La caída de los gigantes (111 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Todos prorrumpieron en risas y vítores. Era una verdad a medias: había un burdel, pero Walter nunca lo había visitado.

—Recordad —añadió—: ¡nosotros no lucharemos si vosotros no lo hacéis!

Salió a trompicones de la trinchera. Ese era el momento de mayor peligro. Se irguió, avanzó unos pasos, se dio media vuelta, se despidió con la mano y siguió andando. Aquellos soldados habían satisfecho su curiosidad y se habían bebido todo el aguardiente, pero quizá entonces empezaran a creer que debían cumplir con su deber de disparar al enemigo. Walter se sintió como si llevara una diana pintada en la espalda.

Anochecía. Pronto desaparecería de su vista. Unos metros más y estaría a salvo. Tuvo que hacer acopio de toda su entereza para no echar a correr, pues creía que si lo hacía provocaría un disparo. Apretando las mandíbulas, caminó a paso regular por entre los restos de proyectiles sin explosionar.

Volvió la mirada fugazmente. Ya no alcanzaba a ver la trinchera. Eso significaba que los otros tampoco podían verlo a él. Estaba a salvo.

Siguió avanzando, con la respiración más relajada. El riesgo había merecido la pena. Había obtenido mucha información. Aunque aquella sección no tenía izada ninguna bandera blanca, los rusos se encontraban en condiciones pésimas para el combate. Era evidente que los hombres estaban descontentos y a un paso de la rebelión, y que los oficiales a duras penas conseguían imponer la disciplina. El sargento, prudente, había procurado no contrariarlos apresando a Walter. Con semejante estado de ánimo, era imposible que sus soldados opusieran excesiva resistencia.

Accedió al campo de visión de la línea alemana. Gritó su nombre y una contraseña previamente acordada. Saltó a la trinchera. El teniente lo saludó.

—¿Una salida fructífera, señor?

—Sí, gracias —contestó Walter—. En realidad, mucho.

II

Katerina yacía en la cama de la antigua habitación de Grigori, vestida solo con una enagua. La ventana estaba abierta y dejaba entrar el cálido aire de julio y el clamor de los trenes que pasaban a apenas unos metros. Estaba embarazada de seis meses.

Grigori dibujó con un dedo el perfil de su cuerpo, partiendo del hombro, ascendiendo sobre su generoso seno, bajando hacia las costillas, ascendiendo de nuevo sobre la suave loma de su vientre y deslizándose hacia el muslo. Nunca había conocido esa dicha relajada. Sus amoríos de juventud habían sido precipitados y efímeros. Para él era una experiencia nueva y emocionante yacer al lado de una mujer después de hacer el amor, acariciando su cuerpo con ternura y cariño, sin apremio ni lujuria. Quizá esa era la esencia del matrimonio, pensó.

—Embarazada eres aún más guapa —le dijo con un hilo de voz para no despertar a Vlad.

Durante dos años y medio había hecho de padre al hijo de su hermano, pero en pocos meses iba a tener un hijo propio. Le habría gustado llamarle Lenin, pero ya tenían a un Vladímir. El embarazo había transformado a Grigori en un político de línea dura. Tenía que pensar en el país en el que crecería su hijo, y quería que aquel niño fuera libre. (Por algún motivo, daba por hecho que sería un varón.) Tenía que asegurarse de que Rusia fuera gobernada en adelante por el pueblo, no por un zar, ni por un Parlamento de clase media, ni por una coalición de empresarios y generales que traerían de vuelta los viejos métodos con nuevas máscaras.

En realidad, Lenin no le gustaba. Era un hombre que vivía permanentemente encolerizado. Gritaba a todo el mundo a todas horas. Cualquiera que discrepara de él era un canalla, un malnacido, un cabrón. Pero trabajaba con mayor ahínco que nadie, pensaba a largo plazo y sus decisiones siempre eran acertadas. En el pasado, toda «revolución» rusa no había conducido más que a la vacilación. Grigori sabía que Lenin no permitiría que eso ocurriera.

