—¿Qué le ha pasado?
—Esa vieja loca entró con una palmeta y me golpeó.
—Lo siento, es mi madre. Si fuera usted tan amable podría decirle que devuelva el bebé a mi hija si no quiere que le muela los huesos con la palmeta.
—¡Mamá, no digas esas cosas tan horribles! —Margarita parecía haber recobrado las fuerzas—.Y deja que la yaya tenga en brazos a Santiago.
—¿La yaya? ¿Santiago?
—Sí, la yaya. —Pronunciaba aquella palabra con una satisfacción que había permanecido oculta durante muchos años; siempre deseó el cariño de su abuela—. La yaya me ha pedido que se llame Santiago, como el apóstol, y yo he aceptado.
Había lágrimas en el rostro de Manuela Laguna, unas lágrimas infantiles. Esa era la primera vez que Olvido la veía llorar.
—Margarita, dile a tu madre que la maldición se ha roto. —La voz de Manuela sonaba distinta; había perdido la ronquera amarga que la dominó desde la juventud y se la escuchaba como si alguien le hubiera prestado un alma—. Ha nacido un hombre entre las Laguna. —Acarició los genitales de Santiago—. El redimirá esta estirpe de hembras condenadas al mal de amores y al camino del pecado. —Le temblaba la barbilla: había caído sobre su rostro todo el amor del mundo.
—Mamá, ¿no te das cuenta? Si la maldición se ha roto significa que Pierre ya no va a morir, y yo podré amarlo sin más remordimientos.
—No es necesario que muera, basta con que te destroce el corazón como le pasó a tu bisabuela Clara —le explicó Olvido.
—Dile a tu madre que el pasado debe morir por el bien de este niño. —Manuela se había quitado un guante y sus dedos, arrugados y blandos, acariciaban la piel del bebé.
—Queréis hablaros de una vez. Me niego a hacer más de intermediaria. ¡Pierre, Pierre! —Acababa de descubrir a su novio apoyado en el quicio de la puerta—. ¡Ven a besarme, Pierre, ven a ver a nuestro hijo!
—Olvido, ¿te encuentras bien?
Ella no escuchó la voz del francés; las palabras de su madre —«el pasado debe morir, el pasado debe morir»— le lapidaban un corazón que se había consolado cocinando hortalizas. Sentía a Esteban besándola en el encinar bajo una combustión de estrellas; sentía su rostro helado aquella noche en que murió la luna, sentía el vértigo de la ventana, los ojos centenarios de su amante, el adiós, el vómito rojo contra el musgo; sentía la tumba triste de aquel hombre bajo el peral, las manos escocidas de pólvora; sentía la mirada gris de Margarita alejándose tras la ventanilla de un tren, sentía los labios hambrientos del abogado, el aliento a medicina del pretendiente amarillo que un día se arrastró con un bastón de plata por la casona roja… Durante muchos años había vivido tan sólo por esos recuerdos, y ahora debían morir. Se tumbó a los pies de la cama; tenía los ojos extraviados en un purgatorio invisible.
—Mamá, ¿qué te ocurre?
Pero Olvido, acurrucada sobre la sábana de lavanda, se quedó dormida.
T
ras el nacimiento de su bisnieto, Manuela Laguna se colocó una mantilla que escondía caparazones de insectos y se fue a anunciar a los habitantes del pueblo —esta vez no hizo distinción entre ricos y pobres— que la maldición de las mujeres Laguna había terminado en ese amanecer de lirios; por fin, la Providencia había concedido un varón a esa estirpe condenada a las vaginas ilegítimas, y además éste llevaría el nombre del apóstol que viajó hasta España. Todo el pueblo quedó invitado a comprobar el asombroso acontecimiento.
A media tarde llegaron a la casona roja las primeras visitas; traían el odio doblado en un bolsillo como un pañuelo de mocos. Manuela las hizo esperar unos minutos en el recibidor —le dolían las muelas de tanto roer la felicidad— antes de guiarlas a la habitación donde dormía Santiago. Ya en la primera planta les mostró el cuarto de baño y dijo:
—Como ven, tenemos hasta una bañera de porcelana con patas de fiera.
