La caída de los gigantes (120 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—¡Son de mi talla! —le dijo a Walter a modo de justificación. Von Ulrich no tuvo arrestos de impedírselo, las botas de Grunwald estaban llenas de agujeros.

Se sentó para recuperar el aliento. Repasando aquella primera fase, pensó que nada podía haber ido mejor.

Una hora después, los cañones alemanes volvieron a enmudecer. Walter reunió a sus hombres y siguió avanzando.

A media ascensión de una larga pendiente oyó voces. Alzó una mano para detener a los hombres que le seguían de cerca. Frente a él, alguien dijo en inglés:

—No veo un carajo.

Algo en aquella voz le resultó conocido. ¿Era australiano? Aunque más bien parecía indio…

Otra dijo, con el mismo acento:

—¿De qué coño te quejas? ¡Si no pueden verte, no pueden dispararte!

En ese instante, Walter se vio transportado de vuelta a 1914, a la gran casa de Fitz, en Gales. Así era como hablaban sus sirvientes. Los hombres que tenía frente a él, allí, en aquel campo francés arrasado, eran galeses.

El cielo pareció iluminarse un poco.

III

El sargento Billy Williams escrutó la niebla. El fuego de artillería había cesado, gracias a Dios, pero eso solo significaba que los alemanes se estaban acercando. ¿Qué debía hacer?

No tenía órdenes. Su pelotón había ocupado un reducto, un puesto defensivo situado en un promontorio a cierta distancia de la primera línea. Con un tiempo normal, aquella posición proporcionaba una amplia panorámica de una pendiente larga y regular a cuyos pies había una montaña de escombros, que antaño debían de haber pertenecido a las edificaciones de una granja. Una trinchera los comunicaba con otra montaña de escombros, que en esos momentos sí eran visibles. Las órdenes solían llegar desde la retaguardia, pero ese día no había llegado ninguna. El teléfono guardaba silencio; las bombas debían de haber cortado la línea.

Los hombres aguardaban de pie o sentados en la trinchera. Habían salido del refugio subterráneo al cesar el bombardeo. A veces, a media mañana, la cocina de campaña enviaba a la trinchera una carreta con una tetera grande llena de té caliente, pero ese día no había indicios de que fueran a recibir ningún refrigerio, y ya habían agotado las raciones en el desayuno.

El pelotón disponía de una ametralladora ligera Lewis de diseño estadounidense. Estaba colocada en el muro posterior de la trinchera, sobre el refugio subterráneo. La manipulaba George Barrow, un chico de diecinueve años salido de un correccional, un buen soldado con una educación tan pobre que creía que el último invasor de Inglaterra se llamaba Normando el Conquistador. George estaba sentado detrás del arma, protegido de las balas perdidas por la recámara de acero, y fumaba una pipa.

También tenían un mortero Stokes, un arma muy práctica capaz de disparar una bomba de 7,6 centímetros de diámetro a una distancia de hasta ochocientos metros. El cabo Johnny Ponti, hermano de Joey Ponti, que había muerto en el Somme, poseía un dominio letal del arma.

Billy trepó hasta la ametralladora y se apostó al lado de George, pero no podía ver nada.

—Billy, ¿tienen otros países imperios, como nosotros? —le preguntó George.

—Sí —contestó Billy—. Los franceses poseen la mayor parte del norte de África, y también están las Indias Orientales holandesas, el sudeste de África, que es alemán…

—Vaya —dijo George, desilusionado—. Lo había oído, pero no creía que fuera verdad.

—¿Por qué no?

—Bueno, ¿qué derecho tienen a gobernar otros pueblos?

—¿Qué derecho tenemos nosotros a gobernar Nigeria y Jamaica y la India?

—Pero nosotros somos británicos.

Billy asintió. George Barrow, que obviamente nunca había visto un atlas, se sentía superior a Descartes, Rembrandt y Beethoven. Y no era el único. Durante años, en la escuela, todos habían soportado el bombardeo de la propaganda que informaba de todas las victorias militares pero de ninguna de las derrotas. Les enseñaban la democracia de Londres, pero no les hablaban de la tiranía de El Cairo. Cuando aprendían algo sobre la justicia británica, no oían ninguna mención a la flagelación en Australia, el hambre en Irlanda o las matanzas en la India. Aprendían que los católicos quemaban a los protestantes en la hoguera, y se horrorizaban cuando los protestantes hacían lo mismo con los católicos en cuanto se les presentaba la ocasión. Pocos de ellos tenían un padre como el de Billy que les dijera que el mundo que les describían sus maestros en la escuela era una fantasía.

Pero ese día Billy no tenía tiempo para aclararle las cosas a George. Tenía otras preocupaciones.

El cielo se iluminó levemente y a Billy le pareció que la niebla empezaría a disiparse; entonces, de pronto, la bruma se levantó por completo.

—¡Joder! —exclamó George.

Un segundo después, Billy vio lo que lo había sobresaltado. A unos cuatrocientos metros, subiendo por la pendiente en dirección a ellos, había varios centenares de soldados alemanes.

