capaz de desentrañarlo.

El policía, con aire presumido y sin perder la pose de jugador que debía de haber ensayado concienzudamente después de ver alguna película sobre el tema, se levantó unos instantes y dejó aquella fortuna a cargo de Emilio.

—Voy a mear. Mientras tanto, cuídame la pasta. Si quieres jugar, hazlo, pero sin apostar más de un duro o dos en cada tirada; y de vez en cuando dejas que la ruleta descanse, no vayas a aficionarte demasiado.

A Emilio se le amontonaban las instrucciones. Un hombre como él, que nunca había pasado de participar en alguna partida de julepe, no recordaba haber tenido entre sus manos otros réditos procedentes del juego que no fuesen un par de pesetas o, en la peor de las noches de finales de mes, unas habichuelas secas que servían de consuelo a periodistas desperrados que no disponían ni de calderilla que jugarse a las cartas. No obstante, probó suerte. Apostó a negras como había visto hacer a su amigo y… ganó. Siguió con negras y perdió, y volvió a perder, y veía crecer el montículo de billetes del crupier a la par que aumentaba su inquietud por el inminente regreso de su compañero de calaveradas. Cuando Gisbert ocupó su silla ni se inmutó. Parecía que la mala racha de Emilio no le preocupaba lo más mínimo.

—Perdona el retraso, compañero, he estado haciendo un encargo. Ya veo que los billetes se te escapan.

—Lo siento, Vicente. La ruleta se empeña en decirme que no, como el resto de las tentaciones de la vida.

—No te hagas el filósofo. Ya lo imaginaba. Se te adivina en la percha. Tú tranquilo, que de ésta salimos.

Dicho y hecho; por efecto del paso de un río invisible, la colina de billetes de la banca comenzó a erosionarse y a verse arrastrada lentamente hacia el depósito que habían conformado los dos amigos sobre aquel sucio tapete. El ganadero fue el primero en mirarlos de reojo, con una expresión en que se mezclaban por igual la envidia y la desconfianza. El obrero, sin embargo, parecía dispuesto a arruinarse sin tener en cuenta la suerte de los demás. El dandi se levantó para probar suerte con los dados, y en su lugar quedó sentado un petimetre con aspecto de estudiante capaz de dejar seca la heredad de sus padres en un par de años de carrera universitaria infructuosa, excepto en lo que se refiriese a su paso por la tuna. Llevaba puesto un impecable traje milrayas, de color gris pizarra, de cuyo bolsillo asomaba un pañuelo de color nácar con unas ilegibles iniciales bordadas en hilo marrón.

—Vicente, esto se está poniendo feo —comentó Emilio, algo acobardado.

—Calma, ya te he dicho que está todo controlado.

Gisbert volvió a arriesgarse. Esta vez apostó diez pesetas a una cifra concreta que Emilio no quiso ni ver. Cuando el crupier cantó el número ganador, el policía puso cara de decepción. Insistió con otras diez pesetas para estrellarse en un par de ocasiones más, las últimas que el infortunio le tenía reservadas. A la siguiente, el crupier cantó el mismo número por el que el policía había apostado, si los ojos de Emilio no le engañaban o aquel tapiz no estaba demasiado gastado como para permitir ver bien los guarismos. Vicente se desvivía en gestos de alegría.

Entonces sucedió lo que no estaba previsto en ningún manual del fullero al uso: Hurtado, el dueño de los casinos y de todos los cubiles de perversión de aquellos barrios de Madrid, apareció por una puerta que tenía más aspecto de vía de escape que de entrada. Venía seguido de dos forzudos que parecían recién salidos de una
tournée
del circo, aunque con más ropa encima que cuando levantaban pesas como si fuesen mondadientes. Sin más, se sentó a la mesa. Un enorme reloj dorado que llevaba en la muñeca se desplomó sobre el fieltro antes de que lo hiciesen sus brazos. Con un fajo de billetes en la mano derecha, comenzó a apostar lentamente, sin decir palabra.

—Pero ¿el jefe de todo esto tiene permitido jugar? —preguntó Emilio en voz baja.

—Lo único que está prohibido es que pierda. Pero tú no te alteres, en la ruleta no jugamos unos contra otros. Vamos todos contra la banca.

—O sea, contra él.

