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Authors: Ken Follett
Grigori hizo una breve pausa para dejar que los presentes asintieran e, interpretando ese gesto como una aprobación, prosiguió.
—Gracias. Proceda, camarada Isaak. Segundo: debemos enviar un mensaje a Kronstadt. —La base naval de Kronstadt, una isla situada a veinte millas de la costa, era funestamente famosa por el trato brutal que dispensaba a los marineros, en especial a los reclutas más jóvenes. Seis meses antes, los marineros se habían rebelado contra sus verdugos, y habían torturado y asesinado a muchos de sus oficiales. El lugar se había transformado en un bastión radical—. Los marineros deben armarse, desplegarse en Petrogrado y ponerse a nuestras órdenes. —Grigori señaló a un delegado bolchevique que sabía próximo a los marineros—. Camarada Gleb, ¿asumirá esa tarea, con el beneplácito del comité?
Gleb asintió.
—Si se me permite, redactaré una carta para que nuestros presidentes la firmen, y después la llevaré a Kronstadt en persona.
—Hágalo, por favor.
Los miembros del comité parecían ya algo desconcertados. Las cosas avanzaban más deprisa de lo habitual. Solo los bolcheviques permanecían impertérritos.
—Tercero: debemos organizar a los obreros de las fábricas en unidades defensivas y armarlos. Podemos conseguir las armas en arsenales del ejército y fábricas de armamento. La mayoría de los obreros precisarán cierto adiestramiento en el uso de armas de fuego y disciplina militar. Recomiendo que esta tarea la lleven a cabo conjuntamente los sindicatos y la Guardia Roja. —La Guardia Roja estaba formada por soldados y obreros revolucionarios armados. No todos eran bolcheviques, pero por lo general obedecían órdenes de los comités bolcheviques—. Propongo que el camarada Konstantín, delegado de la fábrica Putílov, se encargue de esto. Él sabrá cuál es el sindicato mayoritario en cada una de las fábricas principales.
Grigori sabía que estaba convirtiendo a la población de Petrogrado en un ejército revolucionario, y los otros bolcheviques del comité también, pero ¿lo advertirían los demás? Al final de este proceso, asumiendo que la contrarrevolución fuera sofocada, a los moderados les resultaría muy difícil desmantelar la fuerza que habían creado y restaurar la autoridad del gobierno provisional. Si pensaban a tan largo plazo, podrían intentar moderar o cambiar radicalmente lo que Grigori estaba proponiendo. Pero por el momento estaban centrados en prevenir un golpe de Estado. Como era habitual, solo los bolcheviques tenían una estrategia.
—Sí, por supuesto, confeccionaré un listado —dijo Konstantín. Obviamente, favorecería a los líderes sindicalistas bolcheviques, aunque también era cierto que eran los que estaban siendo más eficientes.
—Cuatro —prosiguió Grigori—: el Sindicato de Ferroviarios debe hacer todo cuanto esté en sus manos para obstaculizar el avance del ejército de Kornílov. —Los bolcheviques habían luchado con ahínco por hacerse con el control de ese sindicato, y en esos momentos tenían al menos un partidario en cada cochera. Los sindicalistas bolcheviques siempre se ofrecían voluntarios como tesoreros, secretarios o presidentes—. Aunque algunas tropas ya se encuentran de camino por carretera, el grueso de los hombres y sus suministros tendrán que llegar en tren. El sindicato podría asegurarse de que sean retenidos o desviados de su ruta. Camarada Víktor, ¿puede confiarle el comité esta tarea?
Víktor, delegado del sindicato, asintió.
—Crearé un comité a tal efecto en el seno del sindicato para organizar el desbaratamiento del avance de los amotinados.
—Por último: deberíamos exhortar a otras ciudades a que creen comités como este —dijo Grigori—. La revolución debe ser defendida en todas partes. ¿Desea algún miembro de este comité sugerir con qué ciudades deberíamos ponernos en contacto?
Era una distracción deliberada, y surtió efecto. Alegrándose de tener algo que hacer, los miembros del comité citaron los nombres de ciudades que deberían organizar comités para la lucha. De este modo Grigori se aseguró de que no se detuvieran a analizar sus propuestas más importantes y estas prosperasen, y de que en ningún momento se plantearan las consecuencias a largo plazo de armar a los ciudadanos.
Isaak y Gleb redactaron los borradores de las cartas y el presidente los firmó sin mayor discusión. Konstantín elaboró una lista con los líderes de las fábricas y empezó a enviarles mensajes. Víktor se marchó para organizar a los ferroviarios.
El comité empezó a debatir la redacción de una carta a las ciudades vecinas. Grigori se escabulló. Ya tenía lo que quería. La defensa de Petrogrado, y de la revolución, estaba encaminada. Y los bolcheviques, al cargo de ella.
Lo que necesitaba entonces era información fidedigna sobre el paradero del ejército contrarrevolucionario. ¿Era cierto que había tropas aproximándose a los barrios del sur de Petrogrado? En tal caso, habría que encargarse de ellas deprisa y adelantarse al Comité para la Lucha.