Billy saltó a la trinchera. Algunos hombres habían avistado ya al enemigo y sus exclamaciones de sorpresa alertaron a los demás. Billy atisbó por una ranura de un panel de acero adosado al parapeto. Los alemanes estaban tardando más en reaccionar, quizá porque, en la trinchera, los británicos eran menos visibles. Un par se detuvieron, pero la mayoría siguió corriendo.

Un minuto después estalló el fuego cruzado de fusiles. Varios alemanes cayeron. El resto se lanzó al suelo, buscando protección en los cráteres de las bombas y detrás de arbustos raquíticos. Sobre la cabeza de Billy, la Lewis empezó a disparar produciendo un ruido similar al clamor de los aficionados en un partido de fútbol. Instantes después, los alemanes comenzaron también a disparar. Parecían no llevar ametralladoras ni morteros, observó Billy aliviado. Oyó gritar a uno de sus hombres; un alemán avispado había visto a alguien mirando indiscretamente por encima del parapeto, tal vez; o, más probablemente, un tirador afortunado había alcanzado a un desafortunado británico en la cabeza.

Tommy Griffiths apareció al lado de Billy.

—Le han dado a Dai Powell —dijo.

—¿Está herido?

—Ha muerto. Le han reventado la cabeza.

—Hijos de puta —masculló Billy.

La señora Powell era una tejedora prodigiosa que enviaba jerséis a su hijo a Francia. ¿Para quién iba a tejer ya?

—He cogido esto de uno de sus bolsillos —dijo Tommy.

Dai llevaba un fajo de postales pornográficas que había comprado a un francés. En ellas aparecían chicas rollizas luciendo sus matas de vello púbico. La mayoría de los hombres del batallón se las habían pedido prestadas en un momento u otro.

—¿Por qué? —le preguntó Billy con aire distraído mientras inspeccionaba al enemigo.

—No quiero que las envíen a su casa de Aberowen.

—Ah, claro.

—¿Qué hago con ellas?

—¡Joder, Tommy! Pregúntamelo más tarde, ¿vale? Ahora mismo tengo que ocuparme de varios centenares de putos alemanes.

—Perdona, Bill.

¿Cuántos alemanes había allí? Era difícil hacer ese tipo de cálculos en el campo de batalla, pero Billy creía que había visto al menos doscientos, y posiblemente hubiera más escondidos. Supuso que se enfrentaba a un batallón. Su pelotón de cuarenta hombres estaba superado abrumadoramente en número.

¿Qué se suponía que tenía que hacer?

Llevaba más de veinticuatro horas sin ver a un oficial. Allí era el hombre de mayor rango. Estaba al mando. Necesitaba un plan.

Hacía ya tiempo que no se enfurecía por la incompetencia de sus superiores, todo formaba parte del sistema de clases que él debía despreciar, tal y como lo habían educado. Pero en las raras ocasiones en que la pesada carga del mando caía sobre él, lo cierto era que no lo disfrutaba. Por el contrario, solo sentía el peso de la responsabilidad, y el miedo de tomar decisiones erróneas y provocar la muerte de sus camaradas.

Si los alemanes atacaban de frente, su pelotón quedaría aplastado. Pero el enemigo no sabía lo débil que era. ¿Podía fingir que contaba con más hombres?

Le cruzó por la mente la idea de retirarse. Pero se suponía que los soldados no se retiraban en cuanto eran atacados. Aquel era un puesto defensivo, y debía tratar de resistir.

Lucharía, al menos de momento.

En cuanto tomó la decisión, los demás lo siguieron.

—¡Dales otra serenata, George! —gritó. Mientras la ametralladora disparaba, corrió por la trinchera—. No dejéis de disparar, chicos. Hacedles creer que somos cientos.

Vio el cuerpo de Dai Powell tendido en el suelo, la sangre que rodeaba el orificio de la cabeza empezaba a ennegrecerse. Dai llevaba uno de los jerséis de su madre debajo de la guerrera del uniforme. Era una prenda marrón y horrenda, pero probablemente abrigaba.

—Descansa en paz, chaval —musitó Billy.

Más adelante encontró a Johnny Ponti.

—Monta el Stokes, Johnny —dijo—. Haz saltar a esos hijos de puta.

—De acuerdo —contestó Johnny, que cogió el soporte del mortero y afianzó sus dos patas en el suelo de la trinchera—. ¿A qué distancia están? ¿Quinientos metros?

El compañero de Johnny era un muchacho de cara rolliza llamado el Seboso Hewitt. Se encaramó al escalón del soporte y contestó:

—Sí, entre quinientos y seiscientos.

Billy estimó la distancia, pero el Seboso y Johnny ya habían trabajado juntos y dejó la decisión en sus manos.

—Vale. Dos aros, a cuarenta y cinco grados —dijo Johnny.

Las bombas autopropulsadas podían complementarse con cargas adicionales de propergol con forma de aro, que ampliaban su alcance.

