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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (38 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Señor Miranda-Fábregas, disculpe mi atrevimiento, pero creo que nos debemos aclaraciones mutuas.

El silencio de su interlocutor no le impidió insistir.

—Don Fermín, lo de su hija…

Cuando ya había ganado una posición lo bastante próxima, Emilio descubrió por qué aquel hombre no le respondía. No era por altanería, ni por desprecio o desgana: sencillamente estaba llorando como un niño.

—¡Usted…, usted no lo entiende! —le respondió por fin entre sollozos contenidos a duras penas.

—Me parece que estoy empezando a comprender —repuso el periodista—. ¡Tiene remordimientos! Usted no teme que su hija se vea salpicada por un despreciable homicidio. ¡Es usted el que tiene mucho que ocultar!

—¿Ve como no lo entiende?

Las pestañas de aquel hombre se movían como rastrillos intentando contener los brotes de agua que surgían de sus ojos. La papada tenía hipo, como la de un sapo.

—Mi hija está hundida, destrozada, desde que el chico murió. He tenido que recurrir a mis influencias para ingresarla en un convento donde las hermanas cuidan de ella con una ternura digna de admiración, pero no se recupera. Ni siquiera habla. ¡Es una desgracia!

—¡Por supuesto que lo es! Tengo entendido que su carrera era muy prometedora.

—¡Médico! ¡Quería ser médico! ¡Qué ocurrencia, qué disparate! Intenté advertirla de que aquello no era un futuro decente para una mujer. Tal vez enfermera, maestra…, pero ¿médico? En fin, ¡se empeñó en seguir ese camino y fíjese cómo hemos acabado!

Emilio tuvo el impulso de buscar un pañuelo, que en realidad no llevaba encima, para acercárselo a aquel señorón que corría serio riesgo de quedar alagado entre lágrimas y mucosidades, pero de inmediato descartó ese préstamo por innecesario. A Miranda-Fábregas no debería faltarle en el bolsillo algún trapo con el que limpiarse la mugre cada vez que depositaba monedas en las manos de tanto niño harapiento de dudosas costumbres higiénicas. En efecto, no tardó en salir del ribete de su bolsillo un pañuelo de seda nacarada.

—Usted y su hija estarán sufriendo un tormento, pero ¿y el chico? ¿Ha pensado usted en ese pobre muchacho? —le reprochó el periodista.

De nuevo, don Fermín miró hacia el cartel. Un pase de pecho descolorido parecía atraer su atención o, más bien, desviarla de la expresión de Emilio, que empezaba a parecer acusadora.

—Usted sabe qué le pasó a Ramón —continuó—. Es más, déjeme que haga una reconstrucción de aquellos días. Marta Miranda-Fábregas acude a estudiar Medicina, la carrera que su padre, un hombre atado a las tradiciones más conservadoras, aborrece. Allí conoce a Ramón, del que se enamora ciegamente. Su padre también lo detesta. Después ese amor trae un embarazo, que el padre recibe como una inaceptable contravención a sus firmes creencias católicas. Para colmo, ella, que se siente acorralada, ¡decide abortar! Es un pecado que no cabe de ninguna de las maneras en la moral cristiana que su progenitor cultiva constantemente y de la que hace siempre gala. ¿Cómo enderezar la vida de una hija descarriada que había elegido caminos tan equivocados? Alejándola en lo posible de la maligna influencia de su novio…

—¡Le ruego que no siga por ese camino! —Las palabras de Miranda-Fábregas fueron la confirmación de que el periodista no andaba errado.

—Pero entregarla a los brazos de unas monjas no fue suficiente. ¡Era necesario extirpar la encarnación del mal que usted veía, según su despiadada interpretación, en aquel compañero de facultad! ¡Usted lo hizo!

—Yo no…

—Usted, ¿o quién? Dígame a qué sicario se lo encargó, ¿a uno de esos estirados falangistas, a los de la Federación de Universitarios Católicos, a un guardia de Asalto?

Vencido por la perspicacia del redactor, Miranda-Fábregas se volvió por fin hacia él.

—¡Una vida entera dedicada al encuentro con el Creador, con el Dios bueno que tutela y recompensa nuestras acciones! Eso es lo que yo atesoraba con devoción infinita hasta que ese maldito joven se interpuso en el impoluto proceder de mi familia. ¡Él nos empujó a todos al pecado!

—Y usted eligió transgredir el más sagrado de los mandatos cristianos: no matarás. Creyó que, encargando el asesinato a alguien, habría alguna posibilidad de redención; pero ahora, además de un pecador en grado mortal, se siente un cobarde de primera categoría.

—¡Es usted cruel! —respondió el aludido, con el llanto ya contenido por un arrebato de cólera.

—¿Me llama cruel un hombre que ha acabado con la vida de tres personas: con la de su hija, con la de su novio y con la suya propia? Yo no le estoy sometiendo al juicio cristiano, de eso se encargará el Altísimo, si es que un día se lo encuentra. Sinceramente, creo que su destino final no pasará ni siquiera por ese tribunal divino, don Fermín. ¡No encontrará usted sitio entre los justos, sino entre los malditos!

