La caída de los gigantes (93 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Desgraciadamente, Ethel había arremetido contra él, que la siguió fuera y la alcanzó en el vestíbulo central. Allí lo reprendió, echándole la culpa a él y a los suyos de prolongar la guerra. Por la forma en que habló, casi parecía que todos y cada uno de los soldados que habían perdido la vida en Francia habían muerto a manos del propio Fitz.

Ese día fue el final de su plan de Chelsea. Le había enviado a Ethel un par de mensajes, pero ella no había contestado y la decepción había hecho mella en el conde. Cuando pensaba en las deliciosas tardes que podrían haber pasado en su nido de amor, sentía la pérdida como un dolor físico en el pecho.

Sin embargo, tenía cierto consuelo. Bea se había tomado muy en serio su reprimenda y de pronto lo recibía en su dormitorio, vestida con ropa de dormir bonita, ofreciéndole su cuerpo perfumado como lo había hecho cuando estaban recién casados. Al fin y al cabo, era una aristócrata que había recibido una buena educación y sabía muy bien para qué servía una esposa.

Pensando aún en la dócil princesa y en la activista irresistible, entró en el edificio del Viejo Almirantazgo, donde se encontró con un telegrama alemán descifrado a medias sobre su escritorio.

El encabezamiento decía:

Berlin zu Washington. W.158
. 16 de enero de 1917.

Fitz miró automáticamente al pie del mensaje para ver quién lo enviaba. El nombre que aparecía al final era:

Zimmermann.

Se le despertó el interés. Se trataba de un mensaje del ministro de Exteriores alemán a su embajador en Estados Unidos. Fitz fue escribiendo la traducción a lápiz, incluyendo garabatos y signos de interrogación en las partes en que el código no había sido descifrado.

Alto secreto, para información personal de Su Excelencia y para que sea entregado al embajador del Imperio en (¿México?) con xxxx por ruta segura.

Los signos de interrogación indicaban signos en clave cuyo significado no estaba del todo claro. Los especialistas en descodificación ofrecían una posible interpretación. Si estaban en lo cierto, ese mensaje era para el embajador alemán de México. Simplemente lo estaban enviando a través de la embajada de Washington.

«México —pensó Fitz—. Qué extraño.»

La siguiente frase había sido descifrada por completo.

Nos proponemos empezar una guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero.

—¡Dios mío! —exclamó Fitz en voz alta.

Era algo que se esperaba con temor, pero ahí tenía la confirmación… ¡y con fecha! La noticia sería todo un éxito para la Sala 40.

Al hacerlo sin embargo intentaremos conseguir neutralidad por parte de Estados Unidos xxxx. En caso de no lograrlo proponemos a (¿México?) una alianza sobre la siguiente base: librar la guerra, alcanzar la paz.

—¿Una alianza con México? —se preguntó Fitz—. Esto es algo verdaderamente serio. ¡Los americanos van a ponerse hechos una furia!

Su Excelencia debería por la presente informar al presidente en secreto de que la guerra con los Estados Unidos de América xxxx y al mismo tiempo negociar entre nosotros y Japón xxxx nuestros submarinos obligarán a Inglaterra a aceptar la paz dentro de unos meses. Acuse de recibo.

Fitz levantó la mirada y se encontró con los ojos del joven Carver, que (tal como vio entonces) estaba pletórico.

—Debe de estar leyendo el mensaje interceptado de Zimmermann —dijo el teniente segundo.

—Lo poco que hay —contestó Fitz con calma. Estaba tan eufórico como Carver, pero se le daba mejor disimularlo—. ¿Por qué está tan deshilvanada la descodificación?

—Se trata de un nuevo código que aún no hemos descifrado por completo. De todas formas, el mensaje es material candente, ¿verdad?

Fitz volvió a leer su traducción. Carver no exageraba. Aquello se parecía mucho a una intentona de que México se aliara con Alemania en contra de Estados Unidos. Era sensacional.

Puede que incluso hiciera enfadar lo bastante al presidente estadounidense como para que declarara la guerra a Alemania.

A Fitz se le aceleró el pulso.

—Estoy de acuerdo —dijo—. Y voy a llevárselo directamente a Guiños Hall. —El capitán William Reginald Hall, director de los servicios secretos de la Royal Navy, tenía un tic facial crónico, de ahí el apodo; pero su cerebro funcionaba perfectamente—. Me hará preguntas, y necesito tener algunas respuestas preparadas. ¿Qué posibilidades hay de conseguir una descodificación completa?

—Nos llevará varias semanas dominar el nuevo código.

Fitz soltó un bufido de exasperación. La reconstrucción de códigos nuevos desde cero era una tarea meticulosa que no podía acometerse con prisas.

—Pero me he fijado en que el mensaje tiene que seguir viaje de Washington a México —prosiguió Carter—. En esa ruta todavía utilizan un viejo código diplomático que desciframos hace más de un año. A lo mejor podríamos conseguir una copia del telegrama que envíen desde allí.

