La caída de los gigantes (92 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Pasé tres años en nuestra embajada de Washington, señor.

—Bien. Yo nunca he estado en América. Como tampoco tu padre, ni la mayoría de los que estamos aquí, de hecho… con la notable excepción de nuestro nuevo ministro de Exteriores.

Veinte años atrás, Arthur Zimmermann había regresado de China a Alemania pasando por Estados Unidos, cruzando en tren desde San Francisco hasta Nueva York, y sobre la base de esa experiencia se lo consideraba todo un experto en Norteamérica. Walter no hizo ningún comentario.

—Herr Zimmermann me ha pedido que os consulte una cosa a ambos —dijo Von Henscher. Walter se sintió halagado aunque perplejo. ¿Por qué querría conocer su opinión el nuevo ministro de Asuntos Exteriores?—. Pero ya habrá tiempo para eso más tarde. —Llamó a un lacayo vestido con una anticuada librea, que los acompañó hasta un dormitorio.

Media hora después estaban en el comedor, convertido en sala de reuniones para la ocasión. Al mirar en derredor, Walter se quedó atónito cuando vio que casi todos los hombres mínimamente relevantes de Alemania estaban presentes, inclusive el canciller, Theobald von Bethmann-Hollweg, con su cortísimo pelo casi blanco ya a la edad de sesenta años.

La mayoría de los altos cargos militares de Alemania estaban sentados a una larga mesa. Para hombres de menor graduación, Walter entre ellos, habían dispuesto unas hileras de duras sillas contra la pared. Un edecán repartió unas cuantas copias de un memorando de doscientas páginas. Walter miró el documento por encima del hombro de su padre. Vio gráficos del tonelaje que entraba y salía de los puertos británicos, tablas de índices de flete y espacio de carga, el valor calorífico de las comidas británicas, e incluso un cálculo de cuánta lana se necesitaba para tejer una falda de señora.

Esperaron dos horas y entonces llegó el káiser Guillermo, vestido con uniforme de general. Todos se pusieron en pie atropelladamente. Su Majestad estaba pálido y parecía malhumorado. Faltaban solo unos días para que cumpliera cincuenta y ocho años. Como siempre, llevaba su atrofiado brazo izquierdo inmóvil a un lado del cuerpo, intentando que no llamara la atención. A Walter le resultó difícil evocar esa emoción de jubilosa lealtad que con tanta facilidad lo embargaba cuando era pequeño. Ya no podía seguir fingiendo que el káiser era el padre de su pueblo. Se había hecho demasiado evidente que Guillermo II era un hombre que no tenía nada de extraordinario y que se había visto superado por los acontecimientos. Incompetente, desconcertado y tristemente desgraciado, era un argumento viviente en contra de la monarquía hereditaria.

El káiser miró alrededor y saludó con la cabeza a uno o dos validos especiales, Otto entre ellos; después se sentó y le dirigió un gesto a Henning von Holtzendorff, el barbicano jefe del Estado Mayor del Almirantazgo.

El almirante empezó a hablar, citando su propio memorando: la cantidad de submarinos que la Armada podía tener desplegados en alta mar en un momento dado, el tonelaje de flete requerido por los aliados para mantenerse con vida y la velocidad a la que podían reemplazar las embarcaciones que les hundieran.

—Calculo que podemos hundir seiscientas mil toneladas de transporte al mes —anunció.

La puesta en escena era impresionante; cada una de sus afirmaciones estaba respaldada por una cifra. Walter, sin embargo, se mostraba escéptico precisamente porque el almirante era demasiado exacto, hablaba con demasiada seguridad: una guerra, sin duda, no podía ser tan predecible.

Von Holtzendorff señaló un documento atado con cinta que había sobre la mesa y que debía de ser la orden imperial para lanzar la guerra submarina sin restricciones.

—Si Su Majestad aprueba hoy mi plan, garantizo que los aliados capitularán dentro de cinco meses exactamente. —Se sentó.

El káiser miró al canciller. «Ahora —pensó Walter— oiremos una valoración más realista.» Bethmann llevaba siete años en el cargo de canciller y, al contrario que el monarca, comprendía la complejidad de las relaciones internacionales.

Bethmann habló con pesimismo sobre la entrada estadounidense en la guerra y sobre los incontables recursos de que disponía Estados Unidos, tanto en efectivos como en provisiones y capital. A su favor citó las opiniones de todo alto cargo alemán con cierto conocimiento sobre Estados Unidos. Sin embargo, para decepción de Walter, parecía que estuviera cumpliendo con una mera formalidad. Debía de creer que el káiser ya había decidido. ¿Se había convocado aquella reunión únicamente para ratificar una decisión que estaba tomada de antemano? ¿Habían condenado ya a Alemania?

El káiser tenía muy poca capacidad de atención para cualquiera que no le agradara y, mientras su canciller peroraba, él no se estaba quieto, gruñía con impaciencia y ponía muecas de reprobación. Bethmann empezó a titubear.

