La casa de los amores imposibles (26 page)

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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—La densidad es perfecta —dijo en voz alta— y la temperatura también está en su punto.

Solía utilizar ese truco culinario para la elaboración de muchos platos y nunca le había fallado. Los pezones eran unos catadores excelentes. Retiró la salsa y la echó en la cacerola. Allí quedó inmóvil el deseo de Antonino Montero. Pierre Lesac esperó a que ella se ausentara un momento de la cocina para sumergir los dedos en la cacerola y chupárselos. Su deseo se mezcló con el del ginecólogo. Cuando Olvido echó la salsa sobre las tajadas de cordero ya no se pudo hacer nada.

A la hora de la cena la luna impregnó el comedor de un silencio cósmico. Sobre el mantel que el diplomático había regalado a Clara Laguna, se erguía una fuente de porcelana con el guiso humeante.

Olvido sirvió cuatro tajadas de cordero a Margarita. Ella las atacó con el cuchillo y el tenedor, pero cuando se le resistieron las mollas más pegadas a los huesos, se las comió con las manos. Miraba las hebras de carne que se iba a llevar hasta los dientes, y las engullía poseída por una voracidad medieval.

—Mamá, «ponme otraz cuantaz tajadaz» —dijo alzando el plato.

—En tu estado no deberías comer tanto por la noche. Tardarás siglos en hacer la digestión.—Miró de reojo a Pierre.

—Tengo un estómago que lo resiste todo —aseguró mojando pan en la salsa—. ¿Verdad, Pierre?

Él asintió con la cabeza.

—¿No puedes decir sí? ¿Te vas a morir si abres la boca y pronuncias una sola sílaba?

Pierre repitió el mismo gesto.

—¿Es que no puedes dejar esa estupidez del círculo de inspiración para cuando haya parido? —exclamó Margarita—. Me pone enferma que no me hables. Te necesito.

Pierre Lesac continuó masticando pausadamente un trozo de cordero.

—¡He dicho que me hables!

Dibujó una negativa con el dedo.

—No te alteres, no es bueno en tu estado —dijo Olvido, y le sirvió dos tajadas de cordero.

—Mamá, dame dos más.

—Te va a sentar mal, cariño. Sé razonable.

—O me das otras dos, o me tiro encima de la fuente.

Olvido se las sirvió y ella, tras descuartizarlas con las manos, se las tragó sin apenas masticar. Luego se apoderó de media hogaza de pan y comenzó a mojarla en la salsa de la fuente.

—Está divina, divina. —Tenía el labio superior cubierto por un bigote de frambuesa.

Antes de que su hija acabara con la última tajada de la fuente, decidió llevársela a la cocina.

—¿Adónde vas, mamá?

—Cariño, no te la comas, por favor. Se la damos a Pierre. De nuevo, el francés movió aquel dedo índice que Olvido odiaría para siempre.

—Lo único que te importa ahora es tu maldito círculo de inspiración. Ya querrás mañana que te hable, me lo suplicarás, pero yo no te diré ni una palabra.

—Yo me comeré la tajada —dijo su madre—. Me he quedado con hambre.

—Ni lo sueñes, es mía. —Capturó el trozo de cordero y lo devoró—. Ahora dame la fuente, quiero mojar más pan.

—Te lo ruego, hija. Te sentará mal.

—Eso son tonterías. Te digo que me la des.

Olvido dejó caer la fuente al suelo.

—Lo has hecho a propósito —gritó Margarita mientras se levantaba de la mesa con el rostro congestionado—. Me voy a respirar aire puro.

—¿Quieres que te acompañe?

—Prefiero estar sola, gracias. Quedaos aquí los dos. Tú —miró a Pierre— con tu círculo de inspiración que ojalá se te pudra dentro, y tú —miró a su madre— con tus trucos infantiles.

Margarita se arrastró hacia el porche en busca de oxígeno.