Cruzó el puente y recorrió a pie el breve trecho que distaba entre el instituto Smolni y los cuarteles. Allí encontró a los soldados preparándose ya para combatir a los amotinados de Kornílov. Reunió a un conductor y a tres soldados revolucionarios de confianza, y, a bordo de un carro blindado, cruzaron la ciudad en dirección al sur.
Con la menguante luz de la tarde otoñal, zigzaguearon por el extrarradio en busca del ejército invasor. Tras un par de infructíferas horas, Grigori concluyó que era muy probable que los informes acerca de la progresión de Kornílov fueran exagerados. En cualquier caso, seguramente no iba a encontrar más que alguna avanzadilla. Aun así, era importante inspeccionarla y persistió en su búsqueda.
Finalmente toparon con una brigada de infantería acampada en una escuela.
Grigori sopesó la posibilidad de volver a los cuarteles y regresar con el 1.
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Regimiento de Artillería para atacar, pero se le ocurrió una solución mejor. Era arriesgada, pero si funcionaba ahorraría mucho derramamiento de sangre.
Iba a intentar ganar hablando.
Pasaron junto a un apático centinela, accedieron al patio de la escuela y Grigori se apeó del vehículo. Como precaución, desenfundó la bayoneta de pica calzada en el extremo del fusil y la colocó en posición de ataque. Luego se colgó el fusil al hombro. Se sentía vulnerable, pero se obligó a parecer relajado.
Varios soldados se acercaron a él.
—¿Qué está haciendo aquí, sargento? —le preguntó un coronel.
Grigori no le hizo caso y se dirigió a un cabo.
—Necesito hablar con el líder de vuestro comité de soldados, camarada —dijo.
—En esta brigada no hay comités de soldados, camarada. Vuelva al carro y lárguese de aquí —espetó el coronel.
Pero el cabo habló con tono desafiante, aunque nervioso.
—Yo era el líder del comité de mi pelotón, sargento… antes de que se prohibieran los comités, claro.
La ira enturbió el semblante del coronel.
Grigori comprendió que aquello era la revolución en miniatura. ¿Quién se impondría, el coronel o el cabo?
Otros soldados se acercaron para escuchar.
—Entonces, dime —instó Grigori al cabo—, ¿por qué atacáis a la revolución?
—No, no —contestó el cabo—. Estamos aquí para defenderla.
—Alguien te ha mentido. —Grigori se dio la vuelta y alzó la voz para dirigirse a los presentes—: El primer ministro, el camarada Kérenski, ha destituido al general Kornílov, pero Kornílov se niega a marcharse, y por eso os ha enviado a Petrogrado para que ataquéis la ciudad.
Se oyó un murmullo reprobatorio.
El coronel parecía incómodo: Grigori estaba en lo cierto.
—¡Basta de mentiras! —bramó—. ¡Márchese de aquí, sargento, o tendré que dispararle!
—No toque su arma, coronel —repuso Grigori—. Sus hombres tienen derecho a saber la verdad. —Miró a la creciente muchedumbre—. ¿No es así?
—¡Sí! —exclamaron varios.
—No me gusta lo que ha hecho Kérenski —prosiguió Grigori—. Ha restituido la pena de muerte y la flagelación. Pero es nuestro líder en la revolución. Mientras que vuestro general Kornílov quiere destruirla.
—¡Mentiras! —vociferó el coronel, airado—. ¿No lo entendéis? Este sargento es un bolchevique. ¡Todo el mundo sabe que los bolcheviques están a sueldo de los alemanes!
El cabo intervino:
—¿Cómo vamos a saber a quién debemos creer? Usted dice una cosa, sargento, pero el coronel dice otra.
—No nos creáis a ninguno de los dos —dijo Grigori—. Id y averiguadlo vosotros mismos. —Alzó la voz para asegurarse de que todos lo oyeran—: No tenéis por qué esconderos en esta escuela. Id a la fábrica más cercana y preguntad a cualquier obrero. Hablad con los soldados que veáis por la calle. Pronto sabréis la verdad.
El cabo asintió.
—Buena idea.
—No haréis tal cosa —replicó el coronel, furioso—. Os estoy ordenando a todos que no salgáis del recinto de la escuela.
Eso era un gran error, pensó Grigori, y espetó:
—Vuestro coronel no quiere que preguntéis y os informéis. ¿No demuestra eso que os está mintiendo?
El coronel se llevó una mano al revólver y dijo:
—¡Esas son palabras de amotinado, sargento!
Los hombres miraron fijamente al coronel y a Grigori. Era un momento crítico, y la muerte estaba más cerca de Grigori de lo que lo había estado nunca.
De pronto, Grigori cayó en la cuenta de que estaba en desventaja. Se había centrado tanto en sus argumentos que había olvidado prever qué haría después. Portaba el fusil al hombro, pero con el seguro puesto. Le llevaría varios segundos descolgárselo, desengranar la incómoda presilla que bloqueaba el seguro y colocar el arma en posición de ataque. El coronel podía desenfundar y disparar su revólver mucho más deprisa. Grigori sintió un acceso de miedo, y tuvo que reprimir el impulso de dar media vuelta y salir corriendo.
