La caída de los gigantes (62 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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«Las calles de Londres no están pavimentadas con oro, al menos no en Aldgate.»

Se le pasó por la cabeza la idea de escribir una carta alegre, de restar importancia a sus problemas. Luego pensó: «¡Al cuerno con eso! A mi hermano puedo decirle la verdad».

«Antes me consideraba especial, no me preguntes por qué. “Se cree demasiado buena para Aberowen”, decían, y tenían razón.»

Tuvo que pestañear para contener las lágrimas al pensar en aquella época: el uniforme impoluto, las suculentas comidas en el reluciente comedor del servicio, y, sobre todo, el esbelto y hermoso cuerpo que en una ocasión había sido suyo.

«Mírame ahora. Trabajo doce horas al día en el taller del explotador de Mannie Litov. Sufro jaqueca todas las noches y un dolor permanente en la espalda. Voy a tener un bebé al que nadie quiere. Tampoco nadie me quiere a mí, salvo un tedioso bibliotecario con gafas.»

Mordisqueó el extremo del lápiz durante un largo y reflexivo lapso, y luego escribió: «Más me valdría estar muerta».

II

El segundo domingo de cada mes, un sacerdote ortodoxo llegaba de Cardiff en el tren que ascendía por el valle hasta Aberowen, con una maleta llena de candeleros e iconos pulcramente envueltos que emplearía en la celebración de la Divina Liturgia para los rusos.

Lev Peshkov odiaba a los sacerdotes, pero siempre asistía a la santa misa; había que hacerlo para conseguir después el almuerzo gratis. La misa tenía lugar en la sala de lectura de la biblioteca pública. Era una biblioteca Carnegie, construida con el donativo del filántropo norteamericano, según informaba una placa en el vestíbulo. Lev sabía leer, pero en realidad no entendía a los que encontraban placer en ello. Allí los periódicos estaban sujetos a robustas pinzas de madera para que nadie pudiese robarlos, y había carteles que decían: SILENCIO. ¿Cuánto podía divertirse uno en un lugar así?

A Lev le desagradaba casi todo en Aberowen.

Los caballos eran iguales en todas partes, pero detestaba trabajar bajo tierra, siempre en semipenumbra y donde el denso polvo del carbón le hacía toser. En el exterior llovía a todas horas. Nunca había visto tanta lluvia. No llegaba en forma de tormenta o chaparrones repentinos con el consiguiente alivio del cielo despejado y el tiempo seco. Se trataba más bien de una llovizna fina que no cesaba en todo el día, a veces en toda la semana, que le trepaba por las perneras de los pantalones y le bajaba por la espalda de la camisa.

La huelga había cesado en agosto, después del estallido de la guerra, y los mineros habían vuelto, reticentes, al trabajo. A buena parte de ellos los contrataron de nuevo y les devolvieron sus antiguas casas. Las excepciones fueron aquellos a quienes la dirección consideraba alborotadores, la mayoría de los cuales se marcharon para alistarse en los Fusileros Galeses. Las viudas desalojadas habían encontrado otros lugares donde vivir. Los rompehuelgas ya no eran víctimas del ostracismo: los lugareños habían constatado que también los extranjeros habían sido manipulados por el sistema capitalista.

Pero no era ese el motivo por el que Lev había huido de San Petersburgo. Gran Bretaña era mejor que Rusia, por supuesto: estaban permitidos los sindicatos, la policía no estaba completamente fuera de control, incluso los judíos eran libres. De todos modos, él no iba a conformarse con un trabajo agotador en una ciudad minera situada en medio de la nada. Aquello no era lo que Grigori y él habían soñado. Aquello no era América.

Aun en el caso de que se hubiera sentido tentado a quedarse, tenía que seguir adelante por Grigori. Sabía que había tratado mal a su hermano, pero había jurado enviarle el dinero para que pudiera comprarse el billete. Lev había roto un sinfín de promesas a lo largo de su corta vida, pero estaba decidido a mantener aquella.

