La caída de los gigantes (112 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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De este modo viajó hasta Petrogrado.

Según el plan, urdido por medio de un socialista revolucionario de la embajada sueca, un bolchevique esperaría en la estación de Varsovia de Petrogrado todos los días entre las seis y las siete de la tarde para recoger el dinero de manos de Walter. Este llegó al mediodía y tuvo oportunidad de dar una vuelta por la ciudad para evaluar la capacidad de lucha del pueblo ruso.

Le conmocionó lo que vio.

En cuanto salió de la estación, lo asaltaron mujeres y hombres, adultos y menores, ofreciéndole sexo. Cruzó un puente sobre un canal y caminó unos tres kilómetros al norte, en dirección al centro de la ciudad. La mayor parte de los comercios estaban cerrados, muchos entablados, otros simplemente abandonados, con los vidrios de los escaparates rotos y esparcidos a la entrada. Vio muchos borrachos y dos peleas a puñetazos. De cuando en cuando, un automóvil o un carruaje tirado por caballos pasaba a toda prisa, ahuyentando a los transeúntes y con sus pasajeros ocultos tras unas cortinas cerradas. Casi todo el mundo estaba demacrado, harapiento y descalzo. La situación era bastante peor que en Berlín.

Vio a muchos soldados, solos y en grupos; la mayoría daba muestras de poca disciplina: se salían de la fila mientras marchaban con el uniforme desabotonado, charlaban con civiles; aparentemente hacían lo que les placía. Walter vio confirmada la impresión que se había llevado cuando visitó la primera línea rusa: aquellos hombres no estaban en disposición de combatir.

Pensó que era una buena noticia.

Nadie se le acercó y la policía no le prestó atención. No era sino otra figura andrajosa más buscándose la vida en una ciudad que se desmoronaba.

Más animado, volvió a la estación a las seis y vio de inmediato a su contacto, un sargento con un pañuelo rojo atado al cañón del fusil. Antes de identificarse, Walter escrutó al hombre. Era un individuo imponente, no alto pero sí corpulento y de espaldas anchas. Le faltaba la oreja derecha, un incisivo y el dedo anular de la mano izquierda. Esperaba con la paciencia de un soldado veterano, pero tenía una mirada azul y perspicaz que no pasaba nada por alto. Aunque Walter trataba de observarlo de incógnito, el soldado lo vio, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, dio media vuelta y se alejó. Tal como se había acordado, Walter lo siguió. Ambos se dirigieron a una sala llena de mesas y sillas, y se sentaron.

—¿Sargento Grigori Peshkov? —preguntó Walter.

Grigori asintió.

—Sé quién eres. Siéntate.

Walter miró a su alrededor. En un rincón siseaba un samovar, y una mujer con chal vendía pescado ahumado y escabechado. A las mesas había sentadas quince o veinte personas. Nadie prestó demasiada atención a un soldado y a un campesino que obviamente confiaba en vender su saco de cebollas. Un joven ataviado con una guerrera azul de obrero de fábrica los siguió y entró en la sala. Walter intercambió una mirada fugaz con él y miró cómo se sentaba, encendía un cigarrillo y abría un ejemplar del
Pravda
.

—¿Podría comer algo? Estoy hambriento, pero es posible que un campesino no pueda permitirse los precios de este lugar —dijo Walter.

Grigori pidió una ración de pan negro y arenques, y dos vasos de té azucarado. Walter devoró la comida. Después de observarlo unos minutos, Grigori se echó a reír.

—No puedo creer que hayas pasado por un campesino —comentó—. Yo habría sabido al instante que eres un burgués.

—¿Por qué?

—Llevas las manos sucias, pero comes con delicadeza y te limpias la boca con un trapo como si fuera una servilleta de hilo. Un campesino auténtico engulle la comida y sorbe ruidosamente el té antes de tragarla.

A Walter le irritó aquella condescendencia. «A fin de cuentas, he sobrevivido tres días en un maldito tren —pensó—. Ya quisiera verte a ti haciendo lo mismo en Alemania.» Era el momento de recordar a Peshkov que tenía que ganarse el dinero.

—Cuéntame cómo les va a los bolcheviques.

—Peligrosamente bien —contestó Grigori—. Miles de rusos se han afiliado al partido en los últimos meses. León Trotski ha anunciado al fin su apoyo. Deberías oírlo. Casi todas las noches abarrota el Cirque Moderne. —Walter advirtió que Grigori idolatraba a Trotski, aunque los alemanes sabían que su oratoria era hechizadora. Era una buena adquisición para los bolcheviques—. En febrero teníamos diez mil miembros; hoy tenemos doscientos mil —concluyó, ufano.

—Eso está bien. Pero ¿podéis cambiar las cosas? —preguntó Walter.

—Tenemos muchas posibilidades de ganar las elecciones a la Asamblea Constituyente.

—¿Cuándo se celebrarán?

—Se han aplazado mucho…

—¿Por qué?

Grigori suspiró.

—Primero el gobierno provisional convocó un consejo de representantes que, al cabo de dos meses, finalmente accedió a la creación de un segundo consejo con sesenta miembros para redactar la ley electoral…

—¿Por qué? ¿Por qué un proceso tan complicado?

