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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (41 page)

BOOK: La biblia bastarda
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Te acompaña al más allá.

Diosa Véronique.

Te arrastrará.

A los ojos de un periodista, el críptico reclamo no ofrecía la suficiente información sobre los servicios que prometía aquella deidad femenina, aunque las pistas que le había suministrado el chapero le permitieron anticipar que, fueran cuales fuesen, estarían lejos del alcance de su bolsillo. No obstante, y puesto que sus intenciones no pasaban por requerir ninguna de aquellas prestaciones, se fue al periódico, dispuesto a marcar su número para pedir cita.

Una voz de mujer contestó tras una prolongada espera.


Aló

—Hola, ¿Véronique?

—A su servicio.

Una simple consonante pronunciada con sonido nasal y una palabra indebidamente acentuada en la última sílaba fueron suficiente demostración de que la chica gabacha no había depurado aún su castellano.

—Quería saber si podría visitar el más allá esta mañana.


Oui
, dentro de… dos horas. No se retrase, por favor.

Mientras se preguntaba por qué aquella voz se cruzaba constantemente con vocablos que contenían la letra erre, se fue a avisar al jefe de que necesitaría unos días de descanso. La desazón por la encerrona del día anterior en su despacho, el atentado contra Carrerilla y unos imaginarios problemas familiares que debía resolver le impedirían, si la empresa lo tenía a bien, cumplir con sus cometidos.

—¿Y quién podría sustituirte?

—Dígaselo a Abelardo —contestó Emilio.

—¿Al destripalibros?

—Estoy seguro de que se moverá con soltura por mi terreno. Tiene aptitudes que usted desconoce.

El redactor jefe le concedió una hebdómada, un período que de inmediato acotó comunicándole que debería volver al jueves siguiente. Lo hizo por si acaso su subordinado conociese la acepción alternativa del término y osase no regresar en siete años.

Los autobuses entraban en la plaza Mayor y salían de ella con aparente anarquía, pero todos terminaban alineados, como los cerdos en sus cochiqueras, a la espera de un trago de agua con la que refrescar sus fogosos músculos metálicos. Sin Carrerilla, Madrid sería una ciudad más inhóspita, pero sólo para Emilio. Al resto de aquel remolino humano no parecía importarle la desaparición de un voceador de prensa. Ni siquiera sería carne de periódico hasta la tarde, calculó el periodista antes de adentrarse en otra de aquellas dimensiones perversas de la ciudad a las que le empujaba su desbocada brújula interior. La muchacha que vendía pulseras de fantasía sobre una mesa plegable lo observó al entrar al portal. Le pareció un caballero demasiado bien plantado para necesitar los servicios de una ramera a aquellas horas de la mañana, pero cosas más raras se habían visto pasar por aquellos soportales.

Aunque la fachada mostraba un imprudente cartel, sólo dos puertas de la primera planta disponían de letrero para identificar su contenido. La primera anunciaba a madame Claudine, o, lo que era lo mismo, a sus protegidas. El resto de las situadas en la pared lateral del pasillo estaban mudas, posiblemente porque respondían a la misma mercancía. En la que cerraba el corredor, en el fondo, podía leerse el nombre de mademoiselle Véronique. Estaba claro que, más de un siglo después, los franceses habían descubierto unas sibilinas armas con las que conquistar de nuevo Europa sin generar el menor roce diplomático.

Aquella puerta estaba entreabierta. Cuando cruzó el umbral, otra de las que había dejado atrás se abrió y un anciano salió apoyado en un bastón. Resultó evidente que cada uno de los establecimientos sólo contaba con una entrada mientras que, para evitar engorrosas coincidencias en el interior, las demás puertas hacían las funciones de salida.

—¡Un momento, por favor!

La voz, que no dejaba dudas sobre su origen francés, llegó desde lo más alejado del piso. Era la joven que había hablado con él por teléfono.

En una mesa de aspecto frágil, un vaso de cristal colocado boca abajo esperaba indicaciones sobre un tablero de madera en el que estaba inscrito el alfabeto y rodeado de suficientes velas como para iluminar el interior de la catedral de la Almudena en un día de tormenta. Las cortinas se abrieron y Emilio descubrió que el color rojo tenía tantos tonos, gamas y urdimbres como la imaginación y la industria química quisiesen mixturar: cárdeno, encendido, corinto, bermellón, cereza, vivo, apagado, té, escarlata, grana, sangre…, millones de rojos repartidos en provocativos tapices, telas y pinturas que no daban tregua a la retina recién llegada desde un carboncillo gris cemento. Y también había una mota de rojo carmín: la de aquellos labios de pitiminí de Véronique, que sujetaba con desmayo un pitillo emboquillado en nácar. La muchacha, de cabellos marrones y cutis casi albino, recibió a Emilio en
déshabillé
, como mandaba su procedencia transpirenaica. De carnes y complexión primorosas, aquella sacerdotisa podría haber prestado su palmito para ser la alegoría de cualquier república emergente. Imaginó su pose heroica, en el primer plano de un cuadro de ambiente romántico, mostrando el camino hacia la libertad a una turba de babeantes guerrilleros.

