La caída de los gigantes (90 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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¿Le importaba eso? Tal vez no, pero había otras cosas. Deseaba algo más en la vida aparte de comodidades. Como amante de un millonario, difícilmente podría proseguir con la campaña a favor de las mujeres trabajadoras. Su vida política habría acabado. Perdería el contacto con Bernie y Mildred, y le resultaría incómodo incluso ver a Maud.

Pero ¿quién era ella para pedirle tanto a la vida? Era Ethel Williams, ¡y había nacido en la casa de un minero! ¿Cómo podía hacerle ascos a una vida plácida? «¡Ya quisieras!», se dijo, empleando uno de los dichos de Bernie.

Y allí estaba Lloyd. Tendría una institutriz, y después Fitz le pagaría una escuela de postín. Crecería entre la élite y llevaría una vida de privilegios. ¿Tenía derecho Ethel a privarlo de eso?

Aún no había tomado una decisión cuando abrió los periódicos en el despacho que compartía con Maud y supo de otra oferta trascendental: el 12 de diciembre, el canciller alemán, Theobald von Bethmann-Hollweg, proponía conversaciones de paz a los aliados.

Ethel estaba eufórica. ¡La paz! ¿En verdad era posible? ¿Podría volver a casa Billy?

El primer ministro francés se apresuró a describir la nota como un movimiento astuto, y el ministro de Exteriores ruso denunció las «propuestas embusteras» de los alemanes, pero Ethel creía que era la reacción británica la que contaría.

Lloyd George no estaba pronunciando discursos públicos de ningún tipo, con el pretexto de estar aquejado de un dolor de garganta. En Londres y en diciembre, la mitad de la población contraía catarros y constipados, pero aun así Ethel sospechaba que Lloyd George tan solo quería tiempo para pensar. Lo interpretó como una buena señal. Una respuesta inmediata habría sido un rechazo; cualquier alternativa era esperanzadora. Cuando menos, estaba considerando la vía de la paz, pensó con optimismo.

Mientras tanto, el presidente Wilson puso el peso de Estados Unidos en el lado de la balanza favorable a la paz. Propuso que, como preliminar a las conversaciones de paz, todos los poderes enfrentados expusieran sus objetivos: lo que trataban de conseguir por medio de la lucha.

—Eso los ha avergonzado —dijo Bernie Leckwith aquella tarde—. Han olvidado por qué comenzaron esto. Ahora solo están luchando porque quieren ganar.

Ethel recordó lo que la señora de Dai Ponis había dicho sobre la huelga: «Esos hombres. En cuanto se meten en pelea, lo único que les importa es ganar. No cederán, sea cual sea el precio que tienen que pagar». Se preguntó cómo habría reaccionado una primera ministra a la propuesta de paz.

Pero Bernie tenía razón, comprendió Ethel con el transcurso de los días. La propuesta del presidente Wilson fue recibida con un extraño silencio. Ningún país respondió de forma inmediata. Eso la irritaba aún más. ¿Cómo iban a poder seguir adelante si ni siquiera sabían por qué luchaban?

Al final de la semana, Bernie organizó un mitin público para debatir la nota alemana. El día del mitin, Ethel se despertó y vio a su hermano junto a su cama ataviado con el uniforme caqui.

—¡Estás vivo!

—Y con un permiso de una semana —dijo él—. Anda, levántate, vaca gandula.

Ethel bajó de la cama de un salto, se puso una bata encima del camisón y lo abrazó.

—¡Oh, Billy! ¡Me alegro tanto de verte! —Reparó en los galones que lucía en una manga—. ¿Ahora eres sargento? ¿Sí?

—Sí.

—¿Cómo has entrado en casa?

—Mildred me abrió la puerta. En realidad, llegué anoche.

—¿Dónde has dormido?

Él se azoró.

—Arriba.

Ethel esbozó una sonrisa pícara.

—Un tipo con suerte.

—Me gusta de verdad, Eth.

