La casa de los amores imposibles (22 page)

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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—Es mejor que tu abuela no se acerque a ti y tú tampoco debes acercarte a ella; te rompería el corazón. No debéis quereros.

—Y si es tan mala, ¿por qué vives con ella?

De los campos cercanos se escapaba el rumor de las chicharras.

—Para que no pueda olvidar.

Durante las vacaciones de verano, Olvido y Margarita se entregaban a la lectura de cuentos y poemas, sentadas en los sillones del porche bajo la luz de media tarde. Al principio era Olvido quien los leía a su hija, pero cuando ésta dominó la lectura, solía rogarle que la sustituyera —sobre todo si se trataba de san Juan de la Cruz—. Disfrutaba escuchando la voz de la niña, parecida al caudal de un río, mientras extraviaba los ojos azules en dirección al camposanto. También cocinaban pasteles y galletas, paseaban hasta el encinar del amor, se peinaban trenzas la una a la otra y se las adornaban con margaritas o madreselvas como si fueran hadas del bosque, plantaban tomates, lechugas o calabazas en el huerto y, por supuesto, tomaban el sol desnudas en el claro del jardín, aunque los habitantes masculinos del pueblo se rompían los huesos subiéndose a la tapia para contemplar cómo se bronceaba, junto a su bastarda, la mujer más bella del mundo.

Mientras tanto Manuela Laguna, destronada de su poder, las observaba a distancia para no despertar sospechas. Continuaba organizando matanzas de gallos. Eran tan brutales que los animalitos exhalaban líricas de espanto cuando Margarita regresaba a la casona roja. Las otras víctimas de Manuela —escolopendras, cucarachas y rosas— eran más afortunadas; sus ejecuciones no resultaban tan sangrientas como las de los gallos, así que le templaban menos la ira y no arremetía contra ellas con tanta frecuencia. Lo que en verdad deseaba aquella mujer consumida por la artritis era recuperar el dominio sobre su hija. Olvido aún no había cumplido los treinta; todavía estaba a tiempo de casarse con un hombre rico.

Las vacaciones de la niña transcurrían demasiado rápido para Olvido. Un año tras otro, cuando se acercaba la fecha de la partida, se planteaba la posibilidad de que su hija no regresara al internado. Entonces volvían a atormentarla aquellos sueños con ataúdes diminutos y blancos y fotos de niñitas muertas clavadas en las lápidas. «Deja que regrese a Madrid —Olvido hablaba sola mientras se hinchaba en la cocina de bollos de canela—. Estará más segura con las monjas, allí nadie le hará daño». A los pocos días, llevaba a su hija a la estación de ferrocarril y la entregaba a la señora educada y decente para que la acompañara hasta el colegio. La locomotora lanzaba un pitido blanco y el tren se ponía en marcha. «Adiós, hijita —musitaba hundida en un aliento de canela—, sé feliz». Los rieles gemían y los vagones contemplaban con sus ojos de cristal la tristeza de Olvido. Toda la estación comenzaba a olerle a musgo, a lluvia, a lavanda… Emprendía una carrera febril hasta el cementerio, se ocultaba en la cripta y, pasadas las seis, se acostaba sobre la tumba de Esteban hasta que de madrugada la despertaban los chillidos de las urracas. Con la boca llena de tierra y los dedos empapados de flores, retornaba a la casona roja. Manuela, atrincherada en la cocina desplumando gallos, la oía subir la escalera hacia el dormitorio de las encinas. «Ha vuelto a dejarla ir —se regocijaba afilando un cuchillo—. Bien hecho, hija, quizá en las próximas vacaciones tenga la oportunidad de ocuparme de ella», murmuraba chupándose las gotitas de sangre que le habían salpicado los labios.