Ya había ahorrado casi la totalidad del pasaje de Cardiff a Nueva York. El dinero estaba escondido debajo de una losa, en la cocina de su casa de Wellington Row, junto con su revólver y el pasaporte de su hermano. No lo había ahorrado del jornal que cobraba todas las semanas, claro está, pues este apenas le daba para costearse la cerveza y el tabaco. Sus ahorros procedían de las timbas de cartas semanales.

Spiria ya no era su compinche. El joven se había marchado de Aberowen después de varios días y había regresado a Cardiff para buscar un trabajo menos duro. Pero nunca era difícil encontrar a un hombre codicioso, y Lev había trabado amistad con un ayudante de capataz llamado Rhys Price. Lev se aseguraba de que Rhys ganara de forma regular, y después compartían las ganancias. Era importante no excederse: de cuando en cuando debían ganar otros. Si los mineros descubrían lo que se llevaban entre manos, no solo darían al traste con las timbas amañadas sino que probablemente también matarían a Lev. De modo que iba atesorando el dinero muy poco a poco, y no podía permitirse rechazar una comida gratis.

El coche del conde iba siempre a recibir al sacerdote a la estación y luego lo llevaba a Ty Gwyn, donde se le ofrecía jerez y pastel. Si la princesa Bea se encontraba allí, lo acompañaba a la biblioteca, donde procuraba entrar varios segundos antes que él para ahorrarse tener que esperar demasiado con el populacho.

Ese día faltaban unos minutos para las once, según el gran reloj que colgaba de la pared de la sala de lectura, cuando ella entró, ataviada con un abrigo y un sombrero de pieles para protegerse del frío de febrero. Lev contuvo un escalofrío: no podía mirarla sin volver a sentir el terror puro de un niño de seis años viendo cómo ahorcan a su padre.

El sacerdote la siguió con su hábito de color crema con fajín dorado. Ese día, por primera vez, lo acompañaba otro hombre ataviado de novicio… y a Lev le conmocionó y horrorizó reconocer en él a su antiguo cómplice: Spiria.

La mente de Lev bullía mientras los dos clérigos preparaban las cinco hogazas de pan y aguaban el vino tinto para el oficio. ¿Había encontrado Spiria a Dios y se había enmendado? ¿O aquel atuendo eclesiástico no era sino otra tapadera para seguir robando y estafando?

El sacerdote de mayor edad entonó la bendición. Varios de los hombres más devotos habían formado un coro —una novedad que sus vecinos galeses aprobaban fervientemente— y cantaron el primer «amén». Lev se persignó cuando los demás lo hicieron, pero sus angustiados pensamientos se centraban en Spiria. Sería propio de un sacerdote desvelar la verdad y dar al traste con todo: las timbas de cartas, el pasaje a América, el dinero para Grigori.

Lev recordó el último día a bordo del
Ángel Gabriel
, cuando amenazó despiadadamente a Spiria con arrojarlo por la borda por el mero hecho de plantearle la posibilidad de traicionarlo. Spiria bien podría recordar aquel hecho en esos momentos. Lev deseó no haberlo humillado.

Lo observó atentamente durante toda la misa, tratando de interpretar su semblante. Cuando se acercó al frente de la sala para recibir la comunión, intentó que su mirada se encontrara con la de su amigo, pero no advirtió el menor indicio siquiera de que lo reconociera: Spiria estaba totalmente absorto en el rito, o fingía estarlo.

Después, los dos clérigos se marcharon en el coche con la princesa, y la treintena aproximada de rusos cristianos los siguieron a pie. Lev se preguntó si Spiria le hablaría en Ty Gwyn, y le consumía imaginar lo que pudiera decirle. ¿Fingiría que su timo nunca había ocurrido? ¿Levantaría la liebre y provocaría que la ira de los mineros cayera sobre él? ¿Pondría precio a su silencio?