Johnny subió al escalón del soporte para echar otro vistazo a los alemanes y afinó la puntería. Los soldados que estaban cerca se apartaron. Johnny introdujo la bomba en el cañón; cuando llegó al fondo, un percutor prendió el propergol y se produjo el disparo.

La bomba cayó antes de lo previsto y explotó a cierta distancia de los soldados enemigos más próximos.

—¡Cincuenta metros más, y un poco a tu derecha! —gritó el Seboso.

Johnny hizo los ajustes y volvió a disparar. La segunda bomba impactó en el cráter donde se ocultaban varios alemanes.

—¡Bien hecho! —exclamó el Seboso.

Billy no podía ver si habían alcanzado a algún soldado enemigo, el fuego los estaba obligando a mantener la cabeza agachada.

—¡Envíales una docena como ese! —dijo.

Se apostó detrás de Robin Mortimer, el oficial apartado del servicio, que estaba sobre el escalón disparando rítmicamente. Cuando se detuvo para recargar el arma vio a Billy.

—Ve a buscar más munición,
taffy
—dijo. Como siempre, su tono era hosco aunque su intención fuera la de ayudar—. No querrás que se nos acabe a todos a la vez.

Billy asintió.

—Buena idea. Gracias.

El depósito de la munición se encontraba a unos cien metros, junto a una trinchera de comunicación. Escogió a dos reclutas que, de todos modos, difícilmente iban a disparar bien.

—Jenkins y Nosey, traed más munición. Deprisa.

Los dos chicos se marcharon corriendo.

Billy echó otro vistazo por la mirilla del parapeto. En ese preciso instante, uno de los alemanes se puso en pie. Billy dedujo que sería el oficial al mando, a punto de ordenar el ataque. Se le encogió el alma. Debían de haber concluido que se enfrentaban a no más de varias docenas de hombres y que sería fácil acabar con ellos.

Pero se equivocaba. El oficial ordenó a sus hombres con gestos que retrocedieran, y echó a correr pendiente abajo. Los soldados lo siguieron de inmediato. El pelotón de Billy vitoreó y disparó a discreción contra los hombres en retirada; abatió a varios antes de que quedaran fuera de su alcance.

Los alemanes llegaron a los edificios en ruinas de la antigua granja y se pusieron a cubierto entre los escombros.

Billy no pudo contener una sonrisa. ¡Habían repelido a una fuerza diez veces superior a la suya! «Debería ser un maldito general», pensó.

—¡Alto el fuego! —gritó—. Están fuera de nuestro alcance.

Jenkins y Nosey reaparecieron acarreando cajas de munición.

—Traed más, chicos —les dijo Billy—. Podrían volver.

Pero, cuando miró de nuevo, vio que los alemanes tenían otro plan. Se habían dividido en dos grupos y se encaminaban hacia la derecha y hacia la izquierda de las ruinas, respectivamente. Billy vio cómo empezaban a rodear su posición, permaneciendo fuera de su alcance.

—Serán hijos de puta… —masculló.

Iban a filtrarse entre su posición y los reductos de las proximidades, y después lo atacarían desde ambos flancos. O bien, sobrepasarían su puesto, y lo dejarían a merced de la retaguardia.

En cualquier caso, su posición iba a caer en manos del enemigo.

—Desmonta la ametralladora, George —dijo Billy—. Y tú, Johnny, el mortero. Coged vuestras cosas, chicos. Nos replegamos.

Todos se colgaron a la espalda el fusil y el petate, se dirigieron a toda prisa a la trinchera de comunicación más próxima y echaron a correr.

Billy bajó al refugio subterráneo para asegurarse de que no hubiera nadie dentro. Arrancó la anilla de una granada y la arrojó dentro para no regalar al enemigo los suministros que quedaban.

Después se sumó a sus hombres en la retirada.

IV

Al final de la tarde, Walter y su batallón habían tomado la línea de retaguardia de las trincheras británicas.

Se sentía cansado, pero triunfal. El batallón se había enfrentado a varias escaramuzas pero no había entablado batalla. La táctica de las tropas de asalto había funcionado mejor incluso de lo que había esperado, gracias a la niebla. Habían aniquilado a una oposición débil, sobrepasado puntos fuertes y ganado mucho terreno.

Walter encontró un refugio subterráneo y entró en él. Lo siguieron varios de sus hombres. El lugar tenía un aspecto hogareño, como si los británicos hubiesen vivido varios meses allí: había fotografías de revistas clavadas en las paredes, una máquina de escribir sobre una caja puesta del revés, cubiertos y platos dentro de viejas latas de galletas, e incluso una manta extendida a modo de mantel sobre una pila de cajas. Walter supuso que se trataba del cuartel general del batallón.

Sus hombres encontraron la comida de inmediato. Había galletas saladas, mermelada, queso y jamón. No pudo impedirles que comieran, pero sí les prohibió que abrieran ninguna de las botellas de whisky. Forzaron un armario cerrado con llave y dentro encontraron un tarro con café; uno de los hombres hizo una pequeña hoguera fuera y puso a calentar agua. Después le dio a Walter una taza de café y vertió en ella leche dulce de una lata. Sabía a gloria.

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