—¡A lo mejor sí! —dijo Fitz con impaciencia—. Tenemos un agente en la oficina de telégrafos de Ciudad de México. —Se adelantó ya con el pensamiento—. Cuando le revelemos esto al mundo…

—No podemos hacerlo —repuso Carver, angustiado.

—¿Por qué no?

—Los alemanes sabrían que estamos leyendo sus comunicaciones.

Fitz comprendió que tenía razón. Era el eterno problema de la información secreta: cómo utilizarla sin comprometer las fuentes.

—Pero esto es tan importante que quizá deberíamos estar dispuestos a arriesgarnos —replicó.

—Lo dudo. Este departamento ha suministrado demasiada información fiable. No lo pondrán en peligro.

—¡Maldita sea! ¡Pero es que no podemos haber dado con algo como esto y luego vernos impotentes a la hora de usarlo!

Carver se encogió de hombros.

—Así es este trabajo.

Fitz no estaba dispuesto a aceptarlo. La entrada de Estados Unidos en la guerra podía significar la victoria. Estaba claro que eso merecía cualquier sacrificio. Sin embargo, sabía lo suficiente sobre el ejército para darse cuenta de que había hombres más dispuestos a mostrar valor e ingenio para proteger su departamento que para defender una plaza fuerte. Debía tomar muy en serio la objeción de Carver.

—Necesitamos una tapadera —dijo.

—Digamos que el telegrama lo han interceptado los estadounidenses —propuso Carver.

Fitz asintió con la cabeza.

—Deben enviarlo de Washington a México, así que podríamos decir que el gobierno de Estados Unidos lo ha conseguido de Western Union.

—Puede que a Western Union no le guste…

—Al cuerno con ellos. Bueno: ¿cómo debemos utilizar exactamente esta información para obtener el máximo efecto? ¿Realiza el anuncio nuestro gobierno? ¿Se lo damos a los estadounidenses? ¿Buscamos a algún tercero que desafíe a los alemanes?

Carver levantó las manos en un gesto de rendición.

—Yo ya no doy más de mí.

—Pero yo sí —dijo Fitz, inspirado de pronto—. Y conozco precisamente a la persona que nos ayudará.

III

Fitz se encontró con Gus Dewar en un pub del sur de Londres llamado The Ring.

Le sorprendió saber que Dewar era un amante del boxeo. De adolescente había entrenado con regularidad en un cuadrilátero de los muelles de Buffalo y, en sus viajes por toda Europa, allá por 1914, había asistido a combates de boxeo en todas las capitales. Fitz, con malicia, pensó que llevaba su afición muy discretamente: el boxeo no era un tema de conversación demasiado popular en las residencias de Mayfair a la hora del té.

No obstante, en The Ring estaban representadas todas las clases sociales. Caballeros vestidos de etiqueta se mezclaban con estibadores de abrigos desgarrados. Corredores ilegales aceptaban apuestas en todos los rincones mientras los camareros trajinaban bandejas llenas de pintas. El ambiente estaba cargado por el humo de los puros, las pipas y los cigarrillos. No había asientos y tampoco mujeres.

Encontró a Gus enfrascado en una conversación con un londinense de nariz rota. Discutían sobre el boxeador estadounidense Jack Johnson, el primer campeón del mundo de los pesos pesados negro, cuyo matrimonio con una blanca había provocado que los pastores cristianos exhortaran a su linchamiento. El londinense había instigado a Gus mostrándose de acuerdo con el clero.

Fitz abrigaba la secreta esperanza de que el norteamericano acabara enamorándose de Maud. Harían buena pareja. Los dos eran intelectuales, los dos eran liberales, los dos se lo tomaban todo tremendamente en serio y siempre estaban leyendo libros. Los Dewar provenían de lo que los americanos llamaban «dinero de familia», lo más parecido que tenían a una aristocracia.

Además, tanto Gus como Maud estaban a favor de la paz. Fitz no lograba hacerse una idea de por qué Maud siempre había demostrado tan extraño apasionamiento por el fin de la contienda. Gus, por su parte, reverenciaba a su jefe, Woodrow Wilson, que en un discurso pronunciado hacía un mes había hecho un llamamiento por la «paz sin victoria», una frase que había enfurecido a Fitz y a la mayoría de los altos cargos británicos y franceses.

Sin embargo, la compatibilidad que veía el conde entre Gus y Maud no había llegado a ninguna parte. Fitz amaba a su hermana, pero se preguntaba qué era lo que le sucedía. ¿Acaso quería acabar siendo una solterona?

Cuando logró separar a Gus del hombre de la nariz rota, el conde sacó a colación el tema de México.

—La situación es desastrosa —dijo Gus—. Wilson ha retirado al general Pershing y sus tropas con la intención de satisfacer al presidente Carranza, pero no ha funcionado: Carranza no quiere ni oír hablar de patrullas fronterizas. ¿Por qué lo preguntas?