Lev sintió la tentación de abandonar de inmediato la ciudad. Había trenes a Cardiff cada hora o cada dos horas. De haber tenido más dinero, se habría largado sin pensárselo. Pero no tenía suficiente para el billete, por lo que subió penosamente por la ladera de la colina en dirección al palacio del conde para asistir al almuerzo.

Les dieron de comer en las dependencias del servicio. La comida era sustanciosa: estofado de cordero con todo el pan que uno pudiera comer, y cerveza para acompañarlo. Nina, la doncella de la princesa, rusa y de mediana edad, se sumó a ellos e hizo las veces de intérprete. Tenía debilidad por Lev, y se aseguró de que le sirvieran más cerveza.

El sacerdote comió con la princesa, pero Spiria fue al comedor del servicio y se sentó al lado de Lev. Este esbozó su sonrisa más cordial.

—¡Vaya, viejo amigo! ¡Menuda sorpresa! —dijo en ruso—. ¡Enhorabuena!

Spiria no se dejó embelesar.

—¿Sigues jugando a las cartas, hijo mío? —contestó.

Lev conservó la sonrisa pero bajó la voz.

—Mantendré el pico cerrado con respecto a eso si tú también lo haces. ¿Te parece justo?

—Hablaremos después de comer.

Lev se sintió frustrado. ¿Qué camino tomaría Spiria: hacia la rectitud o hacia el chantaje?

Cuando el almuerzo concluyó, Spiria salió por la puerta trasera y Lev lo siguió. Sin pronunciar palabra, Spiria lo precedió hasta un templo griego blanco en miniatura, similar a una rotonda. Desde su plataforma elevada podían ver si alguien se acercaba. Llovía y el agua se escurría por las columnas de mármol. Lev se quitó la gorra, la sacudió y volvió a ponérsela.

—¿Recuerdas que en el barco te pregunté qué harías si me negaba a darte la mitad del dinero? —dijo Spiria.

Lev había empujado a Spiria por encima de la borda hasta dejarle medio cuerpo en el vacío, y había amenazado con romperle el cuello y arrojarlo al mar.

—No, no lo recuerdo —mintió.

—No importa —repuso Spiria—. Solo quería perdonarte.

«Rectitud, pues», pensó Lev aliviado.

—Lo que hicimos fue pecaminoso —prosiguió Spiria—. He confesado y he recibido la absolución.

—En tal caso, no le pediré a tu sacerdote que juegue conmigo a las cartas.

—No bromees.

A Lev le dieron ganas de agarrar a Spiria por el cuello, como lo había hecho en el barco, pero este ya no daba la impresión de poder ser intimidado. Irónicamente, el hábito le había infundido agallas.

Spiria continuó:

—Debería informar de tu delito a aquellos a quienes robaste.

—No te lo agradecerán. Y probablemente no solo querrían vengarse de mí, sino también de ti.

—Mi hábito sacerdotal me protegerá.

Lev negó con la cabeza.

—La mayoría de las personas a las que robamos eran judíos pobres. Es posible que recuerden a los sacerdotes que miraban con una sonrisa en los labios mientras los cosacos los apaleaban. Podrían matarte a patadas con más ansia aún precisamente por llevar hábito.

La sombra de la ira enturbió un instante el joven rostro de Spiria, pero este se obligó a esbozar una sonrisa benévola.

—Me preocupas más tú, hijo mío. No quisiera despertar la violencia contra ti.

Lev sabía cuándo lo amenazaban.

—¿Qué vas a hacer?

—La cuestión es qué vas a hacer tú.

—¿Mantendrás la boca cerrada si paro?

—Si confiesas, te arrepientes de corazón y cejas en tu pecado, Dios te perdonará… y entonces ya no tendré que castigarte yo.

«Y así tú también quedarás impune», pensó Lev.

—Muy bien, lo haré —dijo, pero al instante comprendió que había cedido demasiado deprisa.

Las siguientes palabras de Spiria confirmaron que no se le engañaba tan fácilmente.