El periodista había comenzado a sudar, como si alguien hubiese incendiado las casas del contorno en aquella gélida noche de «hagan juego» y «no va más». Sólo tenía ganas de irse de allí, aunque para ello tuviese que perder todas sus ganancias y a un viejo amigo. El gánster apostaba con mucha más soltura que los demás y con cantidades que provocarían temblores a las cajas de caudales del Banco de España. Dejó de atender el juego durante un instante y miró hacia el policía.

—Deja un rato los billetes y que apueste tu amigo, el periodista.

Emilio se preguntó dónde diantres llevaba colocado el cartel de periodista, o peor aún: ¿habría publicado alguna vez alguna información inconveniente sobre aquel tipejo con fama de matón y extorsionador? Con la certeza de que no tenía más remedio que obedecer, Vicente dejó el dinero en manos de su amigo, que no sabía por dónde empezar. Fue entonces cuando Emilio Ruiz decidió incorporar una nueva máxima a su decálogo, que ya superaba con creces las diez recomendaciones: «Si en esta profesión te da por pensar alguna vez que ya lo has visto todo, corre en busca de un oculista, porque lo único que te hacen falta son unas gafas correctoras».

Y así fue. La delicada situación se complicó aún más cuando el hombre del reloj de oro comenzó a apostar a las mismas casillas que Emilio, lo que obligó a éste a sentirse en la necesidad de no fallar por si ello comportaba una paliza o alguna represalia peor. Y, sin embargo, el maleante de altos vuelos comenzó a errar en todos sus pronósticos y a alimentar de nuevo la pila de billetes de la banca, que, hinchada ahora por el papel del ricachón, empezaba a alcanzar una envergadura inusitada hasta el momento.

Tras una serie de intentos fallidos que empezaron a aumentar su intranquilidad, Emilio se atrevió a retirarse con la socorrida excusa de acudir a los urinarios. El antro se había animado y, pasadas un par de horas de estancia, comenzaba a ofrecer un aspecto que se resistía a asumir como acogedor, aunque debía admitir que le resultaba cuando menos familiar. Sin necesidad de preguntas, vislumbró una puerta que le pareció la más indicada para esconder el aseo de un viejo almacén. El creciente aroma rancio le dio la razón antes de abrirla. En su interior, los grifos goteaban agua sobre dos viejas pilas de lavabo que no invitaban precisamente al aseo personal. Un muro de azulejo enmohecido rodeaba un urinario hacia el que se dirigió para hacer sus necesidades.

—Ni se le ocurra darse la vuelta, señor Ruiz —dijo una voz a su espalda.

El instinto y la curiosidad profesional estuvieron a punto de jugársela, pero cuando comenzaba a girar la cabeza, Emilio recibió la segunda orden, mucho más expeditiva y convincente.

—¡Le estoy apuntando con una pistola y no tendría empacho en apretar el gatillo!

De cara a la pared, que podía convertirse en paredón al menor descuido, lo único que le vino a la cabeza fue el titular en el que desembocaría cualquier movimiento inesperado por su parte: «Un disparo a traición acaba con la vida de un abnegado periodista», antetitulado por «Oscura muerte en los retretes de un casino ilegal». La única palabra de consuelo en la noticia, aquel «abnegado», era una simple cortesía corporativista del colega que escribiría su obituario. Prefirió eliminarla, pero ya se había hecho a la idea de que, incluso así, el resultado era demasiado sórdido como para que, más allá de las meras funciones metabólicas, su cuerpo se moviera ni un ápice.

—¿Es usted el que nos está investigando?

—Depende, ¿a quiénes?

—Lo del joven muerto, lo de Ramón Panal.

—Digamos que sí, aunque yo no soy policía, no busco justicia, sólo la verdad.

La voz se estaba acercando a su oreja derecha. Supuso que el cañón del arma estaría próximo a sus riñones.

—Pues quédese con mi verdad: a usted no le interesa seguir mordisqueando ese hueso si no quiere acabar igual que el estudiante. Nosotros sólo pasábamos por allí.

—¿Y quiénes son «nosotros»? —preguntó el atemorizado periodista.

—Ya sabe a quiénes me refiero.

—Ya, a los fascistas —dio por hecho—. Disparan por la espalda y rematan a la gente de mala manera. Si me permite una apreciación personal, esa descripción responde con exactitud a lo que pretende hacer usted ahora conmigo.

