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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (42 page)

BOOK: La biblia bastarda
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Sin mirar hacia el recién llegado, el anfitrión danzaba sobre una línea imaginaria hasta clavar su florete en el busto humano, un cuerpo de cartón piedra sujeto al suelo por una peana que aparentaba ser pesada. Con ademanes teatrales, el espadachín se aproximaba una y otra vez a su oponente para asestarle nuevas estocadas mortales que no parecían satisfacerle nunca. Por fin, se detuvo para escrutar a su invitado.

—¿Usted es…?

—Emilio Ruiz.

Izaola no pudo evitar la aparición de un resquicio de impresión en su rostro. Los ojos inquietos se detuvieron en lo alto de una nariz tan larga como estrecha.

—Lo esperaba, pero no a usted… En fin, no sé si me explico.

—La verdad es que no muy bien.

—Usted es el periodista, ¿cierto?, pero hasta ahora no era consciente de que ya lo había visto antes.

Emilio tampoco lo era.

—Siéntese. Permítame que le sirva una copa de coñac. Es una segunda destilación exquisita que mando envejecer en barricas traídas expresamente desde la Borgoña. Le gustará.

Emilio lo aceptó como lo que era: una invitación a experimentar la enorme distancia que establecían las clases sociales, pero no quiso sentarse. Su anfitrión abrió una licorera octogonal decorada con madera de raíz y sirvió dos copas de cristal labrado.

—¿Tiene miedo a esto? —le preguntó, mientras posaba su florete sobre una mesa de billar—. No se preocupe, la punta está protegida con una bola. Lo más que podría provocarle es una ligera magulladura. Tampoco soy un dechado de habilidades en estos pasatiempos cortesanos. Un día me sirvieron para intentar ganarme a esos Borbones que tantas trabas pusieron para concederle un título nobiliario a mi familia: equitación, esgrima, vela, tenis e incluso una cacería en un país cuyo nombre no sería capaz de pronunciar y del que regresamos con algunas piezas que ni siquiera despedazadas caben en esta casa… Y, al final, ¡el rey toma las de Villadiego y nos deja con un palmo de narices a todos los aspirantes a formar parte de su cortejo! ¿Sabe usted si algún ministro de la República juega al bádminton? Tal vez podría invitarle a mi casa y ganarme algún reconocimiento. ¿Sabe si conceden títulos en el gobierno?

Durante el relato de las frustradas ilusiones nobiliarias de Izaola, Emilio Ruiz aprovechó para fijarse en el profuso muestrario de antojos que se repartían por encima de los vetustos muebles. Sobre la mesa de un rincón, donde cualquiera hubiera creído ver un laboratorio para la restauración de objetos antiguos, el periodista descubrió de inmediato todos los artilugios necesarios para adentrar drogas en el cuerpo humano. Frascos de contenido pulverizado, tarros de éter, gasas, bandas de goma elástica y jeringas de distintos tamaños ocupaban el centro de aquel sombrío bodegón que se completaba con prendas de ropa interior femenina de caprichosas formas y complicadas puntillas. Sin duda, el servicio doméstico tenía prohibido recoger los restos de las saturnales que se celebraban en la casa.

El industrial se desplomó en una butaca y aposentó sus pies sobre un escabel que servía como refugio a un felino que tenía una extraña familiaridad con el Yeti.

—Y bien, señor Ruiz, ¿qué le trae por aquí?

—Me traen algunas preguntas.

—Como a todos los que vienen. Generalmente, preguntan por el precio de algo. ¿Usted también?

—No, en realidad yo estaba buscando una Biblia, y unos falangistas se cruzaron en mi camino.

—Algo de eso había escuchado.

—Pues le aseguro que mi ahínco no ha hecho más que crecer últimamente. Y, de paso, no me importaría saber por dónde andan esos tres sujetos de los que supongo que también ha oído hablar.

—Es usted un hombre curioso. ¿Cuánto gana un periodista?

—Lo suficiente para no morirse de hambre o de frío —dijo Emilio.

—Nada es lo suficiente. He detectado en usted unas habilidades que me gustaría tener a mi servicio. Si trabaja para mí, triplicaré sus emolumentos, sin conocerlos. Además, tendrá otros ingresos extraordinarios. Eso sí, no habrá más preguntas.

Emilio ni pensó en aceptar la oferta. Con el tiempo había construido a su alrededor un escudo contra las tentaciones taimadas que, aunque no siempre funcionaba, esta vez fue efectivo.

—Está bien, sobre sus tres amigos —siguió el industrial—, permítame que los llame así…

—Ellos sí aceptaron triplicar su sueldo, más los extras, me lo imagino.

—No se crea, me salieron mucho más baratos. Eran unos simples camorristas a los que les di la oportunidad de desatarse. Cuando no tuvieron suficiente con sus pendencias tabernarias se afiliaron a la Falange para poder seguir haciendo de las suyas por ahí, pero como todavía querían más, siguieron a mi disposición para determinados… encargos.

—Sabrá entonces que yo he sido el damnificado de uno de esos encargos.

