El refugio era pequeño, paredes de piedra y tejado de pizarra. Ezequiel Montes decidió no llevar a Olvido dentro; en él sólo había un catre deshecho, una mesita y un hogar para calentarse por las noches y prepararse las comidas. La tendió en el prado, junto a la puerta, y se quitó el zurrón para ponérselo bajo la cabeza. En lo alto del cielo, el sol alumbraba el mediodía. Ezequiel Montes entró en el refugio y salió al poco rato con un frasco de cristal, un paño limpio y una taza de leche.
—Beba, le sentará bien.
Ella se incorporó y se tomó toda la leche. Después volvió a echarse en la hierba.
—Voy a quitarle los pinchos que se le han clavado en las piernas.
—Se lo agradezco. —Olvido se subió la falda por encima de las rodillas y juntó los muslos.
Sintió los dedos gruesos de Ezequiel Montes afanándose en arrebatarle los pinchos y el escozor de las heridas.
—Es la primera vez que me ocurre algo así, ¿sabe? Y llevo toda la vida paseando por estos campos.
—Esa zanja es peligrosa. A mí se me cayó una oveja hace poco, y salió con todas las patas arañadas. Bueno —se inquietó. —Aunque usted es mucho más bonita que una oveja… no quería compararla.
—Está bien. —Olvido sonrió.
El pastor le limpió las heridas con el paño y le echó el ungüento de tomillo; no se atrevió a pedirle que se descubriera los muslos.
—Ahora quedan los rasguños de los brazos y del rostro.
Ezequiel Montes se inclinó sobre ella. Hacía semanas que sólo trataba con la naturaleza y le tembló el estómago. Evitaba mirarla a los ojos, evitaba mirarla a los labios, se concentraba en las heridas. Del pecho del pastor manaba un vapor invisible que a Olvido le calmaba el dolor.
—¿Puede remangarse un poco la blusa?
—Claro.
Al descubrir los brazos se le encendió la piel.
—¿Vive lejos?
—En la granja que está junto a la carretera. —El pastor tenía las manos grandes, curtidas—. La que se llama la casona roja. Perdóneme, no le he dicho mi nombre, con lo amable que ha sido. Me llamo Olvido Laguna.
—La acompañaré a casa, Olvido.
—Ya le he entretenido bastante. —Se incorporó despacio hasta ponerse en pie.
—¿Puede andar?
—Sí. —Dio unos pasos. Tenía una pierna dolorida y cojeaba un poco.
—Voy con usted.
Ezequiel Montes guardó las ovejas en el redil y las dejó al cuidado de dos mastines. Después hizo que Olvido entrelazara un brazo con el suyo y se apoyara en él, y así comenzaron a descender por los prados, que inundaban campanillas malvas y amapolas. Se escuchaban a lo lejos los balidos de otros rebaños que se perdían entre cañaverales polvorientos y senderos de hadas, y el metal de los cencerros afilando la brisa. Las águilas sobrevolaban los perfiles de los serrijones que se alzaban a su alrededor. Ezequiel se mantenía en silencio, llevado por la costumbre: tenía cuarenta y cuatro años y era pastor desde la infancia. A lo lejos, más allá de los prados y la cañada que se internaba en el pinar, se distinguió por un instante la silueta de dos corzos dibujando cabriolas por la pasión del celo.
—Hoy no podré hacer la tarta de moras. Además, se quedó entre las zarzas la cesta donde las echaba —dijo Olvido.
—Mañana le cogeré un buen puñado y así no se quedará sin su tarta.
Las hojas de las hayas habían comenzado a desprenderse de las ramas; el aire era cálido y flaco cuando llegaron a la casona roja.
Santiago regresó del colegio a primera hora de la tarde y su abuela le contó lo que le había sucedido. El muchacho se preocupó por las heridas, se las lavó y desinfectó antes de acostarse, pero no por aquel pastor que había ayudado a su abuela, pues se imaginó que se trataba de Saturnino, un zoquete sesentón con fuerza de héroe que cuando se emborrachaba los domingos se dedicaba a balar en la plaza. A la mañana siguiente quiso quedarse en casa para cuidarla, pero Olvido insistió en que se encontraba bien y, finalmente, el chico se marchó al colegio. Pasadas las once, llamaron a la puerta. Ella sintió en el estómago el golpear de la aldaba; sabía que era Ezequiel Montes. Estaba recién afeitado y su cutis grueso resaltaba la delicadeza de los ojos verdes. Le brillaba el pelo, y se retorcía las manos enrojecidas de ordeñar bajo el rocío de la madrugada. Lo hizo pasar a la cocina.
—Encontré su cesta. —El pastor se la entregó repleta de moras.
—Con todas las que ha cogido, tendré lo menos para dos tartas. —Dejó la cesta sobre la encimera—. ¿Puedo ofrecerle un café?
Él aceptó y permaneció de pie observando cómo lo preparaba. Conocía la historia de aquella mujer bellísima, la historia de su familia y del fastuoso burdel que había albergado aquella casa a principios de siglo. Pero llevaba casi cuarenta años refrigerando el alma en el monte, y no le daba importancia a las habladurías sino a su corazón asilvestrado.
