A la hora del almuerzo se encerraba en la cocina para deleitarse con sus guisos, a pesar de que Manuela seguía abandonando pucheros en los fogones. Sin embargo, con el paso de los años y la ausencia de Margarita, esos pucheros que, en un principio, no eran más que sobras chamuscadas se fueron convirtiendo en manjares. Manuela los cocinaba con el fin de ablandar el rencor de su hija. Alguna vez Olvido encontró junto a ellos un regalo: sortijitas de oro o pulseras de plata y bolitas de cristal que solían ir acompañadas de una nota escrita por el abogado: «Si te casas tendrás más joyas», pero ella nunca las aceptó. Las tardes pertenecían a la lujuria de los ingredientes que fuera a cocinar. Pasaba horas y horas recordando a su amante en aquel santuario sabroso; los rasgos de Esteban —el hoyuelo en la barbilla, el remolino de la nuca, los ojos grises— y su cuerpo juvenil —los muslos prietos, las manos tostadas, el pecho de soldado— estaban cada día más presentes en su memoria. Lo único que le molestaba era el olor a sangre fresca de las matanzas de gallos celebradas sobre la mesa de madera, mueble que esquivaba con asco. Compartía la cocina con su madre, pero siempre a diferentes horas: Manuela la usaba por las mañanas y ella por las tardes. Y había ciertos límites en el territorio: su madre tenía prohibido poner las vísceras de los gallos sobre la encimera de yeso donde Olvido llevaba los ingredientes hasta el clímax; a cambio, ella no limpiaba el altar de sacrificios de las aves, no fuera a desaparecer ese olor a entraña que a Manuela le recordaba a la infancia.
Una o dos tardes al mes Olvido tenía que abandonar aquel paraíso culinario para acercarse hasta el despacho del abogado. Aquel hombre, vestido con franelas y sedas, le besaba el escote mientras le confirmaba que su cuenta corriente tenía pesetas de sobra para sufragar los gastos de Margarita. Sin embargo, según pasaba el tiempo y la vejez lo devoraba, se volvía más exigente.
—Querida —le lamía el canalillo—, si su madre se entera de que estoy desviando mucho dinero de sus fondos para usted y su hija voy a tener problemas. Me temo que si en la próxima visita no viene… —metió una mano por debajo de la falda de Olvido y halló un refajo de una dureza semejante al hierro— no viene más ligera de ropa, usted me entiende, pues parece que trae un cinturón de castidad y todos sabemos que tiene una hija, y los hijos se hacen, queridísima, pues… —le pellizcó un muslo— en fin, ya sabe lo que quiero decirle, o viene usted más ligera para el acto, ya no puedo esperar más, o se acabó el dinero.
—¿Qué cantidad aprueba mi madre que se destine a los gastos de Margarita?
—La cuarta parte de lo que ella necesita. Su madre no es muy generosa con su fortuna y menos con su nieta. Así que, si no desea que el nivel de vida de la nena descienda hacia los infiernos de la pobreza, venga a verme el lunes que viene sin esa casta armadura y nuestro asunto privado seguirá funcionando.
