El pretendiente llegó a la casona roja una tarde de lluvia, montado en un automóvil lujoso que conducía un chófer. Junto a él, en el asiento de atrás, iba el abogado. Tenía el rostro amarillo y caminaba apoyándose en un bastón de madera con empuñadura de plata. Olvido se había pasado la noche llorando sobre la tumba de Esteban y jurándole, entre suspiros y besos de tierra, que cometía ese sacrilegio sólo por el bien de Margarita, y que odiaría a aquel marido fuera quien fuese; sin embargo, cuando contempló al pretendiente arrastrando los pies detrás de su madre por el recibidor de la casona roja mientras se ahogaba en un aliento con peste a medicina, sintió compasión por él. Manuela Laguna se había empeñado en enseñarle la casa, y aderezaba el recorrido por las habitaciones con todo tipo de anécdotas aristocráticas sobre la familia. Se mostraba ajena al problema mortuorio de su futuro yerno y al temblor de sus guantes blancos, aquejados de ansiedad, pues llevaban lo menos quince días sin sacrificar un gallo. Se había propuesto que la cocina no despidiera ni un efluvio a sangre fresca, no fuese a pensar el pretendiente que en ese hogar se derrochaba la muerte.
Durante la merienda celebrada en el salón se acordó que la boda tendría lugar en el plazo de un mes. El abogado masticaba los dulces aprisa y sorbía el café. Estaba seguro de que ese matrimonio apenas duraría unos meses debido a la mala salud del novio, pero, hasta ese instante, no se había dado cuenta de que si Olvido heredaba algún bien tras el fallecimiento del esposo, ya no necesitaría de sus servicios para mantener a Margarita en París. Su poder sobre la belleza de Olvido peligraba con aquel compromiso.
Se programó también un viaje a la ciudad para la semana siguiente, donde ultimarían detalles como el traje de la novia, el ajuar y los papeles del matrimonio. El pretendiente abandonó la casona roja sintiéndose más vivo que nunca. Se había enamorado de Olvido Laguna nada más verla. Durante el trayecto en coche hasta su pueblo, juró a Dios que siempre la protegería. Deseaba hacerla feliz. Con este propósito, unos días después de la visita, decidió acudir a un burdel para comenzar su entrenamiento. Había perdido la cuenta de los años que llevaba sin acostarse con una mujer y quería que su futura esposa, en la noche de bodas, olvidara aquella experiencia traumática del pasado y disfrutara por primera vez de la ternura y el ardor que podía entregarle un hombre en el acto amoroso. Sin embargo, su salud no aguantó. Lo encontraron muerto en una cama del burdel a las pocas horas de su llegada. Se había tomado un jarabe «elevalotodo», el cual le desintegró en un único orgasmo lo que le quedaba de hígado.
El abogado dio la noticia a Manuela y a Olvido disimulando su felicidad y les propuso aplazar la búsqueda de otro marido al menos un año por respeto al difunto. Olvido, que sentía la muerte de aquel hombre tan amable como amarillo, le contestó que ya no tenía intención de casarse; no estaba dispuesta a conocer a todos los viejos desahuciados de la provincia. Tras escuchar aquella negativa de su hija, Manuela sufrió un ataque de cólera que exterminó a dos gallos de cresta anaranjada. Las relaciones entre las dos mujeres Laguna se recrudecieron; Manuela volvió a dejar sobras chamuscadas en los pucheros en vez de ricos manjares, y recortó aún más la asignación para los estudios de Margarita en París, aunque no se atrevió a eliminarla por completo por si a la bastarda se le ocurría regresar al pueblo. Pero ese acontecimiento sucedió de todas formas: sólo tuvo que transcurrir un año más de soledad, guisos y silencio.
