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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (23 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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Por un segundo, Tedden quedó vacilando en el umbral de la sala. Por fin se decidió a entrar.

Lanzado tras él, el asustado Djjckett captó de soslayo media docena de figuras uniformadas rodeando un lecho. Las espaldas estaban vueltas hacia él. Lo sofocó el olor a desinfectante.

Entonces llegó hasta él el grito del niño recién nacido, un fino y maullante grito lleno de miedo y rabia que decía:

—¡Dejadme regresar! ¡Oh, dejadme regresar!

El tiempo transcurría, volvemos a decir simplemente. Todos los planetas estaban civilizados. Todos los mundos contenían una cantidad suficiente de personas, pero una cantidad que, aunque apelotonada, no necesitaba el grito ni el atropello. Los individuos eran, por voluntad propia, individuos. Era el período de plata de una era de esplendor y estrellas brillantes. Pronto quedarían solas las estrellas.

LA VISITA DE LA AMEBA
1

Nunca te percataste del comienzo de aquella racha de sucesos que te condujeron a Yinnisfar y a un mundo de sombras.

Nunca supiste el nombre del Gritador. Para ti fue sólo un hombre que gritó y murió cuando ibas a darle alcance, pero antes que eso el Gritador era dueño de una larga y mediocre historia. Su radio de acción estaba muy alejado de lo que la mayoría de los hombres consideraban la civilización, más allá del borde de la galaxia; de modo que, en sus frecuentes viajes de un planeta a otro, raramente veía las estrellas a los costados de su cabina. Allí estarían, toda una galaxia llena de ellas a un lado, reluciendo brillantes y elevadas, mientras que al otro… un precipicio de vacío que se prolongaba hasta la eternidad, con los distantes universos aislados sirviendo sólo para acentuar los abismos.

Por lo general, el Gritador mantenía la vista fija en las estrellas.

Aunque no en este viaje. El Gritador negociaba vendiendo bobinas. Su pequeña nave estaba llena de estantes y más estantes cargados de microbobinas. Las tenía de todas clases: nuevas y de anticuario; filosóficas, sociológicas, matemáticas; si pasabas por entre ellas sistemáticamente, casi podías aprehender la envejecida historia de la galaxia. Sin embargo, el mejor dinero no lo obtenía el Gritador con aquellas bobinas ilustrativas; le servían para pagarse el combustible, pero no los tragos. Las bobinas con las cuales servía propósitos más lucrativos estaban relacionadas con algo más viejo que la historia y con cifras más ineluctables que las pertenecientes al vocabulario matemático; su materia era el Deseo. Unas bobinas pornográficas que describían los ardides de la lujuria formaban el fondo negociable del Gritador; y como que aquellos artículos eran ilegales, el Gritador temía siempre a los oficiales de aduanas de cien mundos.

Ahora se sentía feliz. Acababa de eludir la vigilancia de la autoridad moral y había vendido casi la mitad de sus existencias en sus mismas narices. Bien provisto de bebida, se dirigía a nuevas zonas de comercio.

El hecho de beber en demasía para celebrarlo iba a influir en su vida entera. Una botella vacía de
merrit
rodó junto a sus pies. Hacía calor en la pequeña cabina de su nave y se quedó dormido sobre los mandos. Uno o dos pequeños interruptores fueron presionados por su dormida cabeza…

El Gritador despertó atontado. Sintió que algo iba mal y su cabeza se aclaró al instante nada más echar una ojeada al panorama que se abría ante él. No había a la vista ningún amontonamiento de estrellas conocidas. Gimió de consternación. Con rapidez, conectó el visor trasero: allí estaba la galaxia como una lluvia de lágrimas brillantes suspendida muy a lo lejos. Blasfemando, comprobó el combustible. Poco había, pero era suficiente para regresar. El combustible era más generoso, sin embargo, que el aire. En la precipitación de la partida no habían sido repuestos los tanques de oxígeno. Con lo que le quedaba no llegaría jamás a la galaxia.

Con una grieta abierta en su estómago, el Gritador se volvió a las portillas delanteras para examinar un objeto que había ignorado hasta entonces. Aparte de los distantes fantasmas de otras galaxias, era el único objeto que revelaba la inane ubicuidad del vacío: su forma era redonda. Lo comprobó con sus instrumentos. Sin duda alguna, era un sol en miniatura.

Aquello desconcertó al Gritador. Sus conocimientos astronómicos no eran muy grandes, pero sabía que, según las leyes, nada había entre las galaxias; que un largo túnel de noche cerrada se extendía de galaxia a galaxia con tanta precisión como que lo vivo estaba abismalmente separado de lo muerto. Tan sólo podía conjeturar que el sol que tenía ante sí era una trampa estelar; cosas así eran conocidas, pero, claro, permanecían en el interior de la gigante lente de la galaxia materna, en conformidad con su empuje gravitacional. El Gritador dejó el problema sin resolver. Todo lo que le importaba era saber si el sol, cualquiera que fuese su origen, tenía uno o más planetas con oxígeno.

Rogó por que así fuera mientras ponía en marcha sus instrumentos.