—Si las autoridades militares consideran imprescindible la guerra de submarinos, no estoy en situación de contradecirlas. Por otra parte…

No llegó a decir lo que sucedía por otra parte. Von Holtzendorff se puso en pie bruscamente y lo interrumpió.

—¡Les doy mi palabra de oficial de la Armada de que ningún estadounidense pondrá un pie en este continente! —exclamó.

Walter pensó que eso era absurdo. ¿Qué tenía que ver su palabra de oficial de la Armada con nada de todo aquello? Sin embargo, esa promesa caló mucho mejor que todas sus estadísticas. Al káiser se le iluminó la cara, y muchos de los demás hombres asintieron con aprobación.

Bethmann pareció rendirse. Su cuerpo se desplomó en la silla, la tensión abandonó su rostro y habló con voz derrotada:

—Si estamos llamados al éxito, debemos ir tras él —dijo.

El káiser hizo un gesto y Von Holtzendorff empujó el documento atado con cinta sobre la mesa.

«¡No —pensó Walter—, no podemos tomar una decisión tan fatídica sobre una base tan inadecuada!»

El káiser cogió una pluma y firmó: «Wilhelm I. R.».

Dejó la pluma y se puso en pie.

Toda la sala hizo lo mismo enseguida.

«Esto no puede ser el final», pensó Walter.

El káiser abandonó la estancia. La tensión desapareció y estalló un rumor de conversaciones. Bethmann permanecía sentado sin apartar la mirada de la mesa. Parecía un condenado a muerte. Estaba mascullando algo, y Walter se acercó para oírlo. Era una frase en latín:
Finis Germaniae
, el final de los alemanes.

El general Von Henscher le dijo a Otto:

—Si eres tan amable de acompañarme, comeremos en privado. Tú también, joven. —Los llevó a una sala auxiliar en la que habían servido un bufet frío.

El castillo de Pless se utilizaba como residencia del káiser, de modo que la comida era muy buena. Walter estaba furioso y deprimido, pero, como todo el mundo en Alemania, también tenía hambre, así que llenó su plato hasta arriba de fiambre de pollo, ensalada de patata y pan blanco.

—El ministro de Exteriores Zimmermann ya había anticipado la decisión de hoy —dijo Von Henscher—. Quiere saber qué podemos hacer para disuadir a los americanos.

«Pocas probabilidades hay —pensó Walter—. Si hundimos sus embarcaciones y hacemos que ciudadanos estadounidenses mueran ahogados, a duras penas podremos amortiguar el golpe.»

El general prosiguió:

—¿Podríamos, por ejemplo, fomentar un movimiento de protesta entre el millón trescientos mil estadounidenses que nacieron aquí, en Alemania?

Walter rezongó para sí.

—De ninguna manera —contestó—. Eso es un cuento de hadas estúpido.

—Ten cuidado. A ver cómo les hablas a tus superiores —espetó su padre.

Von Henscher hizo un gesto para apaciguarlo.

—Deja que el chico nos dé su parecer, Otto. Estaría bien contar con su sincera opinión. ¿Qué me dices, comandante?

—No aman a la patria. ¿Por qué cree que se marcharon? Puede que coman
Wurst
y beban cerveza, pero son americanos y lucharán por Estados Unidos —contestó Walter.

—¿Y los de origen irlandés?

—Lo mismo. Odian a los británicos, desde luego, pero cuando nuestros submarinos maten estadounidenses, nos odiarán a nosotros más aún.

—¿Cómo va a declararnos la guerra el presidente Wilson? ¡Si acaba de conseguir la reelección por ser el hombre que ha mantenido a Estados Unidos fuera de la contienda! —terció Otto, indignado.

Walter se encogió de hombros.

—En cierta forma, eso lo hace más fácil. La gente creerá que no ha tenido alternativa.

—¿Qué podría impedírselo? —preguntó Von Henscher.

—Protección para las embarcaciones de países neutrales…

—Descartado —interrumpió su padre—. Sin restricciones significa sin restricciones. Eso es lo que pedía la Armada, y eso es lo que les ha concedido Su Majestad.

—Si no es probable que Wilson se vea incomodado por discrepancias en el seno de su país, ¿hay alguna posibilidad de distraerlo mediante conflictos internacionales en su propia área de influencia? —dijo Von Henscher, y se volvió hacia Otto—. ¿México, por ejemplo?

Otto sonrió. Parecía satisfecho.

—Estás pensando en el
Ypiranga
. Debo admitir que fue un pequeño triunfo de la diplomacia agresiva.

Walter nunca había compartido la euforia de su padre respecto al incidente del cargamento de armas que Alemania había enviado a México. Otto y su camarilla habían conseguido que el presidente Wilson pareciera un necio, y puede que no tardaran en lamentarlo.

—¿Y bien? —insistió Von Henscher.

—La mayor parte del ejército de Estados Unidos está o bien en México o desplegado en la frontera —dijo Walter—. Su pretexto es que persiguen a un bandido llamado Pancho Villa, cuyas incursiones abarcan suelo de ambos países. El presidente Carranza está que no puede más de indignación ante tales infracciones fronterizas de su territorio soberano, pero no puede hacer demasiado por evitarlo.