—¡Dios! —invocó, abatido, el hombre de negocios tras escuchar un relato preciso de su situación y no menos exacto de sus expectativas trascendentes.

—Deje usted de clamar a Dios. Posiblemente haya sido quien me ha enviado para anticiparle su condena. Por cierto —añadió el periodista en tono más calmado—, ¿trabajan para usted tres falangistas?

—No.

—¿Y un jovencito con aspecto petulante que vino… a verme a un casino? —le tanteó Emilio, que ya intuía de quién podría tratarse.

—Ése sí, es mi hijo. Yo lo envié en su busca —confirmó aquel plañidero sujeto, que aún sostenía en la mano un pañuelo con las mismas iniciales bordadas que el periodista no fue capaz de leer con claridad cuando aquel joven petimetre se sentó a jugar junto a él. Ahora lo veía claro: eme, guion, efe; es decir, «Miranda-Fábregas». El vástago de una honorable familia madrileña se había hecho pasar por fascista, si es que no lo era, para atemorizar a un vulgar reportero que se estaba acercando demasiado a su mezquino padre.

—¡Pues dígale de mi parte que la próxima vez tenga la gallardía de apuntarme a la cara, no de espaldas en unos urinarios! —le gritó el periodista.

Emilio se giró sin hacer caso de los lloriqueos. Nada quedaba por investigar en aquel espeluznante asunto. Si acaso, saber a quién correspondía la mano ejecutora del crimen. Podría ser el heredero del apellido Miranda-Fábregas, tan aficionado a las amenazas y a los recados sucios, pero si tuviese que apostar, habría dicho que fue uno de los agentes del orden. La Guardia de Asalto, el cuerpo que se intentó crear precipitadamente a la medida de la República para compensar las reaccionarias maneras de la Guardia Civil, estaba llena de oportunistas de mala reputación, algunos de ellos expertos combatientes en la traicionera guerra de África. A un soldado acostumbrado a esquivar balas y dagas no le habría costado demasiado encontrar el momento, en medio de un alboroto, para matar por encargo a un joven indefenso que huía despavorido. Quién sabe si a cambio habría recibido dinero, un ascenso o la simple bendición del capellán.

Ahora sentía el enorme peso de la responsabilidad que le atribuía el descubrimiento de la verdad, pero su sentencia estaba dictada: Miranda-Fábregas viviría el resto de sus días, y ojalá fueran muchos, atormentado por el insufrible dolor de haber perdido para siempre el respeto de su amadísima hija y martirizado por la imposibilidad de reconciliarse con el Dios al que había dedicado todos sus afanes terrenales. La pobre chica tal vez tuviese más posibilidades de recuperarse entre el sosegante frufrú de las túnicas de un convento que regresando a una sociedad que la había empujado fuera de su seno con total brutalidad. A Ramón nadie le devolvería la vida.

Emilio Ruiz firmó mentalmente la sentencia en Madrid, en febrero de 1934, mientras observaba desde la puerta de
La Voz
a un pobre diablo que seguía mirando, alienado, el rancio cartel de una corrida de toros. La trinidad de espadas de aquella tarde estuvo formada por Belmonte, Lalanda y Cagancho, pero un letrero cruzado advertía de que los billetes estaban agotados; como lo estaba el que esperaba aquel deleznable siervo de Dios.

En apariencia, el resto de la jornada de trabajo fue normal para toda la plantilla, excepto para Joaquín, que no terminaba de digerir aquella extraña admonición que, sabedor de que nunca obtendría información sobre lo hablado en el despacho, le hizo Emilio. Mientras ordenaba palabras para completar de la mejor guisa posible el despiadado desahucio de una familia de Lavapiés, Emilio Ruiz se dedicaba para sus adentros a intentar dejar cerrado el caso del estudiante. Ahora ya sabía algo más, aunque esto no lo hubiese descubierto por sus propios medios, sino por el método de la eliminación: la muerte del joven Ramón Panal no tenía conexiones con el Códex Sinaítico. La aparición de falangistas en ambos enredos sólo había servido para confundirle. En realidad, las tres alimañas que lo apalearon no tenían nada que ver con el asesinato del chico, aunque participasen en un mitin celebrado a las puertas de su residencia; como se sumarían, supuso, a cualquier otra expresión de fervor pistolero que se celebrase en la ciudad. Una reflexión apresurada sobre los acontecimientos le llevó a concluir que había demasiados interrogantes en los últimos lances por los que había pasado. El trío de fascistas, el ruso, el marchante muerto… y aquel facsímil que parecía oculto bajo siete llaves. Si el destino, con la inestimable ayuda de su empresa editora, le había cerrado el paso hacia una de las tramas, la otra, la del Códice Sinaítico, le resultaba ahora más atrayente, magnética, insalvable. El teléfono de la sala sonó con obstinación.

—Emilio, es para ti —dijo Joaquín mientras esperaba servicial con el auricular en la mano.