Grigori parecía airado.

—Dicen que quieren que las elecciones sean absolutamente incontestables, pero la verdadera razón es que los partidos conservadores están dando largas, porque saben que pueden perder.

Solo era un sargento, pensó Walter, pero su análisis parecía elaborado.

—Entonces, ¿cuándo se celebrarán las elecciones?

—En septiembre.

—¿Y por qué crees que los bolcheviques ganaréis?

—Aún somos el único grupo firmemente comprometido con la paz. Y todos lo saben… gracias a los periódicos y los panfletos que hemos hecho circular.

—¿Por qué has dicho que os va «peligrosamente bien»?

—Porque eso nos convierte en el principal objetivo del gobierno. Se ha expedido una orden de detención contra Lenin. Ha tenido que esconderse. Pero seguirá dirigiendo el partido.

Walter también creyó esto. Si Lenin había podido mantener el control de su partido desde su exilio en Zurich, sin duda podría hacerlo desde algún lugar secreto dentro de Rusia.

El alemán había efectuado la entrega y recabado la información que precisaba. Había cumplido su misión. Le inundó una sensación de alivio. Lo único que tenía que hacer ya era volver a casa.

Empujó con un pie hacia Grigori el saco que contenía los diez mil rublos. Apuró el té y se puso en pie.

—Que disfrutes de las cebollas —dijo, y se encaminó hacia la puerta.

Por el rabillo del ojo vio cómo el hombre de la guerrera azul plegaba el
Pravda
y se levantaba.

Walter compró un billete para Luga y subió al tren. Entró en un vagón de tercera, se abrió paso entre un grupo de soldados que fumaban y bebían vodka, una familia de judíos con todas sus pertenencias atadas en fardos y varios campesinos con jaulas vacías en las que quizá habían transportado las gallinas que acababan de vender. Al llegar al final del vagón, se detuvo y miró atrás.

El hombre de la guerrera azul entró el vagón.

Walter lo observó unos instantes; el desconocido avanzaba entre el resto de los pasajeros apartándolos a codazos sin la menor consideración. Solo un policía haría algo así.

Walter saltó del tren y abandonó la estación a toda prisa. Recordando el paseo exploratorio de la tarde, se dirigió a paso ligero hacia el canal. Era verano, la época del año en que las noches eran más cortas, por lo que aún había claridad. Confió en haber despistado al hombre de la guerrera azul, pero cuando volvió la mirada atrás vio que iba tras él. Probablemente había estado siguiendo a Peshkov y había decidido investigar al amigo campesino que vendía cebollas.

El hombre apuró el paso.

Si apresaban a Walter, lo fusilarían por espía. Solo tenía una salida.

Se encontraba en una barriada humilde. Todo Petrogrado parecía pobre, pero aquel barrio albergaba los hoteles baratos y los bares lúgubres que solían aglomerarse cerca de las estaciones de tren de todo el mundo. Walter echó a correr, y el sujeto de la guerrera azul hizo lo propio.

Von Ulrich llegó a una fábrica de ladrillos, junto al canal. Lo tapiaba un muro alto y una cancela con barrotes de hierro, pero al lado había un almacén abandonado, en ruinas y sin vallar. Walter dobló por esa calle, cruzó corriendo el recinto del almacén hacia el canal, trepó el muro y saltó a la fábrica.

Tenía que haber algún vigilante allí, pero Walter no vio a nadie. Buscó un rincón donde esconderse. Lamentó que aún hubiera tanta luz. El patio disponía de un pequeño embarcadero de madera. A su alrededor, por todas partes, se alzaban pilas de ladrillos de la altura de un hombre, pero Walter necesitaba ver sin ser visto. Fue hacia una pila medio derruida —supuso que parte de sus ladrillos habrían sido ya vendidos— y recolocó varios dejando una pequeña rendija por la que mirar mientras se ocultaba detrás. Se sacó el Mosin-Nagant del cinturón y lo amartilló.

Instantes después vio al hombre de la guerrera azul saltar de lo alto del muro.

Era un individuo de estatura mediana, delgado y con un bigote fino. Parecía asustado; había comprendido ya que no seguía a un mero sospechoso. Estaba metido en una persecución en toda regla, y no sabía si él era el cazador o la presa.

Desenfundó un revólver.

Walter apuntó a la guerrera azul por la rendija, pero no estaba lo bastante cerca para estar seguro de alcanzarle.

El hombre se quedó inmóvil un momento, barriendo el patio con la mirada, visiblemente indeciso sobre qué era lo que debía hacer. Al rato se dio la vuelta y se dirigió hacia el agua con paso vacilante.

Walter lo siguió. Se habían invertido los papeles.

El hombre fue esquivando las pilas, rastreando el lugar. Walter lo imitó, escondiéndose tras los ladrillos cuando el otro detenía sus pasos y aproximándose cada vez un poco más a él. No quería un tiroteo prolongado, pues podría atraer la atención de otros policías. Tenía que abatir a su enemigo de uno o dos disparos y marcharse de allí a toda prisa.

