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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (48 page)

BOOK: La canción de la espada
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En realidad, fueron dos las batallas. Mis hombres a bordo del
Águila del mar,
bajo las órdenes de Finan y con ayuda de los guerreros de Sigefrid que quedaban en el barco varado que bloqueaba el canal, pelearon con todas sus fuerzas contra la guardia de Haesten; y nosotros les ayudamos al abordar el
Dragón errante.
Mientras, al fondo de la ensenada, donde todavía había barcos en llamas, los hombres de los Thurgilson atacaban la retaguardia de la flota de Haesten.

Pero la situación cambió de repente. Erik se había dado cuenta de lo que había pasado en la entrada de la ensenada y, en lugar de subir a bordo de un barco, condujo a sus hombres hasta la orilla sur, vadearon el estrecho canal que los separaba de la Isla de los Dos Árboles y cayeron sobre el barco encallado. De ahí, pasaron al
Águila del mar
y se unieron al muro de escudos que había formado Finan. Aparecieron en el momento preciso, porque los barcos más adelantados de Haesten ya acudían en ayuda de su señor; pronto sus guerreros abordarían el
Águila del mar
mientras otros hacían lo propio con el
Dragón errante.
Cuando los hombres de Sigefrid se percataron de la jugada de Erik, muchos de ellos, entre los que se contaba su hermano, se hicieron con un barco alargado, aunque más pequeño. Encontraron aguas lo bastante profundas como para poder remar contracorriente y dirigieron la nave hacia el lugar donde tenía lugar el combate, es decir, a la entrada de la ensenada, donde tres barcos permanecían bloqueados y los hombres peleaban entre sí sin saber contra quién, como si fuera una lucha de todos contra todos. Recuerdo que, en aquellos instantes, pensé que era como una de esas batallas que libraremos en el salón de los muertos de Odín, ese paraíso eterno en el que los guerreros lucharán todo el día y resucitarán para beber, comer y gozar de sus mujeres toda la noche.

Una vez en el
Águila del mar,
los guerreros de Erik se sumaron a los hombres de Finan para repeler a los asaltantes de Haesten. Algunos se arrojaron a la ensenada que era lo bastante profunda como para que se ahogasen; otros escaparon a nado hacia los barcos de refuerzo de la flota de Haesten, mientras un último retén se empecinaba en mantener un muro de escudos en la proa de nuestra nave. Gracias a la ayuda de Erik, Finan salió con bien del percance, lo que permitió que muchos de sus hombres subiesen a bordo del
Dragón errante
y se uniesen a nuestro renqueante muro de escudos, que era acosado por todos lados. Mientras, en el barco de Haesten, la lucha perdía intensidad a medida que sus guerreros se daban cuenta de que no les quedaba otra salida que la muerte. Retrocedieron, saltando por encima de las bancadas para alejarse de semejante perspectiva, aunque siguieron provocándonos a una distancia prudencial, a la espera de que fuéramos nosotros quienes iniciásemos el ataque.

Durante esa breve pausa en que los hombres de ambos bandos sopesan las posibilidades que tienen de vivir o morir, acerté a ver a Æthelflaed.

Acurrucada bajo el altillo del timón del
Dragón errante,
contemplaba la confusión de espadas y muerte que se desarrollaba en su presencia. No parecía tener miedo. Abrazada a dos de sus doncellas, observaba todo con unos ojos como platos, pero sin miedo. Durante las últimas horas, con todo, tenía que haber estado aterrorizada, porque no habría visto nada que no fuera fuego, muerte y horror. Más tarde, nos enteramos de que Haesten había ordenado que prendiesen fuego a la cabaña de Sigefrid y, en plena confusión, sus hombres arremetieron contra los guardianes que Erik había designado para custodiar la cabaña de Æthelflaed. Mataron a los guardias, sacaron a Æthelflaed de su aposento y se la llevaron monte abajo hasta el
Dragón errante,
que estaba esperándolos. Un plan bien pensado, sencillo y brutal, ejecutado con limpieza, que habría salido bien si el
Águila del mar
no hubiese estado al acecho a la entrada de la ensenada y, en aquellos momentos, no hubiera centenares de hombres que se acuchillaban y apuñalaban entre sí en un confuso combate en el que nadie sabía quién era exactamente el enemigo y se enfrentaban entre ellos sólo por placer.

—¡Matadlos, matadlos! —gritó Haesten a aquéllos de los suyos que participaban en la carnicería. Le bastaba con liquidar a los míos y a los guerreros de Erik para salir de la ensenada, pero el barco de Sigefrid le pisaba los talones.

Éste no tardó en dejar atrás al resto de las naves de Haesten. El timonel había puesto rumbo a los tres barcos que taponaban la entrada del canal. Unos buenos golpes de remo y, en un abrir y cerrar de ojos, la pequeña embarcación se sumó a la lucha. Chocó contra la proa del
Águila del mar,
donde los asaltantes de Haesten formaban el muro de escudos. De resultas del impacto, los guerreros se tambalearon de un lado a otro. Cuando el tajamar de la embarcación de Sigefrid se empotró en el
Águila del mar
levantó los tablones de nuestro barco. Tan violento fue el encontronazo que Sigefrid casi se cayó de la silla, pero se repuso al instante y, con su capa de oso y espada en mano, retó a sus enemigos a que acudiesen a su encuentro para acabar con ellos con su
Aterradora.