El gobierno provisional también lo sabía, y había indicios de que tenía a Lenin entre sus objetivos. La prensa de derechas lo había acusado de hacer de espía para Alemania. Era una acusación ridícula. Sin embargo, sí era cierto que Lenin tenía una fuente de financiación secreta. Grigori, que se contaba entre los que ya eran bolcheviques antes de la guerra, formaba parte de su círculo más próximo y sabía que el dinero procedía de Alemania. Si el secreto se aireaba, despertaría sospechas.

Empezaba a dormirse cuando oyó pasos en el rellano, seguidos de unos golpes fuertes y apremiantes en la puerta. Mientras se ponía los pantalones, gritó:

—¿Quién es?

Vlad se despertó y rompió a llorar.

—¿Grigori Serguéievich? —preguntó una voz masculina.

—Sí.

Grigori abrió la puerta y vio a Isaak.

—¿Qué ha ocurrido?

—Han expedido órdenes de detención para Lenin, Zinóviev y Kámenev.

A Grigori se le heló la sangre.

—¡Tenemos que avisarlos!

—Tengo un coche del ejército fuera.

—Voy a ponerme las botas.

Isaak bajó. Katerina cogió en brazos a Vlad y lo consoló. Grigori acabó de vestirse a toda prisa, los besó a los dos y corrió escaleras abajo.

Subió al coche al lado de Isaak y dijo:

—Lenin es el más importante. —Había motivos de peso para que el gobierno lo tuviera entre sus objetivos. Zinóviev y Kámenev eran dos revolucionarios de peso, pero Lenin era el motor que propulsaba el movimiento—. Debemos avisarlo a él primero. Vamos a casa de su hermana. Conduce tan deprisa como puedas.

Isaak pisó a fondo el acelerador. Grigori se sujetó con fuerza cuando el coche chirrió al doblar una esquina.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó cuando el vehículo volvió a enderezarse.

—Me lo ha dicho un bolchevique del Ministerio de Justicia.

—¿Cuándo se han firmado las órdenes?

—Esta mañana.

—Espero que lleguemos a tiempo.

A Grigori le aterraba la posibilidad de que ya hubieran detenido a Lenin. Nadie más poseía su inflexible determinación. Era un bravucón, pero había transformado a los bolcheviques en el partido mayoritario. Sin él, la revolución podría retroceder e incluso peligrar.

Isaak condujo hasta la calle Shirokaya y aparcó frente a un edificio de apartamentos de clase media. Grigori bajó de un salto, entró corriendo en el inmueble y llamó a la puerta de los Yelizárov. Fue Anna Yelizárova, la hermana mayor de Lenin, quien abrió. Pasaba de los cincuenta; tenía el pelo cano y lo llevaba peinado con la raya al medio. Grigori ya la conocía; trabajaba en el diario
Pravda
.

—¿Está aquí? —le preguntó.

—Sí. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Grigori sintió un alivio inmenso. No era demasiado tarde. Entró en el apartamento.

—Van a detenerlo.

Anna cerró de un portazo.

—¡Volodia! —gritó, empleando la variante familiar del nombre de pila de Lenin—. ¡Ven! ¡Deprisa!

Lenin apareció, vestido como de costumbre con un traje oscuro y raído con cuello y corbata. Grigori le refirió la situación rápidamente.

—Me marcharé de inmediato —dijo Lenin.

—¿No quieres llevarte una maleta con algunas cosas…? —le preguntó Anna.

—Es demasiado arriesgado. Ya me lo enviarás más adelante. Te informaré de dónde estoy. —Miró a Grigori—. Gracias por avisarme, Grigori Serguéievich. ¿Tienes coche?

—Sí.

Sin decir nada más, Lenin salió al rellano.

Grigori lo siguió hasta la calle y se apresuró a abrir la puerta del coche.

—También han expedido órdenes de detención para Zinóviev y Kámenev —dijo Grigori mientras Lenin subía al vehículo.

—Vuelve al apartamento y llámalos —le indicó Lenin—. Mark tiene teléfono y sabe dónde están.