Cuando el hombre alcanzó la orilla del canal, apenas los separaban diez metros. Miró a un lado y al otro, como creyendo que Walter pudiera haber huido en una barca a remo.

El alemán salió a descubierto y lanzó un guijarro contra la espalda de la guerrera azul.

El hombre se dio la vuelta y miró directamente a Walter.

Y gritó.

Fue un grito agudo, afeminado, de sorpresa y terror. En ese instante, Walter supo que recordaría ese grito el resto de su vida.

Apretó el gatillo, se oyó la detonación del revólver y el grito cesó al instante.

Solo había necesitado un disparo. El policía secreto se desplomó inerte en el suelo.

Walter se inclinó sobre el cuerpo. Los ojos del hombre miraban sin vida al cielo. No tenía pulso, no respiraba.

Von Ulrich arrastró el cuerpo hasta el canal. Le metió ladrillos en los bolsillos del pantalón a modo de plomada. A continuación, lo deslizó sobre el bajo antepecho y lo dejó caer al agua.

El hombre se hundió, y Walter se dio la vuelta y se marchó.

IV

Grigori se encontraba en una sesión del Sóviet de Petrogrado cuando comenzó la contrarrevolución.

Se sintió inquieto, pero no sorprendido. A medida que los bolcheviques ganaban popularidad, las reacciones habían ido tornándose más violentas y crueles. El partido estaba obteniendo buenos resultados en las elecciones locales, adquiriendo el control de un sóviet regional tras otro, y había obtenido el 33 por ciento de los votos al ayuntamiento de Petrogrado. En respuesta, el gobierno —dirigido por Kérenski— detuvo a Trotski y de nuevo retrasó las ya aplazadas elecciones generales a la Asamblea Constituyente. Los bolcheviques no se habían cansado de decir que el gobierno provisional nunca celebraría unas elecciones generales, y este nuevo aplazamiento reforzaba su credibilidad.

Entonces intervino el ejército.

El general Kornílov era un cosaco de cabeza rapada que tenía el corazón de un león y el cerebro de una oveja, según el famoso comentario del general Alexéiev. El 9 de septiembre, Kornílov ordenó marchar a sus tropas sobre Petrogrado.

El Sóviet reaccionó rápidamente. Los delegados decidieron crear el Comité para la Lucha contra la Contrarrevolución.

Un comité no era nada, pensó Grigori con impaciencia. Se puso en pie, conteniendo la ira y el temor. Como delegado del 1.
er
Regimiento de Artillería, se le escuchaba con respeto, especialmente en lo referente a asuntos militares.

—Un comité no tiene sentido si sus miembros solo se dedican a hacer discursos —dijo, vehemente—. Si los informes que acabamos de oír son ciertos, algunas de las tropas de Kornílov no se encuentran lejos de los límites de la ciudad de Petrogrado. Solo se les puede detener por la fuerza. —Siempre llevaba el uniforme de sargento, junto con el fusil y el revólver—. El comité no servirá de nada a menos que movilice a los obreros y los soldados de Petrogrado contra el motín del ejército.

Grigori sabía que solo el partido bolchevique podría movilizar al pueblo. Y el resto de los delegados también lo sabían, al margen del partido al que pertenecieran. Al final se acordó de que el comité estaría formado por tres mencheviques, tres socialistas revolucionarios y tres bolcheviques, entre ellos Grigori; pero todos tenían claro que los bolcheviques eran los únicos que contaban.

En cuanto se decidió esto, el Comité para la Lucha abandonó la sala de debate. Hacía seis meses que Grigori era político, y ya había aprendido cómo funcionaba el sistema. Obvió la composición formal del comité e invitó a una docena de personas útiles a que se sumaran a él, entre ellos Konstantín, de la fábrica Putílov, e Isaak, del 1.
er
Regimiento de Artillería.

El Sóviet se había trasladado del Palacio de Táurida al instituto Smolni, una antigua escuela femenina, y el comité se reunió en un aula, tapizada con bordados enmarcados y acuarelas cursis.

—¿Tenemos alguna moción que debatir? —preguntó el presidente.

Era una sandez, pero Grigori llevaba suficiente tiempo siendo delegado para saber sortearla. Reaccionó al instante para hacerse con el control de la reunión y conseguir que el comité se centrara en la acción y no en las palabras.

—Sí, camarada presidente. Con la venia —dijo—. En mi opinión, hay cinco cosas que debemos hacer. —Siempre era una buena idea ofrecer una enumeración, la gente creía que tenía que escuchar hasta el final—. Una: movilizar a los soldados de Petrogrado contra el motín del general Kornílov. ¿Cómo podemos conseguirlo? Propongo que el cabo Isaak Ivánovich elabore un listado con los principales cuarteles y los nombres de líderes revolucionarios de confianza en cada uno de ellos. Habiendo identificado a nuestros aliados, deberíamos enviar una carta con la instrucción de que se pongan a las órdenes de este comité y se preparen para repeler a los amotinados. Si Isaak se pone ahora con ello, podría proporcionarnos el listado y la carta en pocos minutos para que este comité los apruebe.

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