Los hombres de Sigefrid se enzarzaron en el combate, mientras Erik, con el pelo en desorden y blandiendo una espada, ya había dejado atrás la proa del
Águila del mar
y, tras abordar el
Dragón errante,
se abría paso a mandobles para llegar a donde estaba Æthelflaed. Cambiaron las tornas. Tras la aparición de Erik y los suyos, y el choque de la embarcación de Sigefrid, los guerreros de Haesten se pusieron a la defensiva. Los primeros en abandonar fueron los hombres que se encontraban a bordo del
Águila del mar.
Luchaban con tal denuedo para llegar al
Dragón errante,
que pensé que los hombres de Sigefrid los atacaban con tanto ímpetu que huían a la desbandada. Pero, en ese momento, me di cuenta de que mi barco se estaba hundiendo. La embarcación de Sigefrid le había abierto un boquete en un costado y el agua penetraba por los tablones destrozados.

—¡Matadlos, matadlos! —gritaba Erik y, a su voz, cargamos contra los hombres que teníamos delante, que retrocedieron una bancada más. Salvamos el obstáculo y fuimos tras ellos, para ser recibidos con una lluvia de mandobles contra nuestros escudos. Empuñé a
Hálito-de-Serpiente
pero sólo encontró la madera de otros escudos en su camino. Un hacha me pasó silbando por encima de la cabeza; me salvó del golpe una sacudida que, en aquel instante, sufrió el
Dragón errante:
la crecida de la marea lo había sacado del lodo y flotaba.

—¡Remos! —gritó alguien a voz en cuello.

Un hacha vino a clavarse en mi escudo, astillando la madera; un hombre me miraba con ojos de loco, mientras intentaba recuperar el arma. Adelanté el escudo y le clavé la espada con todas mis fuerzas en el pecho. El acero le traspasó la cota de malla, y siguió mirándome mientras
Hálito-de-Serpiente
andaba en busca de su corazón.

—¡Remos! —era Ralla quien gritaba a los míos que ya no tenían que defenderse de los ataques de Haesten—. ¡Remad, cabrones! —chilló, y pensé que se había vuelto loco; a nadie se le ocurre mover a golpe de remo un barco que se está hundiendo.

Pero Ralla no estaba loco. Tenía la mente lúcida. El
Águila del mar
hacía agua, pero el
Dragón errante
estaba a flote y su proa apuntaba al despejado estuario. Ralla se había llevado por delante una de las filas de remos del barco de Haesten y trataba de que algunos de los nuestros sacasen nuestra nave de la embocadura, con la idea de apoderarse del
Dragón errante.

El
Dragón errante
era un hervidero de hombres enloquecidos. Los guerreros de Sigefrid habían dejado atrás la proa del
Águila del mar,
que se hundía, para hacerse un hueco en el altillo del timón, donde se encontraba Æthelflaed, y, desde allí, acosaban a los hombres de Haesten. Éstos retrocedían por el hostigamiento de los míos y de los guerreros de Erik, que se enfrentaban con ellos como obsesos. Erik no llevaba escudo; sólo empuñaba su larga espada. Mientras peleaba con sus enemigos, muchas veces temí por su vida, pero gozaba del favor de los dioses en aquellos instantes y seguía adelante mientras sus adversarios caían. Desde la popa, seguían llegando guerreros de Sigefrid, hasta que Haesten y los suyos se vieron atrapados entre dos fuegos.

—¡Haesten —grité— ven y muere como un hombre!

Me miró y puso cara de no creer lo que estaba viendo. No sé si llegó a oírme, pero Haesten quería seguir con vida y peleando. El
Dragón errante,
seguido por otros barcos de Haesten, se puso a flote, pero en un agua tan poco profunda, que se oía el ruido del casco al chocar contra el cieno. Saltó por la amurada y fue a parar al agua que le cubría sólo hasta la rodilla. Los suyos fueron tras él, y echaron a correr desde la costa de Caninga buscando refugio en el barco que les seguía. El enfrentamiento, que tan encarnizado había sido, acabó en un periquete.

—¡Tengo a la puta! —gritó Sigefrid, que, por lo visto, había conseguido subirse al barco de Haesten. Desde luego, sus hombres no le habían llevado hasta allí, porque la silla dotada de andas estaba todavía en la embarcación que había conseguido hundir al
Águila del mar.
Sus fuertes brazos le habían permitido saltar desde el barco que se hundía al
Dragón errante.
Y allí estaba, en el suelo, con las piernas paralizadas, una espada en una mano y el cabello enmarañado de Æthelflaed en la otra.

Sus hombres estaban contentos. Habían ganado y habían recuperado su presa. Sigefrid sonrió a su hermano.

—¡Ya tengo a la puta! —repitió.

—Entrégamela —dijo Erik.