Cuando Margarita Laguna alcanzó los trece años, Manuela cumplió su amenaza. Aquel verano llegó el cine al pueblo, como antes de la guerra. El racionamiento había terminado, regresaba al paladar de las ancianas el sabor de las lentejas sin gorgojos y el pan blanco. Los guardias no andaban por los montes buscando fugitivos y los jóvenes ya se podían gastar unas monedas en el cine. Se pasaba una única sesión los sábados por la tarde en la plaza. Por aquel entonces colocaba las sillitas de tijera un desgraciado recién salido de la cárcel que se bebía lo poco que ganaba para quitarse de la boca un gusto a balas y a muro de prisiones. Manuela lo descubrió una mañana apurando una botella de vino junto a la fuente. Esperó a que oscureciera y montó su artritis en la carreta en dirección al pueblo. En esta ocasión lo encontró dormido en un callejón, babeante y semidesnudo. El pueblo estaba sumido en la penumbra mágica del cine. Proyectaban
Bienvenido Mr. Marshall
. Manuela le dio un puntapié para despertarlo y cuando abrió unos ojos del color de las avellanas, le tiró al pecho un manojo de billetes.

—Machácala el cráneo con una piedra —le dijo.

—¿A quién, señora? —El hombre palpaba los billetes con una mano temblorosa.

—Machácaselo —insistió ella—. Quiero comprobar si tiene dentro los mismos excrementos que su padre.

—Pero qué barbaridades dice usted, señora. Puede que yo sea un miserable, pero no soy un asesino.

—Mañana a medio día lo serás —le contestó Manuela mientras le lanzaba más billetes contra el rostro—.Todo este dinero da para mucho vino, incluso para whisky. La matarás mañana sin falta, ahora te diré quién es y dónde puedes encontrarla.

El hombre dio un largo trago al vino de una botella y se guardó el dinero junto a las pulgas de sus pantalones.

Amaneció un domingo ardiente, agosto se pegaba a la piel. Cerca del mediodía los gorriones se amontonaban en las copas de los árboles buscando sombra y las abejas se desmayaban sobre las rosas. En el claro de madreselvas tomaba el sol el cuerpo casi adolescente de Margarita Laguna. El hombre encontró la verja abierta y se fijó en la leyenda de la cinta de muerto —
BIENVENIDO A LA CASONA ROJA
—. No supo leerla, pero sintió un escalofrío. Entre trago y trago a una nueva botella de vino, se adentró en la fertilidad del jardín. Intentaba recordar las indicaciones que le había dado Manuela. Dejó atrás el camino de piedras y margaritas. Conforme avanzaba hacia su destino, el corazón le exigía más vino. Varias veces fue a parar delante de la casa. Nadie lo vio. Al fin, después de atravesar el huerto, descubrió un claro cuyo aroma a madreselva lo embriagó más que el de un buen coñac y, en medio de aquel paraíso, vio a quien tenía que matar. Vio su espalda rosácea y larga, vio el perfil de lo que sería un seno, vio unas nalgas llenas de sombras por el juego de las pantorrillas y los pies, vio la melena castaña, vio la punta de una lengüita acompañando a la plumilla que se desplazaba por un cuaderno de dibujo… El hombre, en vez de sacar la piedra afilada que escondía en el zurrón, guardó en él la botella y se acercó a la niña desabrochándose los pantalones. Una nube ocultó el sol y el aire se tornó nauseabundo. Margarita escuchó un revuelo de hojas, se dio la vuelta —bajo el vientre tenía una sombra de vello trigueño— y encontró a un desconocido con los pantalones en los tobillos. No tuvo miedo. Sin soltar la plumilla observó la melena grasienta, la camisa manchada de vino y aquel ser que se alzaba entre sus piernas. Estallaron dos disparos. El hombre cayó de rodillas, miró a Margarita con ojos de recién nacido, extendió un brazo —deseaba tocar esa piel que parecía tan suave como el cristal de las botellas—, pero murió sin rozarla, sobre el dibujo de la niña, una granja con patos y vacas.

Olvido Laguna sostenía la escopeta de caza. Respiraba aprisa y las sienes le vomitaban fuego. Desde la ventana de su dormitorio había visto pasar al hombre tambaleándose en dirección al claro.