—Y a mí —dijo Ethel—. Mildred es una joya. ¿Vas a casarte con ella?

—Sí, si sobrevivo a la guerra.

—¿No te importa la diferencia de edad?

—Tiene veintitres años. No es como si fuera vieja de verdad, como si tuviera treinta o así.

—¿Y sus hijas?

Billy se encogió de hombros.

—Son buenas niñas, pero aunque no lo fueran las aguantaría por ella.

—La amas de verdad.

—No es difícil hacerlo.

—Ha montado un pequeño negocio, ya debes de haber visto todos esos sombreros en su dormitorio.

—Sí. Dice que le va bien.

—Muy bien. Trabaja con ahínco. ¿Está Tommy contigo?

—Vino en el mismo barco que yo, pero ha ido a Aberowen en tren.

Lloyd se despertó, vio a un extraño en la habitación y rompió a llorar. Ethel lo cogió en brazos y lo tranquilizó.

—Ven a la cocina —le dijo a Billy—. Haré el desayuno para los tres.

Billy se sentó y leyó el periódico mientras ella preparaba las gachas. Momentos después exclamó:

—¡Joder!

—¿Qué?

—Por lo que veo, el maldito Fitzherbert ya ha abierto la bocaza. —Miró de reojo a Lloyd, como si el crío pudiera haberse ofendido con la desdeñosa referencia a su padre.

Ethel miró por encima de su hombro y leyó:

PAZ: LA SÚPLICA DE UN SOLDADO
«¡No nos fallen ahora!»
Habla un conde herido

Ayer se pronunció un conmovedor discurso en la Cámara de los Lores contra la actual propuesta de conversaciones de paz realizada por parte del canciller alemán. El orador fue el conde Fitzherbert, oficial de los Fusileros Galeses, que se encuentra en Londres recuperándose de las heridas que sufrió en la batalla del Somme.

Lord Fitzherbert dijo que hablar de paz con los alemanes supondría una traición a todos los hombres que han sacrificado su vida en la guerra. «Creemos que estamos ganando y podemos alcanzar la victoria total si no nos fallan ahora», declaró.

Uniformado, con un parche en el ojo y apoyado en un bastón, el conde fue una presencia imponente en la cámara. Se le escuchó en absoluto silencio, y fue vitoreado cuando se sentó.

El artículo proseguía en la misma línea. Ethel se quedó horrorizada. No eran más que paparruchas, pero podían resultar eficaces. Fitz no solía llevar el parche; debía de habérselo puesto por puro efectismo. El discurso predispondría a mucha gente contra el plan de paz.

Tras desayunar con Billy, vistió a Lloyd, se arregló y salieron. Billy pasaría el día con Mildred, pero prometió asistir al mitin por la tarde.

Cuando Ethel llegó a la sede de
The Soldier’s Wife
, vio que todos los periódicos se hacían eco del discurso de Fitz. Varios lo habían elegido como tema del editorial. Lo presentaban desde diferentes puntos de vista, pero convenían en que había asestado un potente golpe.

—¿Cómo puede nadie estar en contra de una mera discusión sobre la paz? —le preguntó a Maud.

—Vas a poder preguntárselo directamente a él —contestó Maud—. Lo he invitado al mitin de esta noche, y ha aceptado.

Ethel se quedó perpleja.

—¡Tendrá un cálido recibimiento!

—Eso espero.

Las dos mujeres pasaron el día trabajando en una edición especial del periódico, en cuya portada aparecería el titular: LEVE PELIGRO DE PAZ. A Maud le gustaba la ironía, pero Ethel consideraba que era demasiado sutil. A última hora de la tarde Ethel recogió a Lloyd, que estaba con la niñera, lo llevó a casa, le dio la cena y lo acostó. Lo dejó al cuidado de Mildred, que no tenía por costumbre asistir a mítines políticos.