—¿Se encuentra mejor de las heridas?
—Ya casi no me duelen, y la pierna también mejoró con el descanso de la noche. Tengo que insistir en que fue usted muy amable. —Le entregó una taza de café y se sentaron frente a la mesa blanca que había sustituido a aquella donde Manuela descuartizaba los gallos.
—¿Trabaja usted sola en la granja?
—Me ayuda mi nieto, que ya está hecho un hombre; cumplió los dieciséis.
—Yo soy viudo. Mi mujer falleció de pulmonía antes de poder darme hijos. —El trago de café le supo amargo.
—Conozco lo que es perder a un ser querido. Lo lamento mucho, uno ya no vuelve a ser el mismo… —Le vino a la boca un puñado de tierra del camposanto y bajó la mirada.
Ezequiel Montes soltó la taza de café. Le habría gustado acariciarle el cabello y las mejillas, pero se limitó a apretarle una mano.
—Un lobo se come una oveja, pero quedan más que cuidar.
Ella lo miró a los ojos. Le agradaba el tacto templado del pastor, y respirar de nuevo el vaho invisible de su pecho.
—He de irme. Le agradezco el café y la charla. A veces pasan semanas sin que me cruce con alguien. —Retiró la mano y se puso en pie.
—Vuelva cuando lo desee.
Ezequiel parecía tener prisa. Olvido le acompañó a la puerta y contempló cómo se alejaba por el camino repleto de margaritas.
Cuando regresó Santiago, la encontró preparando una tarta de moras y la regañó por haber salido al monte sin haberse recuperado de la caída.
—Me las trajo el pastor —le dijo ella sin darle importancia.
—Qué de molestias se toma contigo el Saturnino.
—No fue el Saturnino quien me ayudó, sino otro pastor. Se le ve poco por el pueblo, se llama Ezequiel Montes.
Santiago le recordaba vagamente. Era un hombre silencioso y robusto del que se murmuraba que tenía la mirada y el instinto de los lobos.
—Esta tarde yo pensaba ir a cogerte las moras.—Frunció el ceño—. Ha sido muy amable, pero si vuelves a verle, dile que ya hay un hombre en esta granja. —Salió de la cocina y subió los escalones de dos en dos hasta su dormitorio.
Olvido se limpió las manos del jugo de las moras y le siguió.
—Dime qué te ocurre.
Él estaba echado en la cama con los ojos ausentes.
—No quiero que te pase nada, ¿comprendes? Quiero que siempre estemos juntos.
Se sentó a su lado, le acarició el pelo. Santiago apoyó la cabeza en su vientre y la apretó contra él.
Al día siguiente, tras marcharse Santiago al colegio, Olvido hizo la comida, arregló el huerto y fue en busca de Ezequiel. Era una mañana con niebla, los prados parecían espejismos y el recuerdo del pastor tan sólo un sueño. Como no le encontró cerca de la zanja, se dirigió al refugio. Caminaba apoyándose en un palo con cuidado de que no se le cayera una tarta. Al llegar a la majada, el cielo comenzó a despejarse. Divisó a Ezequiel sentado en una banqueta en la puerta del refugio, absorto en la lectura de un libro. Él levantó la vista, dejó el libro sobre la hierba y sonrió satisfecho. Una bocanada del viento que bajaba de las montañas revolvía el cabello de ella y el vuelo de su falda.
—Le he hecho esta tarta con las moras que me trajo.
Tenía las mejillas sonrosadas por el esfuerzo y la espalda húmeda de sudor. Sin embargo, cuando Ezequiel Montes se le acercó con un brillo indómito encerrado en los ojos, comenzó a tiritar.
—¿Tiene frío?
—Un poco. —Creyó que iba a ruborizarse y apartó la mirada. Luego le entregó la tarta.
Él le dio las gracias, se metió dentro del refugio y la dejó sobre la mesa que tenía junto al hogar. Después salió con una zamarra y se la echó a Olvido por los hombros.
—El viento empieza a ser fresco.
—¿Qué está leyendo? —preguntó ella sentándose en la banqueta.
—La Biblia.
Era un libro con tapas de piel negra, de hojas tostadas por el tiempo, por manos solitarias y noches con aullidos de fieras.
—Perteneció a mi padre.
—¿Es aficionado a la lectura?
—Sólo a la de la Biblia, no sé leer nada más. En ella aprendí y en ella me quedé.
—¿Y ha intentado leer otros libros, si me permite peguntárselo?
—Comprendo su curiosidad, pero cuando lo he hecho las letras se me juntan y no consigo entender nada. Sin embargo, la Biblia la he leído entera más de veinte veces sin ninguna dificultad.