—Vamos a llevarla a su sitio —repuso Sigefrid, que aún no entendía lo que estaba pasando.

Æthelflaed no apartaba los ojos de Erik. Estaba en cubierta, con sus cabellos dorados entre las manos enormes de Sigefrid.

—Entrégamela —dijo Erik de nuevo.

No puedo decir que se hiciera el silencio. Imposible, porque la pelea aún arreciaba en los barcos de Haesten, se oía el crepitar de las llamas y los gemidos de los heridos, pero sí se produjo algo parecido. Sigefrid contempló a los hombres de Erik y se detuvo al llegar a mí. Era más alto que los demás y, aunque el sol naciente quedaba a mis espaldas, debió de advertir algo que le llamó la atención, porque empuñó la espada y me apuntó con ella.

—Quitaos el casco —ordenó, con aquella voz estridente que tenía.

—No soy uno de los vuestros para que me deis órdenes —repuse.

Conmigo estaban todavía algunos de los hombres de Sigefrid, los mismos que habían abandonado el barco-esclusa para abortar la primera intentona de Haesten por dejar libre el canal. Con las armas en la mano, aquellos guerreros se volvieron hacia mí; pero allí también estaban Finan y los hombres de mi guardia personal.

—No los matéis —dije—; podéis arrojarlos por la borda, si lo deseáis. Han luchado a mi lado.

Sigefrid soltó el pelo de Æthelflaed, obligándola a retroceder hacia sus hombres, mientras echaba hacia delante su enorme y lisiado corpachón vestido de negro.

—Vaya, vaya. Así que tú y el sajón —le dijo a Erik—, tú y ese sajón traicionero. ¿Pensabas traicionarme, hermano?

—Te pagaré lo que te corresponda del rescate —contestó Erik.

—¿Tú me vas a pagar? ¿Con qué? ¿Con orines?

—Te pagaré —insistió Erik.

—¡No podrías pagar ni a un cabrón que te lamiese tus sucios cojones! —bramó Sigefrid—. ¡Llevadla a tierra! —ordenó a sus hombres.

Erik se abalanzó sobre ellos inútilmente. No había posibilidad de que los hombres de Sigefrid llevasen a tierra a Æthelflaed. La subida de la marea había arrastrado al
Dragón errante
hasta dejar atrás al
Águila del mar,
sumergido ya a medias, arrastrándonos hacia el más próximo de los barcos de Haesten. Temía que nos abordasen en cualquier momento. Ralla había pensado lo mismo y empujaba a algunos de mis hombres hacia las bancadas de proa.

—¡Remad —gritó—, remad!

Erik se abalanzó sobre ellos, con intención de rajar a los hombres que tenían a Æthelflaed. Tenía que pasar por encima de su hermano que, ceñudo y furioso, seguía sentado en la cubierta bañada en sangre. Sigefrid empuñó la espada. Observé el gesto de sorpresa de Erik al ver que su hermano blandía el arma contra él. Oí el grito de Æthelflaed cuando su amado fue a caer sobre
Aterradora.
Sigefrid no pestañeó; en su rostro no podía leerse ni cólera ni tristeza. Sujetó la espada con firmeza, mientras su hermano se doblaba sobre ella. En ese instante, sin mediar palabra, codo con codo, atacamos los demás, los hombres de Erik y los míos. Nos enzarzamos en una nueva pelea a muerte. Tan sólo me detuve un instante para agarrar a uno de los míos por el hombro, nunca supe a quién, y decirle:

—Quiero a Sigefrid con vida —y empuñé a
Hálito-de-Serpiente
para que participase en la última carnicería de aquella sangrienta mañana.

Los hombres de Sigefrid cayeron rápidamente. Eran pocos, y nosotros, muchos. Resistieron un rato, formando un apretado muro de escudos para frenar nuestra acometida, pero peleamos con esa furia que provocan la amargura y el rencor, y
Hálito-de-Serpiente
graznó como una gaviota. Me deshice del escudo; mi única obsesión era acabar con aquellos hombres. Descargué el primer mandoble contra un escudo y le partí la mandíbula a uno de ellos, que trató de gritar, pero sólo escupía sangre, mientras Sihtric hundía su acero en aquel buche ensangrentado. Nuestro arrebato acabó con el muro de escudos: los hombres de Erik para vengar a su señor; los míos por Æthelflaed que, hecha un gurruño, se cubría la cabeza con los brazos, mientras los secuaces de Sigefrid caían a su alrededor. Gritaba y lloraba desconsolada, como si asistiera a un entierro. Gracias a eso quizá, no perdió la vida, porque aquellos angustiosos gritos aterraron a los hombres que participaban en la carnicería que se desarrollaba en la proa del
Dragón errante.
El estruendo era aterrador, ensordecedor, de una tristeza sobrecogedora, y no cesó ni aun cuando el último de los hombres de Sigefrid saltó por la borda para escapar de nuestras espadas y hachas.

Sigefrid se quedó solo. El
Dragón errante
surcaba el agua en contra de la marea, deslizándose lentamente por el canal con ayuda de unos pocos remeros.

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