El Calvary Gospel Hall empezaba a llenarse cuando Ethel llegó, y pronto todos los asientos quedaron ocupados. Entre los asistentes había numerosos soldados y marineros uniformados. Bernie presidía el mitin. Lo inauguró con un discurso propio que consiguió ser tedioso, aunque también breve; no era buen orador. A continuación cedió la palabra al primer ponente, un filósofo de la Universidad de Oxford.

Ethel conocía los argumentos a favor de la paz mejor que el filósofo, y mientras él hablaba escrutó a los dos hombres que la cortejaban y que en ese momento compartían la tarima. Fitz era el producto de centenares de años de riqueza y cultura. Como siempre, iba vestido con elegancia, con el cabello corto, las manos blancas y las uñas limpias. Bernie procedía de una tribu de nómadas perseguidos que sobrevivían siendo más astutos que aquellos que los atormentaban. Llevaba el único traje que tenía, el terno gris de tela gruesa. Ethel nunca lo había visto con otra ropa: cuando hacía calor, sencillamente se quitaba la chaqueta.

El público escuchaba en silencio. El movimiento laborista estaba dividido en lo referente a la paz. Ramsay MacDonald, que se había pronunciado contra la guerra en el Parlamento el 3 de agosto de 1914, había renunciado como líder del Partido Laborista cuando, dos días después, se declaró la guerra, y desde entonces el parlamentario había respaldado la guerra, como la mayoría de sus votantes. Pero los partidarios laboristas solían ser los más escépticos de la clase obrera, y había una fuerte minoría a favor de la paz.

Fitz empezó hablando de las orgullosas tradiciones británicas. Durante siglos habían mantenido el equilibrio de poder en Europa, por lo general poniéndose de parte de países más débiles para asegurarse de que ninguno fuera predominante.

—El canciller alemán no ha dicho nada de los términos de un acuerdo de paz, pero cualquier discusión debería partir del
statu quo
—afirmó—. Ahora, la paz implica que Francia sea humillada y se le arrebaten territorios, y que Bélgica se convierta en un satélite. Alemania dominaría el continente gracias a su fuerza militar. No podemos permitir que eso ocurra. Tenemos que luchar por la victoria.

Cuando se abrió el debate, Bernie dijo:

—El conde Fitzherbert ha venido exclusivamente a título personal, no como oficial del ejército, y me ha dado su palabra de honor de que los soldados en servicio aquí presentes no serán sancionados por nada de lo que digan. De hecho, no habríamos invitado al conde a asistir al mitin en ninguna otra calidad.

Fue también Bernie quien planteó la primera cuestión. Y, como de costumbre, fue un buen planteamiento.

—Según su análisis, lord Fitzherbert, si Francia es humillada y pierde territorio, eso desestabilizará Europa. —Fitz asintió—. Mientras que si Alemania pierde los territorios de Alsacia y Lorena, como sin duda ocurrirá, eso estabilizará Europa.

Ethel advirtió que Fitz se quedaba sin palabras. Estaba claro que no contaba con tener que bregar con una oposición tan aguda en el East End. Intelectualmente, no podía competir con Bernie. Ethel lo compadeció un poco.

—¿Por qué esa diferencia? —concluyó Bernie, y se oyó un murmullo de aprobación entre la facción del público partidaria de la paz.

Fitz se recompuso rápidamente.

—La diferencia —dijo— es que Alemania es el agresor, brutal, militarista y cruel, y que si firmamos la paz ahora estaremos recompensando su actitud, ¡y alentándola en el futuro!

La respuesta arrancó vítores en la otra sección del público, y Fitz salvó las apariencias, pero Ethel pensó que era un argumento débil, y Maud se puso en pie para verbalizarlo.