En otras circunstancias, lo habría dejado suspendido del cable, lo que quería decir que Emilio figuraba ahora en su nómina de personas gracias a las cuales podía conseguir un ascenso. Y todo por un comentario malintencionado en el momento oportuno para ganarse el temor de un pelotilla.

—Tengo algo que te puede ayudar —le comunicó Gisbert a través del hilo telefónico.

—Dime.

—Ya sé quién puede decirte algo sobre esos tres falangistas. Hay un chapero, ¿sabes lo que es un chapero? —dudó el inspector.

—No por experiencia, pero sí.

—Pues eso, resulta que un
bujarra
que se vende en la estación de metro de Chamberí, un tal Fredi, le contó el otro día a un compañero de la comisaría que tres fascistas muy parecidos a los que te han seguido estuvieron montando bulla en una casa de lenocinio de la plaza Mayor. Estaban borrachos y rompieron el letrero a pedradas con una mano; la otra la mantenían alzada.

—¿Y cómo se llama esa casa?

—No lo sé y, como entenderás, no me interesa preguntar demasiado. Lo último que me hace falta ahora es que descubran que tengo tratos contigo y que lo del interrogatorio sólo fue teatro.

—Vale, pues iré a buscar al chapero.

—Emilio, ten mucho cuidado —le aconsejó el inspector—. El tío Gisbert no te puede estar protegiendo toda la vida.

—Por el momento ya has hecho bastante, Vicente… Te debo otra.

—Ya…, ya. Me están saliendo caras las ochenta pesetas, porque… no te las he dado, ¿verdad?

El periodista miró su reloj. Las ocho parecía una hora apropiada para abandonar la redacción sin despertar sospechas entre los pocos compañeros que pululaban por allí. A las diez había quedado con Carrerilla para recoger a María en La Española, invitarlos a algo y acompañar al pequeño hasta su cochambroso barrio. Tenía tiempo suficiente para buscar al individuo que le había descrito Gisbert e intentar localizar la dirección de la casa de putas en la que se divertían los falangistas.

El último metro debía de haber alcanzado ya la siguiente estación. Pronto los guardias desalojarían aquel andén descuidado en el que sólo había algunas almas errantes en busca de limosna, de propina o de alivio carnal. Pero ni el acordeonista del fondo, que recogía sus bártulos, ni los dos borrachos que se acurrucaban debajo de la misma jarapa parecían dedicarse a complacer las urgencias de los caballeros que huían de sus obligaciones maritales para encontrarse con su verdadera inclinación sexual. Sólo le quedaba un lugar por escudriñar: los urinarios, a los que se dirigió preparando sus glándulas olfativas para la repulsión que esperaba encontrarse. Pero, antes de hacerlo con el hedor, chocó con una larga capa negra que venía rellena de un hombre de bigotes rizados en sus extremos. Supuso que era un cliente que le estaba indicando lo acertado de su rumbo. Tras él, salía otro sujeto, al que Emilio detuvo plantándole la mano en el pecho.

—¡Un momento, tú eres Fredi!

—Lo siento, ya no trabajo aquí, van a cerrar.

Emilio lo empujó con su mano hasta estrujarlo contra la pared.

—¡Te he dicho que ya no busco más clientes! —protestó con brusquedad—. ¡Suéltame y tengamos la fiesta en paz!

Emilio lo miró de arriba abajo. Parecía como si lo hubieran embutido en aquel traje de cuero negro hilvanado con hilo rojo en las costuras. De su camisa blanca surgían dos interminables cuellos en pico que dejaban abierto un escote abrigado por el mismo pañuelo estampado que le envolvía la garganta. Su aspecto formaba una indescriptible mezcla de apache parisino y chulapo madrileño que resultaba más siniestra que costumbrista. Con los ojos perfilados a lápiz, al estilo de los actores del cine mudo, el tal Fredi intentaba escabullirse de aquella mano que le mantenía preso contra la pared.

—Si quieres hacerme un hombre, no has empezado mal —dijo con voz meliflua y una sonrisa desafiante—, pero deberíamos hablar del precio mientras te acompaño al parque.

—No te busco a ti, sino algo que tú sabes —le informó Emilio, rebajando la presión que ejercía sobre él.

—Eso también tiene su tarifa.

—Luego hablaremos del precio. Ahora cuéntame qué sabes de tres falangistas que se dedican a romper cosas por ahí.

—¡Ah…, los falangistas! —Su respuesta denotaba que había comenzado a recuperar el poder en aquella situación comprometida—. Pensaba que ibas a preguntarme algo sobre mis clientes. Ésa es información reservada, ¿sabes?

—Me importa un bledo a quién te trabajes. ¿Dónde puedo encontrarlos? —preguntó el periodista, que ya había dejado de agarrarlo.

—Yo sólo sé lo que me han contado. No tengo información de primera mano. ¿Trabajas para la policía?

—No, aunque eso no viene al caso. Te aseguro que esos hombres estarían…

En ese momento, Emilio escuchó una carraca de muelles. Aunque acostumbrado a trabajar con las silenciosas y efectivas navajas de barbería, sabría reconocer en cualquier parte el resorte de una herramienta tan letal como la que acababan de ponerle al cuello.

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