—Se ha caído encima de mi dibujo. —La niña miraba con curiosidad aquella muerte que olía a vino.

—Ya harás otro nuevo.

Al anochecer Olvido cavó un aguajero al pie de un peral y enterró el cadáver. El sudor le encharcaba el cuerpo. Le dolían los brazos y la espalda, pero aún no podía descansar.

Manuela se quitaba la bata cuando vio a su hija empuñando la palmeta de caña. No despegó los labios —el orgullo no le permitía ser la primera en desollar un silencio de siglos—, miró los ojos de Olvido —azul espada—, miró la palmeta —resplandeciente en unas manos nuevas— y esperó. Las cortinas del dormitorio estaban descorridas. Sintió la palmeta sobre la espalda una sola vez, y le asustó el sonido seco de la caña al chocar contra los huesos maltrechos. No gritó. La luz de la luna penetró violenta por la ventana y Olvido dejó caer al suelo la palmeta. El aullido de aquel instrumento al estrellarse contra las baldosas de cerámica le produjo náuseas, y se marchó al dormitorio de las encinas musitando un único deseo, la muerte.

Esa misma noche el cine de verano abandonó el pueblo. Varios de sus empleados buscaron por la taberna y las callejuelas al hombre que colocaba las sillitas de tijera.

—Estará durmiendo la borrachera en el primer sitio que haya pillado —dijo uno.

—Mejor estamos sin él —sentenció el dueño—. Si había bebido más de la cuenta, colocaba torcidas las filas y molestaba a los clientes.

El hombre se deshizo bajo el peral y sólo lo recordó Olvido cada vez que despertaba de una pesadilla con las manos sucias de pólvora. Desde que lo mató se había propuesto alejar a Margarita aún más de la casona roja, así que se trasladaba a Madrid a pasar las vacaciones de Navidad en una pensión donde dormía plácidamente. Sólo permitió que la niña regresara al pueblo durante las vacaciones de verano. Pero antes de partir a la estación de ferrocarril, colocaba la palmeta junto a la chimenea del salón. Su madre debía entender que ahora le pertenecía a ella el esqueleto de caña y, con él, el poder sobre ese hogar maldito.

12

E
l verano en que Margarita Laguna cumplía dieciocho años terminó los estudios en el internado de las monjas agustinas. Bajó la escalera que se despeñaba desde los dormitorios de las alumnas hasta el recibidor con láminas de santos y crucifixiones, una mañana de finales de junio; llevaba una maleta en cada mano, el pelo suelto con unos rizos marcados por una tenacilla, los ojos grandes y tormentosos y los labios pulidos con carmín rosa. No era tan bella como su madre, pero resultaba una muchacha muy atractiva. Vestía una camisa blanca con encajes bordados en las mangas y un cinturón ancho de goma y broche de lagarto. Completaban el conjunto una falda beis con vuelo de la época y unos zapatos de tacón terminados en punta.

Cuando Olvido Laguna la vio aparecer en el recibidor, apoyó la espalda en una lámina de santa Lucía y sintió ganas de llorar.

—Estás preciosa y tan mayor…, hija mía.

—Mamá, tenía muchas ganas de verte. —Margarita entrelazó las manos con las de Olvido—. Además, he de pedirte una cosa. No puedo esperar, tengo tanta ilusión… Es algo muy importante para mi futuro.

La mirada de la muchacha se hizo más ardiente y su madre vislumbró en ella la obstinación de Esteban.

—¿De qué se trata?

—Primero has de saber que si me dices que no, me moriré. —Frunció los labios.

Por una de las ventanas del recibidor penetró un rayo de sol, iluminó la arruga que vivía entre las cejas de Olvido y se estrelló contra la corona de ángeles de santa Lucía.

—Entonces iré a visitarte al cementerio y me comeré tus bollos favoritos encima de tu tumba para que te chinches.