Era así. El sol era diminuto y blanco con un planeta casi tan grande como él. Una rápida sonda estratosférica que el Gritador lanzó al exterior con órbita amplia le manifestó un equilibrio nitrógeno-oxígeno respirable. Bendiciendo su suerte, el vendedor de bobinas puso rumbo al planeta y aterrizó. Un valle, flanqueado por colinas y bosques se alzaba a su alrededor.

Salió de la cámara de aire en buenas condiciones, dejando en funcionamiento los sistemas de compresión y análisis; de aquel modo llenaría los tanques de oxígeno en media hora.

Afuera hacía calor. El Gritador sintió una inmediata sensación de novedad. Todo parecía fresco, puro. Los ojos le dolían ante tanta vividez. Por el momento no había señales de vida animal. Los árboles eran de especies que no alcanzó a reconocer, aunque, para él, dos árboles distintos se diferenciaban menos que dos botellas de morapio a granel. El silencio azotaba su cabeza hasta que acabó por sentir vértigo.

A unas cuantas yardas se abrían las riberas de un lago. Echó a andar hacia ellas, consciente al mismo tiempo de una vaga dificultad en su respiración. Con esfuerzo premeditado, aspiró más lentamente, pensando que tal vez el aire fuera demasiado rico para él.

A cierta distancia algo emergió a la superficie del lago. Le pareció la cabeza de un hombre, pero no podía jurarlo; una niebla que se extendía sobre las aguas, como si éstas estuvieran hirviendo, oscurecía los detalles. Que un hombre estuviera allí nadando parecía improbable.

El dolor en sus pulmones se volvió más definido. También se daba cuenta de cierta picazón que se extendía por sus miembros, casi como si el aire fuera demasiado áspero. A sus ojos todos los objetos iban adquiriendo un aura espectral. Por sus instrumentos estaba seguro de que todo iba bien; pero, repentinamente, la seguridad fue nada: sentía dolor por todas partes.

Presa del pánico, se volvió para regresar a su nave.

Tosió y cayó, y el aturdimiento se apoderó de él. Entonces vio que lo que había en el lago era ciertamente un hombre. Gritó pidiendo ayuda tan sólo una vez.

Lo miraste de lejos y comenzaste a nadar en seguida en su dirección.

Pero el Gritador estaba muriéndose. Con su grito, la sangre le llenó la garganta y resbaló hasta una de sus manos. Se zarandeó, intentando levantarse. Desnudo, saliste del lago y caminaste hacia él. Te vio tras volver la cabeza con cansancio y agitó un brazo señalando la nave que imaginaba su salvación. Cuando llegaste junto a él, murió.

Durante un rato permaneciste arrodillado a su lado, reflexionando. Luego te apartaste y contemplaste la nave espacial por vez primera. Fuiste hacia ella con los ojos ahítos de interrogantes.

El sol salió y se puso veinticinco veces antes de que alcanzaras el dominio de todo lo que contenía la nave del Gritador. Tocaste todos los objetos con esmero, casi con reverencia. Aquellas microbobinas significaron poco para ti al principio; pero, si individualmente descendían de cualquier sentido, juntas fueron como las piezas de un rompecabezas que se completa con todas sus partes y proporciona una imagen total. El proyector del Gritador quedó casi destrozado cuando acabaste. Luego investigaste la nave, sorbiendo su sentido como hombre sediento. Saboreaste el agua de fuego del Gritador. Leíste su diario de vuelo. Probaste sus ropas. Te contemplaste en su espejo.

Tus pensamientos debieron cambiar de forma extraña en aquellos veinticinco días, como compuertas de presa, en tanto devenías tú mismo.

Todo cuanto aprendiste era ya conocimiento fabricado; la forma en que juntaste los pedazos fue pura suerte, pero, pese a todo, era conocimiento sustentado ya por muchos hombres; resultados de investigaciones y experiencias. Sólo más adelante, cuando acabaste por asimilar aquel conocimiento, harías una deducción por tus propios medios. La deducción, que abarcaba todas las miríadas de vidas de la galaxia, fue tan sobrecogedora, tan atemorizante, que intentaste evadirla.

No pudiste; era inevitable. Un hecho positivo era la muerte del Gritador; sabías por qué había muerto. Así, tuviste que actuar obedeciendo tu imperativo moral primario.

Durante un rato estuviste mirando tu mundo brillante.

Regresarías a él cuando hubiera finalizado tu misión. Subiste a la nave del Gritador, transmitiste un rumbo al ordenador y te dirigiste hacia la galaxia.

2

Llegaste desarmado a la ciudad en guerra. Tu nave quedó abandonada en una colina a algunas millas de distancia. Caminaste, como si te hubieran rodeado las proporciones de un sueño, transportando sus propios enseres y pidiendo ver al jefe del ejército rebelde. Aparecieron innumerables dificultades en tu camino, pero al cabo llegaste frente a él porque nada pudo prohibírtelo.

El jefe rebelde era un hombre duro y tuerto de un ojo, y estaba ocupado cuando entraste. Te miró con profunda desconfianza con aquel ojo único; los guardias que estaban tras él aprestaron sus fusores.

—Le concederé tres minutos —dijo el Tuerto.