—Si contara con nuestra ayuda, ¿cambiaría eso en algo?

Walter lo pensó. Ese estilo de diplomacia alborotadora le parecía arriesgado, pero su deber era responder a las preguntas con toda la exactitud posible.

—Los mexicanos sienten que les han robado Texas, Nuevo México y Arizona. Sueñan con recuperar esos territorios, un sueño muy parecido a la quimera francesa de recuperar Alsacia y Lorena. Puede que el presidente Carranza sea tan estúpido como para pensar que podría conseguirlo.

—¡En cualquier caso, al intentarlo seguro que consigue que Estados Unidos deje de prestar atención a Europa! —dijo Otto con entusiasmo.

—Durante un tiempo —convino Walter, muy a su pesar—. Pero, a largo plazo, nuestra interferencia podría dar más peso a los norteamericanos que quieren entrar en la guerra del lado de los aliados.

—Lo que nos interesa es el corto plazo. Ya has oído a Von Holtzendorff: nuestros submarinos conseguirán que los aliados hinquen la rodilla dentro de cinco meses. Lo único que hay que lograr es mantener a los estadounidenses ocupados durante todo ese tiempo.

—¿Y Japón? ¿Hay alguna posibilidad de convencer a los japoneses para que ataquen el canal de Panamá, o incluso California? —preguntó Von Henscher.

—Siendo realistas, no —respondió Walter con firmeza.

La discusión se estaba aventurando cada vez más en el terreno de la fantasía.

Pero Von Henscher insistía.

—Aun así, la mera amenaza podría conseguir que los norteamericanos destacaran más tropas en la costa Oeste.

—Supongo que sí.

Otto se dio unos toquecitos con la servilleta en los labios.

—Esto es de lo más interesante, pero debo ir a ver si Su Majestad me necesita.

Todos se pusieron en pie.

—Si me permite decirlo, general… —repuso Walter.

Su padre suspiró, pero Von Henscher lo animó:

—Por favor.

—Creo que todo esto es muy peligroso, señor. Solo con que corra el rumor de que los altos cargos alemanes han estado hablando de fomentar un conflicto con México y alentar una agresión japonesa en California, la opinión pública americana se sentiría tan indignada que la declaración de guerra llegaría muchísimo antes, cuando no inmediatamente. Discúlpeme si estoy diciendo obviedades, pero esta conversación debería mantenerse en el más absoluto secreto.

—Completamente de acuerdo —dijo Von Henscher, y le sonrió a Otto—. Tu padre y yo somos de una generación mayor, desde luego, y no nacimos ayer. Puedes confiar en nuestra discreción.

II

Fitz se alegraba de que la propuesta de paz alemana hubiese sido despreciada y estaba orgulloso del papel que había desempeñado él en la decisión. Sin embargo, cuando todo hubo terminado, lo asaltaron las dudas.

Meditaba sobre ello la mañana del 17 de enero, mientras caminaba —o, mejor dicho, cojeaba— por Piccadilly hacia su despacho del Almirantazgo. Las conversaciones de paz habrían resultado ser una artimaña encubierta de los alemanes para consolidar sus conquistas y legitimar así su control sobre Bélgica, el nordeste de Francia y parte de Rusia. La participación británica en esas conversaciones habría equivalido a admitir una derrota. Con todo, Gran Bretaña tampoco había ganado todavía.

Las palabras de Lloyd George sobre una victoria fulminante habían calado bien en los periódicos, pero cualquier persona sensata sabía que no eran más que fantasías. La guerra continuaría; quizá durante un año, quizá incluso más. Y, si los estadounidenses seguían manteniéndose neutrales, puede que al final sí hubiera que recurrir a unas conversaciones de paz. ¿Y si nadie era capaz de ganar la guerra? Otro millón de hombres moriría en vano. La idea que obsesionaba a Fitz era que Ethel, después de todo, tuviera razón.

¿Y si Gran Bretaña perdía? Se produciría una crisis económica, tendrían desempleo e indigencia. Los hombres de la clase trabajadora harían suyo el grito del padre de Ethel y dirían que nunca les habían permitido votar para declarar esa guerra. La furia de la población contra sus dirigentes no conocería límites. Las protestas y las marchas se convertirían en disturbios. Solo algo más de un siglo antes, los parisinos habían ejecutado a su rey y a gran parte de la nobleza. ¿Harían lo mismo los londinenses? Fitz se imaginó a sí mismo atado de pies y manos mientras lo transportaban en un carro hacia el patíbulo y la muchedumbre le escupía y lo abucheaba. Peor aún, vio cómo les sucedía eso a Maud, a tía Herm y a Bea, y también a Boy. Desterró esa pesadilla de su mente.

Menuda fiera estaba hecha Ethel, pensó con una mezcla de admiración y pesar. Había querido que se lo tragara la tierra de vergüenza cuando habían expulsado a su invitada de la galería durante el discurso de Lloyd George, pero al mismo tiempo se había sentido todavía más atraído por ella.

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