Pierre Lesac pintaba desde que sus dedos tuvieron fuerza para sostener un lapicero. Pintaba las paredes tapizadas con seda del dormitorio de su madre, pintaba las piernas de las criadas, pintaba el buró del banquero que, legalmente, era su padre, pintaba los manteles de encajes de Bruselas, pintaba, oculto en la habitación tapizada con seda, los pantalones secretos del hermanastro de su madre, pintaba la espalda de los sofás de raso, pintaba las baldosas del sótano donde lo encerraba el banquero cuando hacía alguna travesura, pintaba los bancos de Notre-Dame de París mientras la oscuridad le nutría los ojos—y su madre se arrepentía del amor prohibido orando lágrimas—, pintaba las palmas de sus manos a la salida de la catedral para distraer el terror que le causaba la visión de las gárgolas, pintaba las cortinas del salón del hermanastro escuchando, otra vez, el goce de su madre, pintaba la cainita cercada por la soledad de los gritos familiares. Sólo cuando una mañana de verano el banquero le anunció que su madre se había fugado con el hermanastro y los había abandonado, comenzó Pierre Lesac a pintar en un papel blanco. Tenía nueve años y los ojos como dos penitencias negras.

Del lapicero y el papel Pierre pasó a pintar al óleo al final de la adolescencia. Abandonó la casa del banquero y con ella el gusto por los objetos muertos —jarrones, fruteros, mesas—; a partir de entonces se especializaría en los retratos. El primero que pintó lo hizo gracias a la magia de la memoria. Necesitó vivir un día entero en silencio para rebuscar en su interior los rasgos de su madre. Cuando los halló en un recodo de la infancia, no supo perdonarlos, los trasplantó a una tela, los coloreó y acabó vendiéndolos a una galería de arte por más dinero del que esperaba. Desde que cometió ese exorcismo —y en vista del éxito que obtuvo con él—, decidió no hablar las veinticuatro horas anteriores al inicio de un retrato. Ojos, nariz, labios, senos, clavícula, cintura, manos, perfiles, antebrazos, cejas —entre otros muchos rasgos y formas del modelo— recorrían en ese tiempo el cuerpo y la mente de Pierre empapándolos de inspiración. Como este viaje comenzaba y terminaba en el corazón, órgano que guiaría los dedos del maestro, su trayectoria completa describía un círculo al que Pierre denominó «círculo de inspiración». Había explicado a Margarita este proceso extraordinario al principio de su noviazgo, y la muchacha lo consideró una excentricidad llena de encanto, un rasgo que distinguía a Pierre de otros pintores parisinos. Ella siempre respetó aquel silencio, pero esa noche en que su embarazo de ocho meses luchaba por digerir un cordero envenenado con deseo, el silencio de su novio le desquiciaba los nervios. Regresó del porche debatiéndose en una respiración montañosa.

—¡Mamá, me duele mucho la tripa! —gritó.

Olvido, que se encontraba en la cocina lavando los platos, salió a su encuentro.

—¡Mamá, me duele mucho!

—Respira hondo. —Le acarició el pelo—. Vayamos al salón para que puedas ponerte cómoda en el sofá.

Margarita se desplazó pesadamente.

—¿Dónde estás, Pierre? Pierre, te necesito —gimió antes de desplomarse sobre un cojín con las piernas abiertas.

Por la puerta de la cocina surgió Pierre Lesac, altísimo como una aguja de catedral y con los labios convertidos en lápidas.

—Siéntate a mi lado.

Acercó a las mujeres Laguna todos sus atributos negros.

—Respira profundamente, hija, muy profundamente. —Olvido se retorcía las manos.

—Pierre, estoy asustada, háblame. Necesito oír tu voz, háblame en francés, dime que todo irá bien.

Él le acarició una mejilla con dulzura y se sentó a su lado, pero continuó en silencio.

—¡Háblame, maldita sea, háblame!