Cerró la portezuela del coche, se inclinó hacia delante y le dijo a Isaak algo que Grigori no alcanzó a oír. Isaak arrancó el motor y se alejaron.

Así era Lenin. Bramaba órdenes a todo el mundo, y los demás las obedecían porque siempre eran lógicas.

Grigori saboreó el placer de haberse quitado un gran peso de encima. Miró a ambos lados de la calle. Del edificio que había enfrente salió un grupo de hombres. Algunos llevaban traje; otros, uniformes de oficiales del ejército. Grigori se sorprendió al reconocer entre ellos a Mijaíl Pinski. Teóricamente, la policía secreta había sido desmantelada, pero al parecer los hombres como Pinski seguían trabajando en el seno del ejército.

«Esos hombres deben de venir a por Lenin… y no lo han encontrado solo porque se han equivocado de edificio.»

Grigori regresó corriendo al apartamento. La puerta de los Yelizárov seguía abierta. Justo al otro lado estaban Anna, su esposo, Mark, el hijo adoptivo de ambos, Gora, y la criada de la familia, una muchacha de campo llamada Aniuska, todos con aspecto conmocionado. Grigori entró y cerró la puerta.

—Se ha marchado —dijo—, pero la policía está fuera. Tengo que llamar enseguida a Zinóviev y a Kámenev.

—El teléfono está sobre la mesita —le indicó Mark.

Grigori vaciló.

—¿Cómo funciona? —Nunca había utilizado un teléfono.

—Oh, lo siento —se disculpó Mark; rápidamente cogió el aparato, y se llevó una pieza a la oreja y otra a la boca—. También es bastante nuevo para nosotros, pero lo usamos tanto que ya damos por hecho que todo el mundo lo hace. —Pulsó con impaciencia la horquilla que coronaba la base del aparato—. ¿Sí?, por favor, operadora —dijo, y dictó un número.

Se oyeron unos golpes rotundos en la puerta.

Grigori se llevó un dedo a los labios, indicando a los demás que guardaran silencio.

Anna condujo a Aniuska y al niño al fondo de la vivienda.

Mark hablaba precipitadamente por el teléfono. Grigori se apostó junto a la puerta del apartamento.

—¡Abrid o tiraremos la puerta abajo! ¡Traemos una orden de detención!

Grigori contestó a voces:

—¡Un momento! ¡Me estoy vistiendo!

La policía iba a menudo al tipo de edificios en los que él había vivido siempre, y conocía todos los pretextos para hacerla esperar.

Mark volvió a pulsar la horquilla y pidió que le pusieran con otro número.

—¿Quién es? ¿Quién llama a la puerta? —gritó Grigori.

—¡Policía! ¡Abran de inmediato!

—Ya voy… Tengo que encerrar al perro en la cocina.

—¡Dense prisa!

Grigori oyó que Mark decía:

—Dile que se esconda. La policía está llamando a mi puerta ahora mismo. —Colgó el auricular y le hizo un gesto afirmativo a Grigori.

Grigori abrió la puerta y se retiró unos pasos.

Pinski entró en el apartamento.

—¿Dónde está Lenin? —preguntó.

Varios oficiales del ejército entraron tras él.

—Aquí no hay nadie con ese nombre —contestó Grigori.

Pinski lo escrutó.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le espetó—. Siempre supe que eras un alborotador.

Mark se acercó a ellos y dijo, con voz templada:

—Muéstreme la orden de detención, por favor.

Pinski le tendió el documento a regañadientes.

Mark lo estudió unos instantes y luego dijo:

—¿Alta traición? ¡Eso es ridículo!

—Lenin es un agente alemán —repuso Pinski, y dirigió una mirada ceñuda a Mark—. Tú eres su cuñado, ¿no es así?

Mark le devolvió el documento.

—El hombre al que buscan no está aquí —declaró.

Pinski supo que decía la verdad y se enfureció.

—¿Y por qué diablos no está? —preguntó—. ¡Vive aquí!

—Lenin no está aquí —repitió Mark.

El rostro de Pinski se encendió.