El primer síntoma que anunció la vuelta de Margarita Laguna fue un revuelo de madreselvas. Aquellas plantas reconocieron su piel en cuanto la muchacha llegó a la verja con el lazo de muerto. Era una mañana de julio asediada por gorriones y avispas. Margarita, embarazada de ocho meses, atravesó el camino plagado de las flores con las que compartía el nombre, y golpeó la puerta con la aldaba; la melena castaña desbocada por la felicidad del verano, las mejillas sudorosas, los ojos como piedras de río.
—¡Mamá, mamá, abrázame, si es que puedes!
Olvido apenas pudo pronunciar el nombre de su hija.
—Ya sé que en mis últimas cartas no te he dicho que esperaba un bebé. Quería venir a la casona roja a tenerlo contigo. Era una sorpresa, ¿no te alegras?
—Si tú estás contenta, hija, yo también. —La abrazó.
Entonces lo vio por primera vez.
Alargado, fuerte. Recorría el camino con dos maletas, pisando las margaritas de Clara Laguna.
—¿Quién es ése?
—Pierre Lesac, mi novio y el padre de mi bebé.
Sobre el rostro de Olvido cayeron, como una catástrofe, unos ojos grandes y negros.
—Encantado, señora —dijo él con acento francés, y le estrechó la mano.
Aquel muchacho de no más de veinticinco años poseía un atractivo gótico. Llevaba un bigote estrecho descolgándose por las comisuras de los labios que se unía con una perilla bien recortada. Olvido retiró su mano, pero se llevó prendida en ella el tacto de Pierre; ese tacto que, de repente, sentía dentro de la carne como si fuera un parásito.
—Mamá, ¿no le dices nada a Pierre?
—Bienvenido a nuestra casa.
—
Merci
.
Vestía unos pantalones y una camisa beis. El sol le iluminaba el cabello corto y oscuro. Sus labios eran gruesos, quizá porque se había pasado la infancia rezando.
De pronto, se oyó en el recibidor un carraspeo.
—¿Abuela? —preguntó Margarita.
Del armario de rejilla escapó una bocanada de lavanda.
—Certificado de matrimonio —dijo Manuela alargando un guante.
Aquéllas eran las primeras palabras que dedicaba a su nieta. Esperó la respuesta con rencor. Si esa joven de ojos grises se había casado, podía ser el comienzo de una nueva época para las Laguna.
—No estoy casada, abuela, y no pienso casarme nunca. Eso sería un atraso en los sesenta. Pero Pierre, el padre de mi bebé, ha venido conmigo.
—Sois todas iguales —murmuró entre dientes, y se marchó a su dormitorio aliviada: podía seguir odiándola sin ningún obstáculo.
—Nunca cambiará, ¿verdad, mamá?
—Es demasiado tarde. No te disgustes.
Se abrazaron de nuevo. Olvido sintió la mirada de Pierre clavada en ella. Y estalló en el jardín el chillido de una urraca gigante.
El nacimiento prematuro del bebé de Margarita se debió a una sucesión de acontecimientos relacionados con el deseo. Olvido se empeñó en que su hija acudiera al ginecólogo que acababa de abrir un consultorio en la calle principal. Su nombre era Antonino Montero.
Sobre el edificio de la consulta se arrojaba un calor voluptuoso; el sol prendía el cartel blanco donde se anunciaba el médico convirtiéndolo en un espejismo.
El cielo fornicaría con la tierra si tuviese un miembro lo bastante largo para alcanzarla, pensó Antonino Montero imaginándose el cataclismo sexual. Los humanos perecerían aplastados entre las carnes húmedas de la naturaleza. Guió sus lentes, como televisores negros, a una vagina de unos cincuenta y se sobresaltó al escuchar los gritos de la enfermera:
—¡Ya les he dicho que si no tienen hora, no se las puede atender! ¡Márchense de aquí y no molesten más!
El ginecólogo salió de la sala de exploraciones y se dirigió a la recepción.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó a la enfermera.
Ella se retocó la cofia cuando vio aparecer la figura robusta de su jefe.