—Pero lo mío sería en defensa propia. Si insisten en acusarnos, acabaremos en el Tribunal de Urgencia y muy probablemente en la trena durante mucho tiempo. Los hay que nos tienen muchas ganas. Lo que ocurrió allí fue un accidente fortuito, fruto de la confusión. No se equivoque, si nos lo hubiésemos propuesto, habríamos podido matar al joven medicastro. Aquellos revolucionarios corrían como ratones asustados cuando nos vieron llegar, pero sólo pretendíamos amedrentarlos un poco. Todavía no ha llegado la hora de hacer la limpieza —añadió con un tono inquietante—. No tenía nada en contra de él. Seguramente sean necesarios muchos médicos en el proyecto de nuestra nueva patria.

Emilio se cerró la bragueta, que permanecía entreabierta desde el inicio de la conversación. Las urgencias fisiológicas se le habían interrumpido de forma abrupta.

—Prefiero no especular sobre qué función reservarían a los médicos tanto usted como sus amigos, tan salvapatrias, aunque no creo previsible que les esperase un papel digno del juramento hipocrático.

—¿Es usted siempre tan respondón? Esa actitud le va a traer problemas. No lo olvide: deje dormir ese asunto —siguió diciendo aquel hombre—. La policía no tiene demasiado interés en resolverlo, seguramente por si algún inconsciente como usted quisiese implicar a sus primos, los de Asalto, que tampoco estaban muy lejos de allí.

La voz comenzaba a alejarse.

—Y ahora voy a salir de aquí y usted se quedará tranquilito unos minutos. Si lo veo por el local antes de que yo me haya ido, lo envío a la página de sucesos en la que escribe.

El periodista respiró profundamente. Tenía la sensación de haberse tragado un pliego de papel secante. Necesitaba volver a por su copa, puesto que aquellos grifos amenazaban con despedir colonias de bacterias que podían apagar las funciones orgánicas en lugar de la sed. Pasado un buen rato, oyó que se abría la puerta con un sonido violento y no pudo evitar girarse mientras los latidos del corazón resonaban en las proximidades de sus tímpanos. Se trataba de un borracho que, avanzando a trompicones, amenazaba con estrellarse contra él y arrastrarlo hacia las paredes de los mingitorios. Emilio se desembarazó como pudo de aquel peso muerto y salió con todo el sigilo que le permitía el susto que llevaba encima.

De nuevo en medio de la penetrante atmósfera que emanaba del juego sucio, tan sólo echó en falta a un personaje: el joven petimetre, que se convertía así en el principal sospechoso de haberle cortado la meada a punta de pistola.

A lo lejos, en la barra del bar, atisbó a su compañero de fatigas manteniendo una acalorada conversación con el hampón. Cuando ambos percibieron su inminente llegada se quedaron mudos. Gisbert caminó hacia Emilio.

—¿Dónde te habías metido?

—¿Dónde está mi copa? —preguntó el periodista, alterado.

—La dejaste en la mesa de la ruleta, ya se la han llevado. ¿Quieres un poco de coñac?

—Dame, por favor.

Emilio desaguó la copa con un par de tragos.

—¡Oye, que tú eres de sorbo más comedido! ¿Qué te pasa?

—Nada, Vicente, nada —le tranquilizó—. Quiero irme. Sólo es eso.

—Ahora que pensaba reanudar mi buena racha… Mira, mientras te ausentaste me hice con unos fondos.

Gisbert le mostró un descuidado fajo que guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Creo que habrá cerca de cuatrocientas pesetas. Hemos doblado nuestro capital. ¡Esto hay que celebrarlo con unas copas!

Emilio no estaba para festejos, pero tampoco quería despertar la suspicacia del policía sobre aquellas cosas extrañas que le estaban sucediendo. Además, algo le decía que lo mejor sería irse de allí.

—Pues nada, a celebrarlo —confirmó, sin mucho convencimiento.

—Así me gusta, campeón —lo animó Gisbert dándole palmadas en el brazo—. ¡Nos espera la mejor de las mil y una noches! Arturo, por favor, vuelve a guardarme la copa, me hará falta el próximo día.

Mientras se aproximaban a una zona más rica en oxígeno, el periodista miró a su amigo, que se resistía a dejar atrás una última tiradita en la ruleta.

—Oye, Vicente, dime una cosa, ¿y ese jueguecito de la copa? En la ruleta no hay contrincantes, no es necesario ver reflejados los gestos de los rivales como me contaste.

—Está bien, te lo confesaré, aunque un secreto así puede costarme una mano. La copa tiene marcas —le desveló entre susurros.

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