Emilio estaba dispuesto a comenzar a soltar allí mismo todas sus conclusiones. Por su parte, Izaola se sentía descubierto.

—Señor Ruiz, eso son…, ¿cómo lo llaman ustedes…?, ¿gajes del oficio?

—Una paliza puede serlo, pero una bomba dirigida contra un pobre chiquillo que se está ganando el pan me parece una atrocidad.

—Seguramente se les fue la mano. Les pasa a menudo —admitió aquel hombre con la misma expresión afectada con la que hablaba de asuntos cortesanos o jugaba a la esgrima—. Le pido disculpas por ese suceso… inadmisible. Dígame a cuánto asciende la cuenta del hospital y me haré cargo ahora mismo.

—¡Es usted un miserable! Ese niño no ha recuperado la consciencia. ¡Puede que se quede toda la vida postrado en una cama sin hacer otra cosa que respirar con dificultad!

—¡Oh, no sabe cuánto lo siento!

—Eso, sin hablar del otro chiquillo, el que ha muerto en la misma barrabasada.

—¡Deje ya de restregarme desgracias ajenas en mi propia casa! —le instó Izaola, que abandonó cualquier refinamiento para manifestar un tono desafiante.

—¿Dónde está el libro? —dijo Emilio cuando vio que sus acusaciones no iban a encontrar ni la menor rendija de compasión en aquel aprendiz de aristócrata.

—¿Es eso todo lo que quiere ver? ¿El facsímil del Código Sinaítico por el que anda preguntando?

—Ahora mismo, sí. Los falangistas ya tendrán su momento.

Izaola dudó unos instantes mientras apuraba el último sorbo de su copa. Cuando terminó, volvió a mirar a su visitante con gesto condescendiente.

—La verdad es que lo que usted pide no es tan relevante como cree. Puede que incluso le desilusione ver ese libro. Además, reconozco a un hombre honrado en cuanto lo veo y usted no viene a robar. Como bien imaginará, mi vida se ha construido precisamente a base de discernir a quienes intentan embaucarme de aquellos a los que yo puedo engañar —afirmó con una sonrisa maliciosa—. Acompáñeme.

Tras cerciorarse de que Emilio Ruiz seguía sus pasos, se detuvo ante una franja del zócalo de madera que circundaba la habitación, justo allí donde no había muebles.

—No espere escuchar ningún mecanismo extraño, de momento —se limitó a advertirle mientras aferraba las ménsulas del zócalo.

Arrastrada por sus manos, a la vez que el panel de madera, comenzó a desplazarse una buena porción de pared que dejó al descubierto la puerta de una cámara acorazada.

—Un pequeño secreto —reconoció ante Emilio.

Luego hizo girar en ambas direcciones la rueda que sobresalía de la puerta hasta oír un leve sonido metálico que le permitió dar vueltas a una suerte de timón del que tiró con fuerza. El peso del portón hizo que la apertura fuese aún más lenta de lo que pronosticaba su de por sí sólida apariencia.

—Sus ojos van a tener el privilegio de contemplar lo que muy pocas personas han podido ver antes. ¡Va usted a atravesar las fronteras de la ambición! —vaticinó Izaola.

La cámara acorazada era lo bastante grande como para que ambos cupieran en el interior. Emilio se asombró al ver a ambos lados las ordenadas cajas repletas de joyas, legajos y fajos de billetes de las procedencias más diversas y exóticas. Izaola parecía encantado con el destello de fascinación de su acompañante, al que todavía le esperaba lo mejor.

—No se mueva —recomendó el industrial, que parecía un niño rico permitiendo a otro andrajoso ver sus juguetes recién llegados de Oriente.

En ese momento cerró desde dentro la puerta, donde también había un disco de combinaciones. Lo manipuló hasta oír el mismo sonido de antes. Un hormigueo juguetón recorrió la espina dorsal de Emilio cuando la cabina se convirtió en un montacargas al servicio de la ley de la gravedad.

—Nadie lo sospecharía, ¿verdad? —preguntó Izaola con una sonrisa orgullosa mientras descendían—. Muchos años dedicados a la transformación del metal me han permitido diseñar ingenios como éste. Cualquier bandido que llegase hasta esta caja fuerte recogería su contenido apresuradamente y huiría convencido de que había resuelto su infame vida. Pero lo bueno está por llegar.

Efectivamente, cuando la puerta volvió a abrirse, se adentraron en un gran salón subterráneo que no permitía el menor atisbo de indiferencia. Los recibió una monumental estatua de terracota que representaba a un aguerrido guerrero de facciones mongoles, protegido por un peto que parecía un caparazón marino. Con gesto desconfiado, constituía una bienvenida poco tranquilizadora a los privilegiados que daban sus primeros pasos por aquel santuario del arte de contrabando.

—¿Le gusta? El que me lo vendió dice que sabe dónde hay más. Si le interesa conseguir uno…

Emilio Ruiz calculó que, para colocar en su cuarto aquel personaje montado en su pedestal, sería necesario hacer un agujero en el techo del diámetro del pecho de un gorila. Además, estaba seguro de que el vecino de arriba no intimaría fácilmente con aquel chino bigotudo.