En la calle, Olvido sacó un pañuelo del bolso y se limpió el escote. Se asomaba entre los tejados el principio del otoño; los cazadores habían regresado al pueblo. En la plaza, junto a la fuente, descansaban las jaurías orinando cansancio contra la piedra. Sus amos, con las escopetas al hombro y pegado en los trajes verdes el aliento del monte, bebían en la taberna. Eran cerca de las siete y media. Olvido se sentó en un banco de la plaza. El padre Rafael, arrastrado por el halo de modernidad que había traído el final de la década de los cincuenta, había montado una estación megafónica en la iglesia que, conectada a varios altavoces encaramados en la fachada de ésta, en la del ayuntamiento y en algunas farolas de la calle principal, emitía a esa hora un programa donde se hablaba de religión, cultura y preocupaciones sociales. La primera vez que la estación megafónica desplegó el poder de su sonido por el pueblo, las ancianas, aunque habían sido testigos de cómo se instalaban altavoces y cables y el padre Rafael había anunciado la llegada del invento en la misa del domingo, creyeron, por un instante, que era el Santísimo quien bajaba del cielo para hablarles mientras los perros y los gatos se escondían en los zaguanes con las orejas doloridas. El padre Rafael, emocionado con los nuevos tiempos, micrófono en mano, y quieto en una silla para que el retumbar de su vida no distorsionara las ondas, recordaba horarios de catequesis, misas y funerales, comentaba la película
Marcelino, pan y vino
, o deleitaba a los oyentes poniéndoles casetes de canto gregoriano. Una vez acostumbradas a la voz metálica del cura, las jaurías arrebujaban el hocico entre las patas y se dormían con los cantos sagrados. Olvido también se había aficionado a los programas —distraían la soledad de su existencia—, y procuraba estar en el pueblo tanto para el de las doce de la mañana como para el de la tarde.
—Permítame que le diga que es usted la mujer más hermosa que he visto en mi vida —le dijo un cazador aquel día.
Ella, sentada en el banco, miró su capote húmedo por la brisa, las cananas apretadas en la cintura, los pantalones arrebujados en las botas altas, el pelo negro y los ojos de helecho. Se le removió en las entrañas un deseo que no era suyo. Agradeció el piropo al cazador y se marchó caminando a la casona roja, hincándose el bolso en el pecho para contener aquella ansiedad que le trepaba por el esófago mientras se perdían en un viento líquido las palabras del padre Rafael.
A la semana siguiente se dirigió al despacho del abogado atravesando el pinar. No se había puesto la faja, ni tampoco ropa interior. Él la esperaba tras la mesa de caoba vestido con un traje de ojo de perdiz.
—Siéntese, Olvido mía —le dijo rascándose la entrepierna—. Viene muy guapa, la ocasión lo merece.
Ella se quitó el abrigo, se sentó en la silla colocada frente a la mesa, abrió los muslos y elevó su falda hasta la cintura. El abogado se ajustó unos quevedos de plata en la nariz.
—Vuestro secreto es casi más bello que vuestro rostro, y eso ya es difícil. —Le temblaban las manos—. Olvido mía, cuántas veces he deseado este momento.
El abogado, frente a aquel universo que se abría jugoso, se bajó los pantalones y los calzoncillos planchados con agua de rosas; pero no ocurrió nada más. Su miembro se acobardó ante tanta belleza. Las colinas rosadas de aquel sexo ascendían y descendían con suavidad, rodeadas de un vello fruncido como las crines de un pura sangre.
Siete veces, en distintas semanas, intentó el abogado acostarse con Olvido Laguna; y en las siete, al enfrentarse con su vejez y con aquella orografía divina, sufrió un ataque de impotencia que lo dejó postrado en el sofá sorbiendo tilas. Ella, por el contrario, se sentía muy aliviada. Todas las mañanas lavaba su vulva con agua del pozo y la frotaba con un puré de amapolas y bolitas de azahar para potenciar la lozanía. Aquellas colinas quedaban exfoliadas y radiantes como el cutis de una novia. Sin embargo, fueron las pesadillas que sufría las que le ayudaron a librarse del abogado durante una temporada. Desde que su hija vivía en París soñaba con la sangre de Esteban. Se despertaba envuelta en un sudor de calabazas y se metía bajo las sábanas temblando. A veces vomitaba en el váter un líquido parecido a la luz de la luna.
Un domingo por la noche, una ventisca que arrastraba el aroma de los pinos hasta el corazón de los sonámbulos o los insomnes, arrancó los altavoces del padre Rafael sujetos en la fachada de la iglesia, y abrió de golpe la ventana de la cocina de la casona roja cuando Olvido se disponía a preparar unos bollos de canela. También traía la ventisca la muerte de las hojas, la humedad de las setas recientes, la soledad de una tierra donde cicatrizaba la desgracia. El frasco de la canela se estrelló contra el suelo, y el perfume de la especia inundó la habitación con el recuerdo de Margarita. Hacía años que no la besaba, que no la retenía entre los brazos. Olvido supo que debía ir a visitarla antes de que las pesadillas se la tragaran para siempre.