Ezequiel se sentó en la hierba, arrancó una brizna y se la puso entre los labios. Entonces le contó a Olvido que su padre, párroco durante la juventud en una iglesita de Soria, colgó los hábitos al enamorarse de una muchacha, aprendiz de modista, que cada mañana acudía al templo a encender velas por sus progenitores difuntos. En su rostro titilaban las llamas de aquellos pequeños cirios concebidos para el recuerdo, y ardían unos ojos de gato montés que precipitaron a su padre al amor del tacto y la reproducción. Ezequiel no recordaba los ojos felinos: la muerte se llevó a su madre de una tuberculosis infecciosa cuando él sólo tenía cuatro años. Tras el entierro, su padre se trasladó al pueblo donde había nacido, y se hizo pastor para cuidar en las sierras del hijo, de las ovejas y de las penas. Ezequiel no asistió a la escuela, sus compañeros de juegos fueron los corderos y los mastines. Aprendió las letras con la Biblia y a contar con las ovejas: sumaba si les nacían corderos, restaba cuando se las comían los lobos. Al padre lo mataron los guardias a finales de los cuarenta al acusarle de vender leche y queso en el mercado negro. Lo fusilaron en un camino en el que, desde entonces, crecían amapolas y cardos borriqueros entre hierba sabrosa. Durante un tiempo tuvo guardados en una bolsita de cuero los casquillos de bala que encontró revueltos en el fango; si no hubiera sido tan joven, jamás los habría buscado como si fueran a devolverle lo que había perdido. Dormía con aquella bolsita bajo la almohada, y los casquillos estallaban en sus sueños y anegaban de pólvora y terror el refugio, mientras los lobos se comían los corderos sin que él hiciera nada para impedirlo. Hasta que una noche los casquillos dejaron de estallar, y Ezequiel mató a un lobo, por primera vez, con su escopeta de hombre. Al amanecer, se dirigió al camino y enterró la bolsita de cuero bajo las amapolas.
El pastor se aclaró la garganta, hacía muchos años que no hablaba tanto; hacía muchos años que no le escuchaba una mujer con los labios enrojecidos por la brisa. Se despidieron pasado el mediodía. El tintineo lento de los cencerros, los balidos de leche, los pastos rezumando un verdor que se revelaba distinto a los ojos de Ezequiel, lo empujaron a pedirle que volviera a visitarle otra mañana.
—Le tendré preparado un queso.
Sin embargo, la naturaleza fue lo primero que se interpuso entre ellos. Llovió apasionadamente a lo largo de varios días. El queso de Ezequiel Montes se agriaba en el refugio a causa de la espera. La leche fermentaba de impaciencia, y los hongos se asomaban a la corteza como el pastor a la ventana buscando, entre el temporal, la silueta de una mujer. Hasta que una tarde lo aplastó con la culata de su escopeta, y se enfrascó en la elaboración de uno nuevo. Cuando estuvo listo, se puso un capote de hule, guardó el queso cerca del corazón, y abandonó el refugio. Descendió por los pastos y atravesó cañaverales hasta internarse en la espesura de los pinos, y llegar a la casona roja.
Los goznes de la puerta de hierro chirriaban comidos por la herrumbre, las margaritas del camino inclinaban las corolas y morían aplastadas por las botas de un enamorado, la aldaba de oro y puño de mujer surgía en la puerta, resbaladiza. Olvido descubrió el rostro del pastor bajo un sombrero de ala ancha y cuero viejo.
—El queso ya no podía esperar.
Lo sacó de debajo del capote cuando ella lo hizo pasar a la cocina dejando tras de sí las marcas de agua de sus botas. Olvido lo tomó en sus manos y unos latidos le golpearon los dedos.
—Gracias —le dijo, pero nada más.
No se atrevió a hablarle de las últimas noches sumida en un duermevela de pólvora, sin saber si era la de la escopeta que disparó Manuela una noche de invierno, o la de los cartuchos de las balas sobre las que había dormido el pastor. No se atrevió a hablarle de que, al salir la luna, se echaba en la cama con dosel, donde unas pupilas amarillentas se reían de su desasosiego reciente por prados y rebaños. No se atrevió a hablarle de las mañanas con los ojos atrapados en las nubes, las botas de campo preparadas en el recibidor, la gabardina en el perchero ansiosa de su destino. No se atrevió a hablarle de las calabazas que se le habían muerto entre las manos mientras las cocinaba con el remordimiento de pensar en él, sin comprender cómo le había ocurrido. No se atrevió a hablarle de la melancolía con la que contemplaba las gotas de lluvia, la melancolía por la que le preguntaba su nieto, y por la que le había mentido por primera vez.
Ezequiel Montes se quitó el capote de hule y bebió café. Olvido le habló de lo fastidioso que era a veces el mal tiempo, de su huerto dotado de una fertilidad prodigiosa, de sus programas de cocina en la radio local, incluso encendió el transistor para que escuchara a Santiago recitando un poema de fray Luis de León con una voz ronca, presagio de su tormento.
—¿Vendrá a verme a la majada, cuando escampe, para continuar charlando? —La miraba con la intensidad de un lobo.
—Me gustaría mucho.
Se oyó el sonido de las brasas al desmoronarse en los fogones de carbón. El atardecer se deshacía en el cielo y la oscuridad asomaba tímidamente una lengua de estrellas. Ezequiel se puso el capote y el sombrero de ala ancha. Afuera, continuaba la lluvia.