—Lo comprobaré —repuso—. Y si descubro que rompes la promesa que nos has hecho a Dios y a mí, desvelaré tus delitos a tus víctimas.

—Y ellas me matarán. Buen trabajo, padre.

—En mi humilde opinión, es la mejor salida a un dilema moral. Y mi sacerdote conviene conmigo. De modo que o lo tomas o lo dejas.

—No tengo elección.

—Que Dios te bendiga, hijo mío —dijo Spiria.

Lev se alejó.

Salió del recinto de Ty Gwyn y se encaminó bajo la lluvia de vuelta a Aberowen, furioso.

Nada como un sacerdote, pensó resentido, para acabar con la posibilidad de prosperar de un hombre. Spiria llevaba una vida desahogada, con la comida, la ropa y el alojamiento suministrados, de por vida, por la Iglesia y por los fieles hambrientos que donaban un dinero que en absoluto les sobraba. Durante el resto de su vida, Spiria no tendría más que hacer que cantar en las misas y jugar con los monaguillos.

¿Qué podía hacer Lev? Si dejaba las timbas de cartas, tardaría una eternidad en ahorrar lo necesario para el pasaje. Estaría condenado a pasar años ocupándose de ponis a ochocientos metros bajo tierra. Y nunca se redimiría enviándole a Grigori el dinero para el pasaje a América.

Nunca había elegido el camino fácil.

Se dirigió al pub Two Crowns. En Gales, donde se respetaba el día del Señor, los pubs no podían abrir en domingo, pero en Aberowen no se cumplían las normas a rajatabla. Solo había un policía en la ciudad y, como la mayoría de la población, se tomaba los domingos libres. El Two Crowns cerraba la puerta principal, para salvar las apariencias, pero los asiduos entraban por la cocina, y el negocio funcionaba como de costumbre.

Los hermanos Ponti, Joey y Johnny, estaban en la barra bebiendo whisky, algo insólito, pues los mineros tomaban cerveza. El whisky era un brebaje de ricos, y en el Two Crowns una botella probablemente duraba de una Navidad hasta la siguiente.

Lev pidió un jarra de cerveza y saludó al hermano mayor.

—¿Qué hay, Joey?

—¿Qué hay, Grigori? —Lev seguía utilizando el nombre de su hermano, que era el que figuraba en el pasaporte.

—Parece que hoy te sobra el dinero, Joey.

—Sí. Ayer fui con el chaval a Cardiff para ver el boxeo.

Ellos sí que parecían boxeadores, pensó Lev: dos hombres de espaldas anchas, cuello de toro y grandes manos.

—¿Estuvo bien?

—Darkie Jenkins contra Roman Tony. Apostamos por Tony, porque es italiano como nosotros. Las apuestas estaban a trece a uno, y dejó fuera de combate a Jenkins en tres asaltos.

Lev a veces tenía dificultades con el inglés formal, pero entendió perfectamente lo de «trece a uno».

—Deberías venir a jugar a las cartas —dijo—. Estás… —vaciló, y al cabo dio con la frase—: estás en racha.

—Ah, no quiero perder el dinero tan rápido como lo gané —dijo Joey.

Sin embargo, cuando empezó la timba en el granero media hora después, Joey y Johnny estaban allí. Los demás jugadores eran una mezcla de rusos y galeses.

Jugaron a una versión local del póquer llamada
three-card brag
. A Lev le gustaba. Después de las tres cartas iniciales, ya no se repartían ni se cambiaban más, por lo que la partida era rápida. Si un jugador subía la apuesta, el siguiente tenía que igualarla inmediatamente —no podía seguir en la partida quedándose en la apuesta original—, y eso hacía que el bote aumentara deprisa. Se seguía apostando hasta que solo quedaban dos jugadores, y entonces uno de ellos podía zanjar la partida duplicando la apuesta anterior, lo que obligaba a su contrincante a enseñar sus cartas. La mejor mano era el trío, conocida como
prial
, y la más alta de estas era la
prial of trays
, un trío de treses.

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