—¿Alguien lo ha avisado? —Agarró a Grigori por las solapas de la guerrera—. ¿Qué haces tú aquí?

—Soy delegado del Sóviet de Petrogrado, representante del 1.
er
Regimiento de Artillería, y a menos que quieras que el regimiento haga una visita a tus cuarteles, será mejor que quites tus manazas de mi uniforme.

Pinski lo soltó.

—De todos modos, echaremos un vistazo —dijo.

Junto a la mesilla del teléfono había una librería. Pinski sacó de las estanterías media docena de libros y los tiró al suelo. Indicó con gestos a los oficiales que se desplegaran por el interior del piso.

—Destrozadlo —ordenó.

III

Walter fue hasta un pueblo situado en el territorio arrebatado a los rusos y le dio una moneda de oro a un atónito y fascinado campesino a cambio de su ropa: un abrigo de piel de carnero mugriento, un blusón de hilo, unos pantalones holgados y bastos, y unos zapatos de una especie de esparto hecho con corteza de haya. Afortunadamente, no tenía necesidad de comprarle también la ropa interior, ya que el hombre no llevaba.

Walter se cortó el pelo con unas tijeras de cocina y dejó de afeitarse.

En una pequeña ciudad en la que había un mercado compró un saco de cebollas. En el fondo del saco, debajo de las cebollas, escondió una bolsa de cuero que contenía diez mil rublos en monedas y billetes.

Una noche se embadurnó las manos y la cara con tierra y después, ataviado con la ropa del campesino y con el saco al hombro, echó a andar por tierra de nadie, cruzó de incógnito las líneas rusas y se encaminó hacia la estación de tren más próxima, donde compró un billete de tercera clase.

Adoptó una actitud agresiva y gruñía a todo el que le hablara, como temeroso de que quisieran robarle las cebollas, lo cual seguramente era su intención. Llevaba un cuchillo grande, herrumbroso pero afilado, sujeto al cinturón y a la vista, y un revólver Mosin-Nagant, que le había confiscado a un oficial ruso prisionero, oculto bajo el apestoso abrigo. En dos ocasiones, cuando sendos agentes de la policía se dirigieron a él, esbozó una sonrisa bobalicona y les ofreció una cebolla, un soborno tan desdeñable que en ambas ocasiones los agentes rezongaron asqueados y se alejaron. Si alguno de ellos hubiera insistido en inspeccionar el contenido del saco, Walter habría estado dispuesto a matarlo, pero no había sido necesario. Compraba billetes de tren para trayectos cortos, de tres o cuatro paradas a lo sumo, ya que un campesino no se desplazaría centenares de kilómetros para vender sus cebollas.

Estaba tenso y receloso. Su disfraz era precario. Cualquiera que hablara con él advertiría en pocos minutos que no era ruso. El castigo por lo que estaba haciendo era la muerte.

Al principio se sintió asustado, pero el miedo acabó por disiparse y al segundo día ya lo había reemplazado el tedio. No tenía nada en que ocupar sus pensamientos. No podía leer, por descontado; de hecho, debía tener cuidado de no consultar los horarios colgados en las estaciones ni mirar sino fugazmente los anuncios, pues la mayoría de los campesinos eran analfabetos. En los lentos trenes en los que viajaba por los bosques infinitos de Rusia entre traqueteos y sacudidas, empezó a fantasear con los detalles del piso en el que Maud y él vivirían después de la guerra. Tendría una decoración moderna, con madera clara y colores neutros, como la casa de los Von der Helbard, en lugar del aspecto lóbrego y pesado del hogar de sus padres. Todo sería fácil de limpiar y mantener, especialmente la cocina y el lavadero, para reducir el servicio al mínimo. Tendrían un piano muy bueno, un Steinway de cola, ya que a ambos les gustaba tocar. Comprarían uno o dos cuadros modernos y vistosos, tal vez de expresionistas austríacos, para escandalizar a la generación previa y establecerse como una pareja progresista. Su dormitorio sería diáfano y espacioso, y yacerían desnudos en una cama blanda, besándose, charlando y haciendo el amor.

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