Pierre no podía romper el círculo de inspiración. No podía permitir que se fugase por sus labios. Tanto deseo acumulado, tantas noches anhelando aquellos momentos. Veinticuatro horas con ella dentro del cuerpo, recorriéndolo, empapándolo; desde que una noche en París vio su foto sobre la mesilla del dormitorio de Margarita y su belleza se convirtió en una obsesión.

—¿Acaso ese círculo maldito te ha dejado sordo? ¡Te ordeno que me hables! —Por las piernas de Margarita se escurrió un líquido viscoso.

—¡Estás rompiendo aguas! ¡Dios mío, ya viene la niña! —chilló Olvido.

Apoyada en Pierre y en su madre, Margarita subió a la primera planta. Olvido la guió hasta la habitación donde una cama de hierro esperaba el nacimiento de otra mujer Laguna. Se había encargado de limpiarla cada semana desde la muerte de Esteban; a veces pasaba las tardes tumbada bajo el dosel púrpura con el olor a encinas pegado al corazón.

—¿Por qué en el cuarto de la bisabuela Clara? —preguntó Margarita entre jadeos.

—Aquí naciste tú; además huele a la familia.

—También voy a tener una niña, ¿verdad? Es la maldición. La abuela me lo contó todo en una carta que debió de escribir el abogado. No quise decírtelo cuando viniste a París por si te enfadabas más con ella.

Olvido sintió en la garganta el sabor del miedo.

—Tendré una niña y luego Pierre se morirá, como le ocurrió a mi padre. Estamos condenadas a sufrir mal de amores y a parir hembras que también lo sufrirán.

Olvido miró al francés; la noticia de una muerte cercana parecía no afectarle.

—No debí enamorarme, la abuela me lo advertía en la carta. «Mantente pura, nietecita», me decía. «Mantente pura y no te reproduzcas porque llevas la maldición en la sangre, y matarás al hombre que ames». Yo lo intenté, mamá, te lo prometo, pero no pude resistirme a Pierre, no pude, mamá, no pude.
Je t'aime
, Pierre. —Acarició el rostro de su novio, pero al francés lo único que le importaba era sentir el círculo, y que se completara con éxito.

Una contracción la impulsó sobre la cama. Olvido retiró la colcha y aparecieron unas sábanas con olor a lavanda.

—Voy a avisar al médico. Pierre, te suplico que la cuides.

Él, aspirando el aroma que envolvía la habitación, le miró los labios y se los llevó hasta las venas.

En el último peldaño de la escalera, Olvido encontró a Manuela mojando un guante en el líquido que se había escurrido por las piernas de su nieta. Luego chupó el algodón y reconoció el sabor de la vida. Al pasar junto a ella, Olvido la amenazó con la mirada y se dirigió al salón. Hacía un año que el abogado había convencido a Manuela para que instalase un teléfono, así podría consultarle decisiones sobre sus negocios sin necesidad de que tuviera que desplazarse cada jueves al despacho. Al principio, ella se mostró reticente —no confiaba demasiado en las virtudes comunicativas de aquel aparato cuya forma le recordaba los genitales de los burros que aún andaban por el pueblo—, pero luego accedió; cada vez le costaba más trabajo salir de casa y arrastrar su artritis hasta el pueblo.

—Doctor Montero, soy Olvido Laguna. —Se le cayeron unas lágrimas sobre el teléfono negro de principios de los sesenta—. Mi hija ha roto aguas. Por favor, venga deprisa.

—¿Olvido Laguna? —Aquellas palabras tan sólo eran para el ginecólogo dos pechos que lo habían dejado exhausto.

—Se lo ruego, venga a la casona roja, le necesito.

—Está bien, señora, si me lo pide así no puedo negarme. Voy ahora mismo.

Colgó el teléfono. Se peinó los pelos íntimos con una lendrera —si tenía nudos era incapaz de sentirse sexy—, cogió su maletín y partió hacia la casona roja sin pensar en el qué dirán.