Se oyó un murmullo y continuaron hacia el dormitorio. —Ahora colóquense alrededor de la cuna —les ordenó.
Desató lentamente el pañal de Santiago y montó sus genitales masculinos en un palito para que todos pudieran contemplarlos. El bebé no se despertó.
—Tiene los huevos demasiado redondos —se le escapó a una voz varonil.
—Porque son franceses, señor mío. Su padre desciende directamente del Napoleón ese.
Después de que contemplaran el milagro del chico Laguna, Manuela invitó a las visitas a merendar, pero ninguna de ellas aceptó. Unas alegaron que tenían las lentejas puestas en el fuego, otras que padecían jaqueca. Sola en la cocina, la vieja tomó un sorbo de café y dejó que el rencor caminara de nuevo por sus intestinos.
Aquél fue un verano caluroso. Manuela Laguna se levantaba al amanecer. Desayunaba unas mollejas guisadas según la receta de Bernarda, y se escurría hasta la cuna de su bisnieto para llevárselo al jardín oculto en la madriguera que preparaba entre el pecho y la bata. Una vez allí, se dirigía a la rosaleda cuyas sendas, formadas por melenas gigantes que caían como un alud sobre la tierra, se habían ido retorciendo y mezclando entre sí con el paso de los años hasta convertir el laberinto en un enredo colosal. Nadie, salvo Manuela, era capaz de llegar hasta el centro. Nadie conocía su secreto. Una tumba invadida por unas rosas tan negras como las trenzas de una muerta. Herida por las espadas de luz que atravesaban las sendas, llevaba a su bisnieto ante esa tumba. Allí se sacaba al niño de la madriguera, desnudaba el sexo masculino, lanzaba un eructo con sabor a corazón y a ajo —le repetía el amor y las mollejas— y, con su acento del norte, rogaba a la prostituta gallega que contemplara a ese muchachito que traería la redención a la familia. A veces, descubría alguna escolopendra deslizándose sobre la tierra; los labios se le hinchaban de deseo. ¿Debía abandonar a Santiago en la lápida de rosas para capturar al insecto y someterlo a un tratamiento de belleza? No, se decía chupándose la inflamación del pecado, mantendría a Santiago entre los brazos acunándolo al compás del hedor mentolado que exhalaba la tumba.
Pero antes de que Manuela lograse alcanzar la rosaleda, tenía que recorrer el huerto próximo a la cocina, y Olvido, que entonces preparaba el desayuno, descubría la silueta encorvada de su madre. La vieja avanzaba por el huerto dando patadas a las hortalizas y mirando en todas direcciones, pues desconfiaba hasta de los quejidos que emitían los intestinos de las mariposas; alguien podría descubrirla y reclamarle el tesoro que ocultaba. Olvido se escurría al jardín por la puerta de la cocina y la seguía a distancia.
—No permitiré que hagas daño al niño. Esta vez seré implacable, hasta soy capaz de matarte, madre. Aunque, por un milagro, parece que le quieres de verdad, jamás te vi tan feliz, jamás te vi tocar a nadie como le tocas a él, jamás sentí yo el roce de una caricia tuya.—Se rascaba los ojos con unos puños de lágrimas—. Pero, aun así, no me fío. Vas a estar siempre vigilada, madre. Ni un minuto voy a dejarte a solas con mi nieto y, menos aún, en ese lugar maldito donde tu odio vomita rosas como cabezas de terneros.
Cuando Olvido penetraba en la rosaleda, ya se había dado cuenta de que detrás de ella, acechando sus encantos como un perro de presa, corría Pierre Lesac. Sin embargo, lo que aún no sabía era que detrás de aquel francés, desnuda y enamorada, corría su hija, Margarita Laguna.