—¿Amotinado? —dijo para ganar tiempo, procurando que el miedo no debilitara el tono asertivo de su voz—. Cuando un general destituido marcha sobre la capital pero las tropas se niegan a atacar a su gobierno legítimo, ¿quién es el amotinado? Yo digo que es el general, y aquellos oficiales que intentan llevar a término sus órdenes desleales.
El coronel desenfundó el revólver.
—Márchese de aquí, sargento. —Se volvió hacia los demás—. Y vosotros, volved a la escuela y reuníos en el vestíbulo. Recordad: la desobediencia es un delito en el ejército, y se ha restituido la pena de muerte. Dispararé a todo el que se niegue a obedecerme.
Apuntó al cabo con el arma.
Grigori vio que los hombres estaban a punto de obedecer a su autoritario oficial, muy seguro de sí mismo y armado. Comprendió, desesperado, que solo quedaba una salida: tenía que matar al coronel.
Vio cómo hacerlo. En realidad, tendría que ser muy rápido, pero creyó que podría conseguirlo.
Si fallaba, moriría.
Se descolgó el fusil del hombro izquierdo y, sin detenerse a pasárselo a la mano derecha, embistió con todas sus fuerzas contra un costado del coronel. La afilada punta de la larga bayoneta rasgó la tela de su uniforme, y Grigori notó cómo penetraba en su blando vientre. El coronel profirió un grito de dolor, pero no se desplomó. A pesar de estar herido, se volvió dibujando un arco en el aire con el revólver. Apretó el gatillo.
Erró el disparo.
Grigori presionó el fusil hacia dentro y arriba, en dirección al corazón. El rostro del coronel se contrajo por la agonía y abrió la boca, pero ningún sonido brotó de ella; instantes después cayó al suelo, sin soltar el revólver.
Grigori arrancó la bayoneta de un tirón.
El revólver se desprendió de los dedos del coronel.
Todos lo miraron perplejos mientras el oficial se retorcía en un tormento mudo sobre el césped agostado del patio. Grigori quitó el seguro al fusil, apuntó al corazón del coronel y disparó dos veces. El hombre quedó inmóvil.
—Como usted bien ha dicho, coronel —declaró Grigori—, es la pena de muerte.
V
Fitz y Bea tomaron un tren en Moscú acompañados solo por la doncella rusa de la princesa, Nina, y el ayuda de cámara del conde, Jenkins, antiguo campeón de boxeo rechazado por el ejército por su incapacidad para ver más allá de diez metros.
Se apearon en Bulovnir, la diminuta estación que daba acceso a la finca del príncipe Andréi. Los expertos de Fitz habían sugerido que Andréi construyera allí una pequeña villa, con un depósito de madera, silos y un molino, pero nada se había hecho, y los campesinos seguían transportando sus productos a caballo o en carreta hasta el mercado de una vieja ciudad situada a unos treinta kilómetros de allí.
Andréi había enviado un carruaje a recogerlos, con un hosco conductor que se dedicó a mirar mientras Jenkins cargaba los baúles en la parte posterior del vehículo. Mientras avanzaban por un camino de tierra que discurría entre labrantíos, Fitz recordó su anterior visita; la había hecho en condición de esposo de la princesa recién casada, y los aldeanos se acercaron a las márgenes del camino para aclamarlos. Ese día el ambiente era muy distinto. Los hombres que trabajaban en los campos apenas alzaban la mirada cuando el carruaje pasaba, y los habitantes de los pueblos y las aldeas les daban la espalda deliberadamente.
Era algo que irritaba y malhumoraba a Fitz, pero su ánimo mejoró al ver de nuevo las desgastadas piedras de la vieja casa, teñidas de un tono amarillento por el sol bajo de la tarde. Un pequeño tropel de sirvientes con uniformes inmaculados emergieron por la puerta principal como patos acudiendo al abrevadero y se afanaron alrededor del carruaje, abriendo puertas y cargando con el equipaje. El mayordomo de Andréi, Gueorgui, besó la mano de Fitz y recitó una frase en inglés que obviamente había aprendido de memoria:
—Bienvenido de nuevo a su hogar en Rusia, conde Fitzherbert.
Las casas rusas solían ser imponentes, pero acostumbraban a estar deslucidas, y Bulovnir no era una excepción. El vestíbulo de doble altura necesitaba una mano de pintura, la araña de luces, de valor incalculable, estaba cubierta de polvo y un perro había orinado en el suelo de mármol. El príncipe Andréi y la princesa Valeria aguardaban bajo un gran retrato del abuelo de Bea, que los miraba severo y ceñudo.
Bea corrió hasta Andréi y lo abrazó.
Valeria era una belleza clásica, con rasgos uniformes y el cabello negro, que llevaba pulcramente peinado. Le estrechó la mano a Fitz y dijo en francés:
—Gracias por venir. Nos alegramos mucho de veros.