—¡El estallido de la guerra no fue culpa de un solo país! —exclamó—. Culpar a Alemania se ha convertido ya en la opinión generalizada, y nuestros periódicos militaristas fomentan este cuento de hadas. Recordamos la invasión alemana de Bélgica y hablamos como si no hubiese habido ninguna provocación. Hemos olvidado la movilización de seis millones de soldados rusos en la frontera alemana. Hemos olvidado la negativa de Francia a declarar la neutralidad. —Varios hombres la abuchearon. Nadie recibe nunca vítores por decirle a la gente que la situación no es tan sencilla como cree, reflexionó Ethel con ironía—. ¡Yo no digo que Alemania sea inocente! —protestó Maud—. Digo que ningún país lo es. Digo que no estamos luchando por la estabilidad de Europa, o por la justicia para los belgas, o para castigar el militarismo alemán. ¡Estamos luchando porque somos demasiado orgullosos para admitir que cometimos un error!

Un soldado uniformado se puso en pie para intervenir, y Ethel se enorgulleció al ver que se trataba de Billy.

—Yo combatí en el Somme —empezó a decir Billy, y el público guardó silencio—. Quiero explicaros por qué perdimos a tantos hombres allí. —Ethel oía la fuerte voz y la serena convicción de su padre, y cayó en la cuenta de que Billy habría sido un gran predicador—. Nuestros oficiales nos dijeron… —y en este punto alargó una mano y señaló con un dedo acusador a Fitz— que el asalto sería como un paseo por el parque.

Ethel vio cómo Fitz se removía incómodo en la silla.

Billy prosiguió:

—Nos dijeron que nuestra artillería había destruido posiciones enemigas, destrozado sus trincheras y demolido sus refugios subterráneos, y que cuando llegáramos al otro lado no veríamos sino alemanes muertos.

No se dirigía a los hombres que ocupaban la tarima, observó Ethel, sino a todos los demás, al público, con una mirada intensa, asegurándose de que todos los ojos estuvieran puestos en él.

—¿Por qué nos dijeron eso? —añadió Billy, y en ese instante miró directamente a Fitz y habló con deliberado énfasis—: Era todo mentira. —Se oyó un murmullo cómplice en el público.

Ethel advirtió que a Fitz se le crispó el rostro. Sabía que para los hombres de la clase a la que él pertenecía ser acusados de embusteros era el peor de todos los agravios. Billy también lo sabía.

—Las posiciones alemanas no habían sido destruidas, como descubrimos cuando empezaron a ametrallarnos —prosiguió Billy.

La reacción de la concurrencia fue más sonora.

—¡Qué vergüenza! —gritó alguien.

Fitz se puso en pie para hablar, pero Bernie se le adelantó:

—Un momento, por favor, lord Fitzherbert. Deje que el orador concluya su intervención.

Fitz se sentó, sacudiendo la cabeza vigorosamente.

Billy alzó la voz.

—¿Comprobaron nuestros oficiales, por medio de un reconocimiento aéreo y enviando patrullas, el daño real que había ocasionado la artillería en las líneas alemanas? Y si no lo hicieron, ¿por qué?

Fitz volvió a levantarse, furioso. Algunos de los presentes aclamaron a Billy, otros lo abuchearon. Fitz empezó a hablar:

—¡No lo entiendes! —exclamó.

Pero la voz de Billy se impuso.

—Si sabían la verdad —gritó—, ¿por qué nos dijeron otra cosa?

Fitz comenzó a vociferar, y la mitad del público también lo hizo, pero la voz de Billy podía oírse sobre todas las demás.

—¡Tan solo estoy haciendo una pregunta muy sencilla! —bramó—. ¿Son nuestros oficiales imbéciles… o embusteros?

V

Ethel recibió una carta con la caligrafía grande y segura de Fitz en su lujoso papel de carta con escudo. En ella no mencionaba el mitin de Aldgate, sino que la invitaba a ir al palacio de Westminster al día siguiente, el martes 19 de diciembre, para sentarse en la tribuna de la Cámara de los Comunes y presenciar el primer discurso de Lloyd George como primer ministro. Se sintió emocionada. Nunca había creído que algún día vería el interior del palacio de Westminster, por no hablar de ver y oír a su héroe.

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