Pierre comenzó a pintar la que consideraba su obra maestra el mismo día que nació Santiago. Instaló en el porche un caballete con un lienzo enorme donde plasmaría el rostro y el cuerpo que no le daban ni un momento de sosiego. Tras soñar que gozaba de su musa en unos revolcones líricos, amanecía con los labios azules como los de un ahogado y unas vejigas en el miembro viril que, con el primer canto del gallo, le supuraban un líquido parecido a la espuma del mar. Después emprendía sigiloso la peregrinación a la cocina. Una tromba de luz le pintaba el camino sobre las losetas de barro, e iluminaba su cabello con unos rayos de polvo.
Olvido, que utilizaba la cocina también por las mañanas desde la llegada de su hija, sentía los pasos del francés y sus ojos negros.
—Buenos días, Pierre. Te serviré el desayuno en el comedor. Siéntate a la mesa y espérame.
Pero él se quedaba contemplándola. Su musa preparaba café y tostadas; la melena despeñada por los hombros y los brazos, la garganta latiéndole como un océano, los ojos sin mirada, la bata rota por el calor de julio.
—Tú sabes, yo necesito mirarte. El artista debe estar cerca del modelo el mayor tiempo posible, y tú no quieres posar para mí; pero no importa, mi obra será perfecta, como tú.
Pierre lucía el torso desnudo; sólo unos pantalones con manchas de pintura se le ajustaban con desgana a la cadera mostrando el comienzo de unos músculos jóvenes, que a Olvido le recordaban los de Esteban.
—Continúa con lo que cocinabas. Yo te miraré en silencio, no te molestaré. —Ponía una mano sobre los labios, después la alejaba de ellos y decía—: Lo prometo.
Ella evitaba esa visión tostada, los dedos largos y fuertes, la palma lisa.
—¿Quieres bollos, además de las tostadas?
Sin embargo, no temía mirarlo a los ojos, porque no eran grises sino melancólicos y oscuros como un réquiem.
—No.
—Pues vete al comedor.
—No es posible.
—¿Duerme aún mi hija?
—No sé.
—Márchate.
Pero él se le acercaba más para observar su rostro colmado por el goce del recuerdo. La lengua, convertida en pincel, dibujaba bocetos sobre el paladar mientras pensaba: por la tarde pondré más bermellón en el precipicio del cuello, y una pincelada granate en esa esquina del pómulo derecho. Ninguno de los dos sospechaba que, escondida tras la puerta de la cocina, Margarita los espiaba. El rostro de la muchacha era víctima de un insomnio feroz; sus párpados aparecían inflados, y bajo los ojos reinaban dos surcos del color del barro.
Después del parto, continuó durmiendo en la gran cama donde Clara Laguna no sólo entregó su cuerpo al exotismo oriental del
Kamasutra
, sino también a unas posturas de temperamento castellano que inventó para vengarse de su amante andaluz. Durante las noches no le importaba entregar los pechos al bebé cada tres horas, tampoco le importaba que, cuando por fin se dormía, le despertara la risa de una mujer con ojos amarillos, ni que la habitación se impregnara de un sabor a vino gozado hacía más de medio siglo, ni que de las paredes saltasen gemidos y gritos de victoria; lo único que le importaba era la ausencia de un francés con aroma de catedral. Pierre Lesac necesitaba soledad para concentrarse en su obra maestra.
—Ya no me quieres, ya no me besas como antes —se quejaba Margarita.
—
Je t'aime, mon amour, je t'aime.
—Desde que nació nuestro hijo te doy asco, sí, es eso…
—Necesito trabajar en mi obra maestra, mi amor, eso es todo. Al terminar, volveré a dormir junto a ti.
La piel de Pierre exhalaba un delicado perfume a cirio.
—Mientes porque hueles a iglesia.
—Tonterías… Huelo a pintura, pintura azul, pura como los ojos de tu madre.
—¡Mi madre, mi madre, estoy harta de ti y de ella… y de esta casa… y de tu obra maestra! Quiero volver a hacer el amor en París… Pierre, ¿me estás escuchando?
Pero el francés contemplaba, embelesado, el cuadro de su musa.