—No quiero su tiempo —dijiste con desenvoltura—, ya dispongo del mío plenamente. Tengo también un plan que es mucho mejor que cualquiera suyo. ¿Le gustaría que le enseñara cómo subyugar la Región de Yinnisfar?

Entonces, el Tuerto volvió a mirarte. —Vio ¿cómo decirlo? — que no eras como los otros hombres, que tenías más lucidez que ellos. Pero la Región de Yinnisfar estaba a muchos años luz de distancia, en el mismo corazón de la galaxia; durante más de veinte millones de años su reino había permanecido indisputado, entre más de veinte millones de planetas.

—¡Está usted loco! —dijo el Tuerto—. ¡Largo de aquí! Nuestro objetivo es conquistar esta ciudad, no una galaxia.

Permaneciste inmóvil. ¿Por qué no actuaron pues los guardias? ¿Por qué el Tuerto no disparó contra ti antes de que te pusieras a hablar?

—La guerra civil que aquí se lleva a cabo es infructuosa —dijiste—. ¿Para qué estáis luchando? Para obtener una Ciudad. ¡La calle de al lado! ¡Un caballo de fuerza! Ese es botín propio de hienas. ¡Os ofrezco la riqueza de Yinnisfar y maulláis que queréis la entrada de la ciudad!

El Tuerto se puso de pie y dejó ver su dentadura. El abundante vello de su cuello afloró como manojo de púas. Sus correosas mejillas se volvieron malva. Alzó el fusor y apuntó a tu cara. No hiciste nada; nada necesitabas hacer. Confundido, el Tuerto volvió a sentarse. Jamás se había encontrado antes con tan imperturbable indiferencia y estaba impresionado.

—Owlenj es sólo un pobre planeta con opresión por todas partes —murmuró—. Pero es mi mundo y tengo que luchar por él y por la gente que lo habita para proteger sus derechos y libertades. Admito que un hombre con mi habilidad táctica merece mejores cometidos; posiblemente cuando hayamos sometido a la ciudad…

Puesto que el tiempo estaba contigo, mostraste paciencia. Puesto que disponías de paciencia, escuchaste al Tuerto. Su charla fue grandiosa e insignificante; habló ampliamente del triunfo de los derechos humanos y escasamente del poco entrenamiento de los soldados. Quería el Paraíso en la tierra, pero apenas tenía un pelotón a su mando.

Era un hombre al que sus camaradas respetaban o al menos temían. Sin embargo, sus principios habían pasado de moda hacía un millón de milenios atrás, antes de que comenzaran los viajes espaciales. Habían sido resucitados y puestos en uso una y otra vez por incontables generales insignificantes: la necesidad de la fuerza, la abolición de la injusticia, la fe en la victoria del derecho. Lo escuchaste con piedad fría, sabedor de que las complicaciones majestuosas y viejas como el sol de la Guerra de Auto-Perpetuación había convertido en nimiedad el puñado de reyertas que sacudía Owlenj.

Cuando dejó de declamar, explicaste al Tuerto tu plan para la conquista de Yinnisfar. Le dijiste que viviendo en Owlenj, al extremo de la galaxia, podía no saber nada de la riqueza contenida en aquellos mundos centrales; que todas las fábulas infantiles de Owlenj no eran sido bagatelas comparadas con la riqueza del Suzeraino de Yinnisfar; que todo hombre tenía allí su destino y su felicidad preservados impunemente; que los frutos caldeados por los soles del centro galáctico contenían tanto jugo como cincuenta miserables mangos de Owlenj.

—Bien, pero siempre estaremos desamparados fuera de aquí —gruñó el Tuerto—. ¿Qué se puede hacer desde aquí contra el poder de la Región?

Le dijiste, imperturbablemente, que había un aspecto en el cual Yinnisfar era inferior; no podía, con todos sus sistemas, hacer frente a un general que ostentara la sagacidad y valentía de que el Tuerto daba pruebas; sus habitantes habían perdido la arrogancia viril y se habían convertido en meros engendradores de sueños.

—Eso es cierto —admitió el Tuerto con resistencia—, aunque nunca me he preocupado de decirlo en voz alta. ¡Son decadentes!

—¡Decadencia! ¡Esa es la palabra! —exclamaste—. Son decadentes hasta haber sobrepasado la fe. Cuelgan como gigantescos melocotones de un árbol, esperando caer y
reventar
—ilustraste tus palabras con un gesto dramático— contra el hierro de tu ataque.

—¿De veras lo crees así?

—¡Sé que es así! Escucha. ¿Cuánto hace que dura la paz en toda la galaxia… salvando la pequeña diferencia de opinión de aquí? Millones de años, ¿no es eso? ¿No está todo tan pacífico que hasta podría oírse un clavo rodar por las avenidas espaciales? ¿Tan pacífico que hasta el comercio interestelar ha decaído hasta convertirse en nada? Te lo digo, amigo mío, las naciones poderosas de las estrellas empiezan a cabecear de sueño. Sus guerreros, sus técnicos, permanecen oxidados desde hace generaciones. Su ciencia se enmohece bajo una pátina de complacencia.

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