—Mamá, estoy hablando en serio. Toda mi vida depende de tu decisión.

Las cicatrices que Olvido tenía en la espalda se estremecieron, y presintió que, tarde o temprano, influirían en el destino de Margarita.

—Si tu vida depende de ello es una gran responsabilidad —dijo con una voz débil.

—Se trata de París —anunció, por fin, la muchacha—. Quiero ir a la universidad de París a estudiar pintura. Sólo se puede estudiar pintura en París. Allí vivieron los grandes maestros contemporáneos, allí la pintura se respira en la calle. ¿Comprendes lo que intento decirte, mamá?

La madera que revestía las paredes del recibidor exhalaba un aroma cálido a barniz. Entre las láminas religiosas flotaba la quietud de unos labios. Olvido Laguna, absorta en la crucifixión cabeza abajo de san Pedro, repetía el nombre de aquella ciudad, París, París; París está muy lejos. Mejor, pensó. Llevaba varios meses sin conciliar el sueño y sin concentrarse en el amor que requerían sus guisos. Le preocupaba que Margarita, tras acabar el colegio, quisiera vivir con ella en la casona roja. Y, sin embargo, ese día de verano que chorreaba golondrinas, sus temores habían desaparecido al escuchar una sola palabra: París. Hasta esa ciudad nunca llegarían las garras de Manuela, el desprecio del pueblo, la maldición de las Laguna. No la tendré cerca —se lamentó—, no podré visitarla a menudo. —Olvido lamentaba ahora los manantiales de sangre que expulsaban las heridas del cuerpo de san Pedro—, pero estará a salvo estudiando pintura. Sonrió; el rostro del santo mostraba la paz de morir por quien se ama.

—¿Te encuentras bien? Dime algo, por favor.

Margarita acababa de descubrir que su madre yacía inmersa en la contemplación de la lámina.

—¡Hermana, tráigame un vaso de agua, se lo ruego, mi madre parece haber entrado en éxtasis!

La monja agustina que, encerrada en un chiscón con horarios de misas y rosarios, ejercía de portero, miró a Olvido Laguna y descubrió en sus ojos, más que la gloria de Dios, la telaraña de la nostalgia.

Tendré que reunirme con mi querido amigo el abogado, pensó ella, ajena a cuanto sucedía a su alrededor. Necesitaré bastante dinero para la universidad de la niña, la residencia, las comidas y demás gastos. Tendré que tenerlo contento.

—¡Mamá, bebe! —Margarita cogió el vaso de agua que le ofrecía la monja agustina.

—París —espetó, de repente, Olvido—. Me parece muy bien, hija. Irás a París y estudiarás pintura.

Margarita soltó el vaso que, milagrosamente, fue a estrellarse contra una lámina de san Lorenzo quemándose en la parrilla, y se acurrucó entre los brazos de su madre.

Durante dos años Olvido se escribió con su hija cada semana. Colgaba en las paredes del dormitorio, alrededor del cuadro marítimo, postales de la Torre Eiffel, de Notre-Dame, del Sacre Coeur, de los Inválidos, de los puentes sobre el Sena… En muchas Margarita se disculpaba por no regresar a la casona roja en las vacaciones de Navidad o de verano; siempre le surgía algún seminario o algún viaje de estudios que se lo impedía. «Haces bien, hija. No vengas. Aquí nunca serás feliz. No vengas. Disfruta de tu libertad en París», murmuraba Olvido mientras su vida transcurría demasiado lenta, como un río herido de muerte. Pasaba las mañanas en el jardín, aunque el invierno le cercara el corazón con un manto de nieve, cuidaba de los tomates, las lechugas y las calabazas, cuyo aroma se le metía cada vez más dentro de la piel, leía a san Juan de la Cruz junto a la piedra musgosa donde había reventado el cráneo de Esteban, barría el camino de piedras. El único lugar que jamás frecuentaba era la rosaleda. Esa maraña de flores con espinas y pétalos gigantes pertenecía a su madre.

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