A la mañana siguiente, mientras el pueblo lamentaba los destrozos de la ventisca, escribió al abogado:
Querido amigo:
Le ruego comunique a Manuela Laguna mi inminente marcha a París para encontrarme con mi hija. Abusaría de su amistad y confianza si le pidiera su ayuda para ultimar los detalles económicos del viaje, usted ya me comprende.
Todo mi agradecimiento, suya,
O
LVIDO
L
AGUNA
—No puede abandonarme ahora que estábamos comenzando a intimar —protestó el abogado tras la mesa de su despacho.
—Volveré muy pronto, se lo prometo. Mi hija tiene problemas y me necesita. Usted tiene que entender las obligaciones de una madre.
—Pues ya hablé con la suya ayer jueves y no aprueba su marcha. Y si ella no lo aprueba, no hay dinero para el viaje. No podría dárselo sin que descubriera nuestro secreto financiero.
—Dígale a mi madre que si me da el dinero, a mi regreso contraeré matrimonio con el pretendiente que me proponga.
—Qué locuras dice usted, Olvido mía. ¿Quién querría casarse con una mujer de su fama…?
—Mi madre se las apañará para encontrarlo. Alguien me querrá.
—¿No se habrá ofendido? Yo la adoro, pero usted ya sabe que un matrimonio de cincuenta y tantos años me ata, además de siete hijos y diez nietos.
—Lo sé, no pensaba en usted. Comuníquelo a mi madre la propuesta que le he hecho. Consígame un buen trato y yo le recompensaré a mi vuelta.
Tres semanas después de esa visita al despacho del abogado, Olvido Laguna volaba hacia París. Mirando por la ventanilla de aquel aparato fascinante que flotaba entre las nubes, recordó la sonrisa con la que la había despedido su madre. «Te espero para la boda —parecía querer decirle—. Me dedicaré a mis
petit point
, a mis rosas gigantes, a mis matanzas de gallos y, por supuesto, a buscarte marido. Vuelve pronto».
En el aeropuerto de París la esperaba Margarita. En aquella ocasión fue Olvido quien descendió por una escalera con una maleta en cada mano; tenía treinta y seis años y, por primera vez desde la muerte de Esteban, deseaba vivir.
—¡Mamá, ya no volveremos a separarnos, te quedarás conmigo! —le dijo Margarita mientras la abrazaba.
—Lo que tú quieras, cariño. Ya no puedo más, haré lo que tú me pidas.
—Entonces, te quedas. —Le besó las mejillas—. Por cierto, ¿cómo está la abuela?
—Peor de la artritis.
—Artritis. En el internado de las monjas solía repetir el nombre de esa enfermedad hasta que me dormía. Mis compañeras pensaban que rezaba. Mamá, dime una cosa, ¿sabe escribir la abuela?
—No, es analfabeta.
—¿Estás segura?
—Claro, no sabe leer ni escribir.
—Y ¿tiene a alguien que pueda escribirle cartas?
—Como no sea su socio, el abogado del pueblo… Pero ¿por qué me lo preguntas? ¿No habrás recibido una carta en nombre de tu abuela?
—Qué va, ya te he dicho muchas veces que la abuela me da pena. Sólo me preguntaba cómo podía apañárselas una persona que no sabe leer ni escribir. —Se quedó pensativa—. También quería preguntarte si un día de éstos me contarías cosas de mi padre.
—¿Qué te ocurre, hija? —le preguntó acariciándole el cabello—. Apenas he bajado del avión y…
—Es que quiero conocer un poco más a mi familia. Eso es todo, mamá. Tú nunca me cuentas nada. Es como si tuvieras algo que ocultar.