Efebos griegos de bronce, mosaicos romanos reconstruidos sobre tablas, pequeños elefantes de ébano cuajados de piedras preciosas, sarcófagos con la figura de sus huéspedes tallada en la tapa, estelas de piedra plutónica con abigarradas inscripciones, cuadros que ensalzaban inolvidables victorias bélicas, madonas policromadas de enormes ojos maquillados, bellas formas femeninas talladas en una delicada piedra caliza en la que un mínimo desliz del cincel habría sido incurable… El periodista tenía ante sí un tesoro, no del todo ordenado y limpio, que haría caer de espaldas al más curtido de los buscadores de arte antiguo.

—No se detenga sólo en el refinamiento y el esmero infinito con el que trabajó cada artista. Estas obras han llegado aquí navegando sobre verdaderos ríos de sangre. Ninguna ha alcanzado nuestros días por los conductos regulares ni está, como podrá imaginar, en manos de su legítimo dueño. Todas se han conservado merced a robos, guerras, asesinatos y atentados que las han llevado de acá para allá.

Emilio comprendió que lo que aquel hombre coleccionaba no era el arte en sí, sino el poder simbólico que encerraba cada una de aquellas piezas ganadas en crueles batallas, arrebatadas en sangrientos saqueos, arrancadas de su lugar siempre con violencia. Para Izaola, aquellas obras eran trofeos por los que había pagado un precio de saldo: el de las vidas segadas durante su paso por los siglos.

—¿Y qué he tenido que dar a cambio de todo esto? Papel, billetes de simple papel teñido, como el de su periódico, como el de la Biblia que usted persigue. ¿De verdad que quiere ver el facsímil? —insistió con aparente extrañeza—. No creo que arroje mucha luz sobre sus interrogantes. Es mejor deleitarse, si lo desea, con otras delicadezas que nos ha brindado la historia. Si quiere, le puedo mostrar unos bocetos de Da Vinci o una exquisita copia del Sutra del Diamante. Seguro que le gustan.

El silencio de Emilio confirmó su inamovible pretensión.

—Está bien, le enseñaré el facsímil del Códice Sinaítico. Espere un momento, debo de tenerlo por aquí —dijo el coleccionista de arte, mientras buscaba una pequeña escalera con la que trepar por una librería atestada de lomos que lucían excelsos grabados brillantes. Comenzó a retirar algunos volúmenes para poder acceder a una segunda hilera de libros que, de pie o tumbados, se almacenaban en cada estante.

—Creo que lo había puesto en esta balda —dijo, como si lo que buscaba fuese un bote de sal.

Durante esos momentos, la vista de Emilio seguía dándose un atracón de antigüedades mientras paseaba por la sala, hasta que se percató de que no lo había descubierto todo: había una segunda estancia lateral que parecía menos ostentosa, más recoleta e íntima.

Atraído por el hechizo que desprendía un segundo secreto en aquel muestrario de excesos que parecía inagotable, Emilio se fijó en el gran atril de madera colocado en un rincón de aquella habitación adyacente. Pensó que, tal vez, el enorme libro que sostenía fuese algún tratado sobre inyecciones e inhalaciones de tóxicos, o quizá un manual de nigromancia con el que Izaola invocaba los espíritus confinados en aquel subterráneo. Su absorta mirada se encontró en realidad con las páginas abiertas de un manuscrito de caracteres ilegibles.

—¡Por favor, no se le ocurra tocar mis cosas! ¡Ni se acerque a ellas! —le recriminó el industrial, que se aproximaba sujetando con sus manos un gran volumen encuadernado en cuero—. ¡Aquí le traigo su facsímil —le indicó, enfadado—, mírelo cuanto quiera y váyase!

Pero Emilio, dominado por la curiosidad que se le supone a un buen informador y estimulado por las sospechas que le había despertado la hospitalidad de un hombre que tenía tanto que esconder, no pudo evitar alargar sus manos hasta alcanzar las amplias hojas abiertas sobre el atril. Allí, al alcance de sus agrandados ojos, vio que cada página contenía cuatro columnas de letras, sin separaciones entre las palabras. Si la instrucción que obtuvo en la escuela no le estaba fallando, aquellos caracteres eran griegos. Tomó un fajo entre sus dedos para buscar otro destino aleatorio entre aquellas páginas tan meticulosamente ordenadas, pero todo era igual: cuatro columnas de escritura roja continua, sin adornos ni ilustraciones que desviasen la lectura. Entonces, sus dedos le susurraron que aquella materia que habían rozado no era un vulgar papel. Las terminaciones nerviosas de sus yemas jamás habían pasado por una superficie de tan estremecedora suavidad.

—¡Deje eso, le he dicho! —protestó airadamente Izaola.

En tanto recordaba la descripción del
vellum
que le había hecho el jesuita, Emilio intentaba convencerse de que aquella Biblia no podía ser el Códex Sinaiticus. Pero, si algo había aprendido en su vida profesional, era que las cosas que parecen algo terminan siéndolo.

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