—Éstas, doctor —señaló con desprecio a Olvido y a Margarita—, quieren que usted las atienda, pero no han pedido hora. Ya les he dicho que es imposible, la consulta está llena.
Se escaparon unos murmullos de la sala de espera.
Antonino Montero escudriñó a Olvido. Tenía unos pechos parecidos a los mangos maduros que había degustado en la ciudad caribeña donde asistió a un congreso sobre tumores de mama —ese acontecimiento, por supuesto, tuvo lugar antes de que lo acusaran de negligencia por el fallecimiento de una paciente en la consulta de Madrid, antes de que tuviera que exiliarse en aquel pueblo inmundo—. Antonino continuó escudriñándola. Sus caderas y su cintura se asemejaban a la carretera de curvas que se despeñaba hasta la playa; allí las nubes adquirían formas de muslos y los de aquella mujer se dibujaban duros tras una seda de lunares.
Junto a ella, la hija esperaba con los brazos cruzados sobre la barriga. Antonino Montero emitió una tos enigmática y le dijo a la enfermera:
—Mi deber como médico es atender a esta muchacha ya que presenta un estado de gestación avanzadísimo, tenga o no tenga hora.
—Pero, doctor…
—Uno ha de ser fiel al juramento hipocrático. Apelo a la comprensión de las señoras que esperan. Hágalas pasar en cuanto termine con la paciente que está dentro.
Los murmullos de la sala se convirtieron en un diluvio.
—Gracias por atendemos —le dijo Olvido una vez que estuvieron sentadas en el despacho del ginecólogo frente a sus cuarenta y tantos años calvos y solteros.
—Es mi deber, no tiene que agradecerme nada. —Antonino sonreía y la saliva se le filtraba a través de las mandíbulas convertidas en diques.
—Mi hija está embarazada de unos ocho meses y me gustaría que la reconociese para comprobar que todo va bien.
—No puedo creer que sea hija suya. Pensé que se trataba de su hermana.
—La tuve muy joven… eran otros tiempos.
—Ustedes viven en esa linda granja de las afueras que se llama la casona roja, si no me confundo. Llevo poco en el pueblo y aún no conozco bien a todos los habitantes.
—Sí, doctor, allí vivimos.
Antonino recordó la leyenda sobre la abuela de Olvido que el boticario le había relatado durante una partida de mus en la taberna: una prostituta con los ojos de oro llamada Clara Laguna danzaba en una cama enorme con un dosel púrpura.
—¿Podría preguntarle su edad? —La saliva del ginecólogo se le acumulaba ahora en las comisuras de los labios.
—Treinta y ocho.
—Ya me parecía a mí que era jovencísima. Y dígame, ¿con cuántos tuvo a su hija?
—Doctor, no he venido a hablar de mí sino del embarazo de Margarita.
Antonino no la escuchó. Se recreaba, una vez más, en las historias que le habían contado en la taberna acerca de aquella familia. Veía a Olvido Laguna desnudándose a la luz de una vela en la vieja carpintería del pueblo; al parecer, la joven embarazada era el fruto de los amores prohibidos de su madre con el aprendiz de carpintero, un muchacho que encontraron con el cráneo abierto y los pantalones bajados en el jardín de la casona roja. Ella era, sin duda, la Laguna del muchacho muerto.
—Aprovechando que hoy ha venido a mi consulta, puedo hacerle una revisión gratuita. Estoy seguro de que no se ha hecho ninguna desde que dio a luz.
—No es necesario. Le repito que sólo he venido para que atienda a mi hija.
—Permítame que insista.
Antonino Montero se hallaba ahora en el jardín de la casona roja donde, rodeada de su fertilidad diabólica, Olvido Laguna cabalgaba sobre el cuerpo maltrecho del aprendiz de carpintero. El ginecólogo quedó hechizado por el movimiento circular de las caderas, por el pelo negro, liso, que le recorría la espalda y se enganchaba en una enredadera con el trajín del amor mientras el viento elevaba el gozo hacia las montañas.