Olvido sintió un hedor a pólvora. ¿Cómo podía contar a Margarita la verdad sobre la muerte de su padre? ¿Cómo podía contarle que formaba parte de una familia sobre la que pesaba una maldición que le congelaría los huesos?
Desde la ventanilla del taxi que las conducía al centro de París, Olvido admiró la belleza de aquella ciudad en otoño, y los pesares que la habían asaltado unos minutos atrás fueron disipándose poco a poco.
Siguiendo las instrucciones de Manuela, el abogado había elegido un hotel de primera categoría. Ella deseaba tener contenta a Olvido, ninguna queja enturbiaría los planes de boda. El suelo del hall estaba cubierto con unas baldosas de mármol blanco y rosa, y los espejos y los cuadros resplandecían bajo la luz de una araña de cristales de roca. Tres mujeres, encaramadas sobre unas bayetas, pulían las baldosas con unos pasos de soldado.
Margarita se encargó de hablar en francés con la recepcionista y enseguida asignaron una habitación a su madre. Un botones que cargaba con las maletas las guió hasta ella. Era amplia, de mobiliario clásico, cortinas verdes, pero un poco oscura. Margarita dio una moneda al botones y éste desapareció.
—Mamá, ¿puedo hacerte ahora una pregunta sobre mi padre?
—Claro que sí.
—¿Le amaste mucho? Me refiero a si le amaste como en las películas del cine.
—Sí, hija, lo amé como en el cine y más. Tu padre me lo dio todo.
—Y entonces se cayó por una ventana.
—Fue un accidente. —En la cabeza de Olvido resonó el aullido de un lobo.
—¿Crees que él se murió sólo porque te quería?
—Por supuesto que no.
—Yo no voy a enamorarme nunca. —Margarita se sentó en la cama de matrimonio—. Lo he decidido.
—Pues es una pena. Además, con tu edad deberías saber que esas cosas no se pueden prever, suceden y ya está.
—Pero tú no tuviste suerte y estoy segura de que yo tampoco la tendré.
—Lo que dices es muy triste. —Tomó el rostro de su hija entre las manos—. No hay motivo para que te ocurra lo mismo que a mí, tu vida es muy diferente a lo que fue la mía. Y yo sí tuve mucha suerte al conocer a tu padre. El me enseñó a leer y a escribir porque estábamos en guerra y una bomba destruyó la escuela. Pero todo esto que te ronda la cabeza, ¿no será a causa de que te gusta algún chico?
—No. —Margarita lanzó un suspiro y miró el reloj—. He de irme, mamá, tengo una reunión en la universidad. Descansa del viaje. Yo regresaré en un par de horas para cenar contigo.
Cuando su hija abandonó la habitación, se dio una ducha. Abrió el grifo del agua caliente y dejó que ésta le cayera sobre la memoria. A lo lejos le pareció escuchar el estallido de una bomba.
A las nueve y media de la noche, sonó el teléfono.
—¿Dígame?
—Mamá, ¿dormías? —La voz de Margarita se oía entrecortada.
—No, sólo descansaba en la cama.
—Ha surgido un problema en la universidad y no podré ir a cenar contigo. Lo siento mucho.
—Atiende tus asuntos, hija, yo cenaré en el hotel. Hasta mañana.
—Adiós.
No tenía apetito. Caminó hasta la ventana. Entre los visillos se dibujaba la silueta de la luna llena. Iluminaba el cielo de París con una aureola láctea. Olvido se estremeció. Esa luna sólo era un fantasma. Ella lo sabía. A ella no podía engañarla, aunque iluminara las chimeneas y los tejados con su obesidad melancólica. «Para mí moriste una noche de hielo», murmuró, entornó los párpados y recordó el último beso de Esteban con su sabor a miedo. Aquella luna debía estar pudriéndose en algún cementerio de astros.