—Siéntese, en seguida le atiendo.

—No… Escuche, no busco futurología, si es eso lo que quiere ofrecerme. Si de algo me he podido hastiar estos últimos días es de encontrarme con adivinos y de visitar retretes.

—Lo mío no es el futuro. Yo busco a sus seres queridos, a los que se han quedado por el camino, y los traigo aquí. Si lo que pretende de mí es otra cosa, debería venir por la tarde. Tal vez no se ha informado debidamente.

Por la mañana, «te acompaña al más allá», y por la tarde, «Diosa Véronique». Ya lo insinuaba el anuncio.

—No, tampoco es eso lo que necesito.

—Entonces tendrá que decirme qué quiere —dijo volviéndose a pelear con la erres.

—Necesito información. Le aseguro que es muy importante para mí que me la facilite —le rogó Emilio.

—Bien, ¡desembuche! —ordenó aquella mujer, que empezaba a perder la paciencia.

—Usted estaba aquí el otro día, cuando tiraron piedras contra las ventanas.

—Así es.

—¿Sería tan amable de decirme quiénes fueron?

La joven, más tranquila, prendió el cigarrillo con una larga cerilla que no terminaba de apagarse, a pesar de las rotundas sacudidas que le propinaba.

—¿Y quién lo quiere saber?

—Yo —continuó Emilio—. Esos tres fascistas de los que estamos hablando me han hecho mucho daño.

—Lo imagino —comentó la diosa Véronique entre una aureola de humo que acentuaba su misterio.

—Necesito un porqué y pienso seguir hasta dar con ellos.

—También lo imaginaba. Son de los que dejan enemigos a su paso.

Estaba claro que Véronique los conocía de algo más que el lanzamiento de piedras.

—¿Quiénes son? —insistió.

—Mala gente. Al principio, a madame Claudine le parecieron unos gamberros. Luego, cuando comenzaron a vestirse con el uniforme, empezó a preocuparse más. Uno de ellos, el rubio, supo de los servicios que presto por la tarde y se empeñó en que lo atendiese.

—Y, si no le importa decírmelo, ¿qué servicios presta por la tarde? —preguntó Emilio, aunque creía saber la respuesta.

—Dominación de caballeros —fue la desconcertante revelación que terminó de desentrañar el acertijo publicitario, que acababa diciendo «te arrastrará»—. El rubito se convirtió en cliente habitual; a los otros dos los atendían las chicas de Claudine. Cuando estábamos… trabajando, todo iba bien, pero al salir siempre armaban alguna. Eso no es bueno para el negocio, como supondrá.

—Necesito los nombres.

—No sé cómo se llaman. Yo sólo trato con el jefe.

—Pues dígame el del jefe.

Véronique adoptó una serena pose profesional antes de contestar.

—Babieca, así le gusta que le llame.

Emilio no pudo retener una mueca de estupor cuando las más reprimidas y depravadas fantasías se hicieron realidad más allá de las cortinas del fondo.

—No sé si lo entiende: para sus vicios, yo sólo soy una herramienta.

Por fin, la más española de las erres había salido limpia y vibrante de aquella boca.

—Véronique… Supongo que no te importará que te llame Verónica. Es importante que dé con ellos. Intenta facilitarme el trabajo —le imploró—. Tal vez pierdas un cliente, pero este negocio ganará en tranquilidad.

—Imagino que no te habrá importado esta comedia. Yo no soy francesa, soy de Oviedo —reconoció la joven al saberse descubierta.

—No. Es más, de repente, me has parecido mucho más guapa.

—Gracias… —comenzó a decir, mientras aguardaba un nombre, aunque fuese falso, como sucedía con todos los caballeros que la visitaban.

—Emilio.

—Bien, Emilio. Te he dicho que no los puedo identificar, pero tal vez sea capaz de descubrirte para quién trabajan.

—Supongo que para el jefe nacional de la Falange o para alguno de sus satélites.

—Puede ser, pero también para don Gregorio.

—¿Don Gregorio? —repitió extrañado Emilio, que sólo recordaba apellidos ilustres asociados a ese nombre de pila.

—Sí, don Gregorio. Sólo sé que vive en un palacio, al final del paseo de la Castellana.

—¿Y por qué estás tan segura de que es él?

—Porque a veces no traen dinero consigo. Nos pagan con ropa interior: moda íntima parisina, muy cara y muy conveniente para nuestro oficio.

—¿Y?

—Ésa es la misma moneda que don Gregorio nos entrega como propina si queda satisfecho cuando vamos a trabajar a su casa. Es un cliente selecto de los que a veces servimos a domicilio. Estoy seguro de que también se la facilita a ellos para pagarnos.