—Si desea que reconozca a su hija y atienda el parto, tendré que reconocerla a usted primero para estar seguro de que no existe ningún problema hereditario. —Hablaba guiado por la dictadura de la imaginación.
—Comprendo.
—Entre en ese cuarto y descúbrase de cintura para arriba. Lo primero de todo es comprobar el estado en que se encuentran los senos.
Olvido acarició el cabello de su hija, que yacía adormilada en la butaca. El viaje en tren desde París la había agotado.
—Descansa, enseguida me reúno contigo —le dijo.
El cuarto donde Antonino Montero realizaba las exploraciones tenía las paredes pintadas de un suave color melocotón para transmitir serenidad a las pacientes. Había una camilla cubierta con una sábana y enfrente un taburete y una lámpara para iluminar los genitales femeninos. Olvido se quitó la blusa y el sostén y se sentó en un extremo de la camilla. Entró el ginecólogo —los ojos de la paciente se habían convertido en una ola tropical—, se acercó a los senos, los exploró; tenía los dedos febriles.
—Discúlpeme. —Antonino contrajo el vientre y se marchó al cuarto de baño situado en el pasillo; allí derramó placer sobre los azulejos verdes.
El calor le molía el corazón. Se mojó la nuca con un torrente de agua cuyos restos transparentes lamía en las manos, poseído por una sed insólita.
Cuando regresó a la consulta, Olvido ya se había vestido y lo esperaba junto a su hija. En cambio, Margarita se había deshecho de toda la ropa en el escaso tiempo que duró la exploración de su madre, y se mostraba dispuesta a acabar cuanto antes con la suya para dormir la siesta en paz. Antonino Montero la hizo tumbarse en la camilla y la reconoció bajo la vigilancia de Olvido.
—Toda la familia está estupenda, señora —dijo con la frente sudorosa—.Aquí tiene mi número privado por si sucediera algún imprevisto; pero, se lo ruego, procure no llamarme hasta pasados unos días.
A media tarde Olvido se encerró en la cocina dispuesta a preparar la cena. Besó unas frambuesas, las lavó, las machacó con el almirez y las arrojó dentro de una cacerola donde cocía, a fuego lento, agua, azúcar, leche y canela. Mientras mezclaba aquellos ingredientes, miró por la ventana y descubrió a Pierre Lesac, que fingía dar un paseo por el huerto. El pelo negro le brillaba bajo el sol. Intentó concentrarse en el borboteo de la cocción de la salsa. Aquel murmullo le recordaba el sonido del río a su paso por el encinar en la época del deshielo. Exhaló un suspiro, apagó el fuego, retiró la cacerola del fogón para que reposara la salsa, y se puso a despedazar un cordero. Cuando acabó, con las mejillas salpicadas por unas gotas de sangre, picó unas cebollas. Las lágrimas se le escapaban de los ojos atraídas por el perfume húmedo y maloliente de los bulbos. Entretanto, Pierre, espiándola desde las hortalizas, vio cómo echaba primero el picadillo de cebolla y luego los pedazos de cordero en una cazuela de barro, y cómo colocaba ésta sobre el fogón. Vio cómo rehogaba aquellas viandas, vio cómo, al mismo tiempo, se mojaba los labios con una lengua cuya textura imaginó de seda. Vio, arropado por el atardecer que se consumía entre los pinos, cómo abandonaba el guiso en el fogón para dejar caer su bata de tirantes hasta la cintura. Pierre sintió que se abrasaba con la visión de unos pechos. Nada volvería a ser igual a partir de aquel momento. El horizonte comenzó a masticar la carne del sol. Olvido, traspasada por una luz violeta, aspiró el aroma de la salsa de frambuesa, que ya se había enfriado, y se untó un poco primero sobre el pezón izquierdo y después sobre el derecho.