—Pierre… —Un atardecer en ruinas se abalanzaba sobre el porche—.Te quiero, te querré hasta la muerte, moriría por ti, Pierre…
—¿Poner un poco más de rosa en pliegue de labios? No, estar bien así;
merci
, mi amor, me ayudas mucho con la obra maestra.
—¡Te odio! ¿Me oyes, Pierre? ¡Te odio!
Por las mañanas, Margarita Laguna esperaba impaciente a que su novio se levantara. Si Santiago se ponía a llorar, rezaba la oración que le enseñaron las monjas al silencio del Santo Sepulcro, mientras mecía al niño con una aversión de encinas. Cuando escuchaba los pasos de Pierre saliendo de la habitación de invitados, metía a su hijo en la cuna y se asomaba al pasillo con la intención de seguirlos. El muchacho tenía el pelo desordenado, por una noche más sin mí, pensaba Margarita, los ojos aún envueltos en los sueños, donde yo ya no existo, se lamentaba, los pechos sin vello, deliciosos como los huevos fritos de mis desayunos americanos en París, se relamía, y los calzoncillos manchados con lunares húmedos, ¿a quién habrá deseado para provocarse esas eyaculaciones traidoras?, se preguntaba golpeando con un puño la pared. Por las ventanas penetraba el recuerdo de las madreselvas. Durante unos segundos, recordaba lo feliz que había sido dibujando entre esas plantas mientras se tostaba desnuda al sol. Pero ahora su destino se hallaba en la cocina, junto a su madre y junto a Pierre, hasta que la silueta encorvada de Manuela atravesaba el huerto. Olvido se iba detrás de su madre, y Pierre, detrás de su musa. Sobre el suelo de la cocina sólo quedaban unas gotas de leche; Margarita los seguía con los pechos agitados por el vaivén de la sospecha.
A veces Manuela interrumpía su diálogo con la prostituta gallega, pues escuchaba un susurro de espinas. Permanecía alerta acunando a su bisnieto, pero, pasados unos minutos, continuaba la charla convencida de que aquel sonido lo producía el calor de julio al chocar contra las rosas. En cambio, la piel de los que se escondían tras ellas se arañaba con las espinas de los tallos y se abría formando atajos de color escarlata.
Antes de emprender el regreso a la casa, Manuela hacía la señal de la cruz advirtiéndole a la prostituta gallega:
—De aquí no salgas. Te mandé marchar y te quedaste muerta, pues muerta has de seguir, y ojito con mandarme tu mentita podrida más allá de la última rosa; ahora he de velar por la reputación de mi bisnieto. Por cierto, quise secar el castaño del que te colgaste; le eché tres botellas de lejía en plena boca. Ya sé que lo sabes, pero me gusta contártelo para que veas que velo por ti.
A la hora del almuerzo se encontraban en torno a los sabrosos platos que había cocinado Olvido y se miraban los arañazos, pero entre ellos flotaba el silencio.
Las tardes transcurrían más tranquilas. Manuela Laguna se sentaba frente a la chimenea y cosía rememorando los cuentos de la prostituta gallega. Ahora serían para Santiago.
Olvido solía leer libros de poesía en el dormitorio; los más antiguos pertenecían a su amante. Uno de san Juan de la Cruz lo usaba también de lápida. Se lo ponía sobre el pecho, e imaginaba que su cuerpo estaba rodeado por la tierra húmeda. Después se encerraba en la cocina. En ninguna otra época de su existencia cocinó de una forma tan prolífica. A la hora del almuerzo o de la cena, la comida era muy abundante: crema de calabaza, soufflé de puerros y jamón dulce, mousse de gallina encebollada, pollos rellenos de foie-gras y piñones, ensaladas de verduras con pasas, lenguados al vapor de mantequilla aromática, bavarois de trufa, pestiños de canela… Olvido padecía una fertilidad bíblica. Nunca se supo con certeza si ésta tuvo algo que ver con la epidemia de violetas enanas que comenzó invadiendo el jardín, y llegó a extenderse por el interior de la casa.