Dado que Verónica le prometió no cobrar por los veinte minutos que restaban hasta la siguiente consulta, Emilio se quedó a escuchar la historia más despiadada, aunque también más conmovedora, de cuantas había oído en las últimas semanas: la de una joven hermosa que llegó a Madrid en busca de la fortuna que su familia había perdido. A las muchachas sin estudios como ella se les negaba el acceso a cualquier trabajo decente, de modo que acabó como corista en las funciones de variedades. Un mes era enfermera, otro oficinista, otro recluta y al siguiente jardinera, pero siempre con los uniformes provocativos que requería un público que no pagaba si no había suficiente piel desnuda en el escenario. El empresario, que todas las noches se propasaba con las chicas, intentó llevársela a su despacho y ella se negó. Así quedó condenada a no poder formar parte de ningún coro de bailarinas de la ciudad y decidió ganarse la vida a costa de los mismos hombres que tantas trabas le pusieron para mantener la honradez. Lo de mostrarse afrancesada y acomodar su nombre era sólo una exigencia de las modas. Vendía mucho mejor su cuerpo y sus artes de adivinación siendo Véronique que ejerciendo como la Vero. Madrid, como buen crisol de los impulsos más corrompidos de la humanidad, convertía a las mujeres bellas e inocentes en brujas, en putas o en ambas cosas a la vez.

Emilio abandonó aquel mercado de la satisfacción espiritista y genital con lo que buscaba: un nombre que le condujese a los falangistas.

El cuero de los asientos del Chevrolet llevaba un rato devolviendo el sudor a aquellas dos espaldas que nunca se desprendían del abrigo mientras estuviesen de servicio, por si en algún momento fuese necesario hacer uso del aspecto amenazador o de las propiedades despersonalizadoras de aquella prenda.

—Mira, ahí sale el poeta. ¿Adónde irá a estas horas? —preguntó el conductor a su acompañante, que estaba concentrado en mondarse los dientes con los dedos.

—A la higuera —vaticinó el de al lado.

La capa de Telmo, coronada por un sombrero de ala ancha y forajida, pasó frente al coche antes de alejarse por la acera. Otro hombre salió de la misma puerta.

—¡Ahí está el nuestro, el periodista! ¡Arranca!

La gabardina de Emilio caminó hasta doblar la siguiente esquina, a la que ya se dirigía, cauteloso, el automóvil.

El periodista se detuvo en La Española y le pidió al vendedor de lotería que le guardase la capa y el extravagante sombrero que llevaba encima. El lotero pensó que estaría preparando su atuendo carnavalesco para una representación de
Cyrano de Bergerac
.

Madrid se moría al final de la Castellana, allí donde comenzaban las vastas estepas que recordaban, incluso al menos atento de los observadores, que aquella urbe emergió en medio de un secarral de mala muerte. Lo que la Vero quería ver como un palacio era en realidad, ante los ojos de Emilio, un imponente caserío cantábrico con influencias de un estilo colonial empecinado en hacerse el protagonista sin el menor aprecio a la composición estética.

Si las informaciones recibidas y las muchas piezas que había logrado encajar para llegar hasta allí eran ciertas, en su interior estaría Gregorio María Izaola, conocido en las mancebías como don Gregorio, el acaudalado industrial venido del norte para establecer sus dominios siderúrgicos cerca del poder de la República. La magnificencia de aquella mansión quedaba empequeñecida por el solar que la rodeaba. A su alrededor, el primer anillo estaba formado por un jardín lleno de vegetales derrotados por el invierno. El segundo era un campo arado para impedir el avance de los matojos de hierba y, seguramente, el acoso de las alimañas. A continuación, hasta donde se perdía la vista, se desenvolvía una extensión de terreno baldío que parecía lindada por el mismo cercado. Si los planes del ayuntamiento para prolongar la Castellana pasaban por allí —y seguro que lo hacían—, el dueño de aquella hacienda sería al cabo de poco tiempo el propietario de los solares edificables más apetitosos de la ciudad.

La verja estaba abierta, como la puerta de entrada, que sólo tuvo que empujar. Era la segunda vez que aquello le pasaba en un mismo día, lo que le dijo que estaba más cerca que nunca de su objetivo. El recibidor lanzaba hacia arriba dos escaleras de mármol que se reencontraban en el pasillo de la primera planta. Una lámpara de cristales lloraba con desconsuelo desde el techo, que, rompiendo con un conjunto brillante y satinado, estaba construido con gruesas vigas y tablas de madera: una reminiscencia más del recio estilo arquitectónico de la tierra natal de su habitante.

—Pase, pase… —le invitó una voz que procedía del salón, situado a mano izquierda, al sol del atardecer.

—¿El señor Izaola? —preguntó Emilio Ruiz, que comenzó a sentirse extraño en aquella suntuosa dependencia en la que un hombre de mediana edad, ataviado con una bata de seda blanca con listas azules, hacía prácticas de esgrima con un maniquí.

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