Nada más nacer, el bebé sintió en la boca la dulzura de los pechos de Olvido. Antonino Montero lo agarró por los talones, lo puso boca abajo, y le dio un cachete en las nalgas. Se escuchó un llanto de rabia.

Olvido enjugaba la frente a su hija.

—Doctor, ese llanto significa que la niña está bien, ¿verdad?

—¿La niña? —Antonino Montero elevó las cejas—. Querida mía, haga el favor de mirar lo que tiene su nietecita entre los muslos.

Penetró la luz del amanecer por el balcón y tiñó los genitales del recién nacido.

—Es un varón —afirmó Antonino—, y con dos testículos perfectamente redondos.

—Sin duda, es un varón —dijo Olvido tras comprobar que el cuerpecito de su nieto no ocultaba una vagina hereditaria en algún pliegue.

—Margarita, has tenido un chico, un chico Laguna, qué extraordinario, y es tan bonito…

—Mamá, sólo quiero dormir.

—Límpielo mientras termino de apañar a su hija —le sugirió Antonino Montero.

En la palangana de arabescos azules, Olvido lo bañó como hizo con Margarita. Pensó en Esteban, en el remolino de la nuca, en los ojos de tormenta, en la tumba siempre húmeda por los recuerdos. Besó al niño en los labios, él se relamió, y lo arropó con una toalla que escondía el tacto de la palmeta. Después lo depositó en el regazo de Margarita, y partió hacia la habitación donde descansaba Pierre Lesac con su círculo de inspiración intacto. No vio unos guantes escondidos detrás de la puerta del baño, a la espera de que ella se alejara del dormitorio de Clara Laguna; sujetaban un esqueleto de caña. La luz del sol se precipitaba por los balcones. Los guantes abandonaron su escondite y avanzaron por el pasillo; Olvido llamó a la puerta de Pierre.

—¿Puedo entrar? ¿Estás despierto?

Los guantes encontraron a la nieta que odiaban tendida en la cama.

—Pierre, tienes un niño precioso.

El francés aún soñaba. Sobre la fachada principal de Notre-Dame, entre relieves góticos y rosetones, pintaba un retrato.

—Pierre. —Le acarició un hombro y él abrió los ojos.

—Hoy comenzaré a pintarlo. El círculo de inspiración se ha completado.

—Tu hijo ya ha nacido.

Fierre se incorporó en la cama; aún revoloteaban a su alrededor los espejismos de las gárgolas que tanto temía.

—¿Es un varón?

—Sí, el primer varón Laguna.

—¿Te gustaría que llevara mi nombre?

—Es Margarita quien debe decidirlo —contestó ella, y abandonó la habitación apresuradamente.

—Olvido…

Escuchó cómo se cerraba la puerta y se sintió amenazado por las gárgolas. Se tapó la cara con la sábana; antes de levantarse debía reprimir el deseo de pintar con un lapicero infantil los muebles, los manteles, las paredes…

La mañana avanzaba sobre el jardín de la casona roja. Olvido abrió los balcones para que la fragancia de las madreselvas llegara hasta el varón de la familia. Sin embargo, la brisa veraniega trajo una bocanada del perfume de las rosas.

—¡Mamá, mamá!

Alguien había entornado la puerta del dormitorio de Clara Laguna. Desde el pasillo, la imagen de Margarita aparecía incompleta; Olvido sólo alcanzaba a ver la mitad del rostro, la mitad del camisón. Y en el suelo del dormitorio, el mango de la palmeta de caña.

—¡Mamá, mamá!

Se apresuró a reunirse con su hija. Sentía el odio refrescándole el rostro. De pie junto a la gran cama de hierro, Manuela sostenía al bebé en los brazos. Antonino Montero se tocaba la cabeza con una mueca de dolor.

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