—Te lo contaré más tarde —respondió Fitz—. Ya empieza el siguiente combate.

Mientras veían a un púgil llamado Benny el Judío machacarle los sesos a Albert Collins el Calvo, Fitz decidió no tocar el tema de la propuesta de paz alemana. Sabía que el estadounidense estaba muy afligido por el fracaso de la iniciativa de Wilson. Gus no dejaba de preguntarse si no podría haber conducido mejor la situación, o haber hecho algo más para respaldar el plan de su presidente. Fitz creía que ese plan había estado condenado al fracaso desde un principio porque, en realidad, ninguno de los dos bandos deseaba la paz.

En el tercer asalto, Albert el Calvo cayó y ya no volvió a levantarse.

—Me has llamado justo a tiempo —dijo Gus—. Estoy a punto de regresar a casa.

—Debes de tener muchas ganas.

—Eso si logro llegar. A lo mejor me hunde algún submarino por el camino.

Los alemanes habían reanudado la guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero, exactamente como había predicho el mensaje interceptado de Zimmermann. Esa decisión había encolerizado a los estadounidenses, pero no tanto como había esperado Fitz.

—La reacción del presidente Wilson al anuncio de la guerra submarina fue sorprendentemente comedida —dijo.

—Ha roto las relaciones diplomáticas con Alemania. Eso no es comedimiento —replicó Gus.

—Pero no ha declarado la guerra.

Fitz había quedado desolado. Él se había opuesto con todas sus fuerzas a las conversaciones de paz, pero Maud, Ethel y sus amigos pacifistas tenían razón al decir que no había esperanza de lograr una victoria en el futuro inmediato… sin un poco de ayuda extra de alguien más. Fitz había estado convencido de que la guerra submarina sin restricciones haría entrar a los americanos en juego, pero de momento no había sido así.

—Con franqueza, creo que al presidente Wilson lo ha enfurecido la decisión de los submarinos y que ahora sí estaría dispuesto a declarar la guerra. Ya ha intentado todo lo demás, por el amor de Dios. Sin embargo, consiguió ser reelegido por ser el hombre que nos ha mantenido fuera del conflicto. La única forma de poder darle la vuelta a eso sería que se viera arrastrado a la guerra por una marea de entusiasmo público —comentó Gus.

—En ese caso —dijo Fitz—, creo que tengo algo que podría ayudarlo.

Gus enarcó una ceja.

—Desde que me hirieron, he estado trabajando en una unidad que descodifica mensajes radiotelegráficos alemanes. —Fitz sacó de su bolsillo una hoja de papel cubierta por su propia caligrafía—. Tu gobierno recibirá esto oficialmente en los próximos días. Te lo estoy enseñando ahora porque necesitamos consejo sobre cómo llevar el asunto. —Le dio el papel.

El espía británico de Ciudad de México se había hecho con el mensaje retransmitido en código antiguo, y la hoja que Fitz le entregó a Gus contenía el descifrado completo del mensaje interceptado de Zimmermann. En su totalidad, decía:

De Washington a México, 19 de enero de 1917.

Hemos previsto comenzar la guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero. A pesar de ello, intentaremos por todos los medios conseguir que Estados Unidos siga manteniéndose neutral. En caso de no conseguirlo, ofrecemos a México una propuesta de alianza en los siguientes términos:

Juntos en la guerra.

Juntos en la paz.

Por nuestra parte, una generosa ayuda económica y nuestro compromiso con México para que reconquiste los territorios perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona. Los detalles del acuerdo son cosa suya.

Informe al presidente Carranza de todo lo anterior con el máximo secreto en cuanto el estallido de la guerra con Estados Unidos sea seguro, y sugiérale también que él, por iniciativa propia, debería invitar a Japón a adherirse inmediatamente al acuerdo y, al mismo tiempo, mediar entre los japoneses y nosotros.

Por favor, llame la atención del presidente sobre el hecho de que el uso implacable de nuestros submarinos ofrece ahora la perspectiva de obligar a Inglaterra a aceptar la paz dentro de unos meses.

Gus leyó unas cuantas líneas bajo la tenue luz del cuadrilátero, acercándose mucho el papel a los ojos.

—¿Una alianza? ¡Dios mío! —exclamó.

Fitz miró en derredor. Había empezado un nuevo combate y el estruendo del público era demasiado fuerte para que los hombres que tenían cerca pudieran oír nada de lo que decían.

Gus siguió leyendo.

—¿Reconquistar Texas? —preguntó con incredulidad. Y luego, enfadado, añadió—: ¿Cómo que invitar a Japón? —Alzó la mirada del papel—. ¡Esto es un escándalo!

Esa era precisamente la reacción que había esperado Fitz, así que tuvo que contener su euforia.

—Un escándalo, tú lo has dicho —repuso con forzada solemnidad.

—¡Los alemanes están ofreciéndose a pagar a México para que invada Estados Unidos!

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