La casa de los amores imposibles (32 page)

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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—Firme aquí, señora —indicó el cartero a Olvido Laguna mostrándole un recibo.

—¿Qué has comprado, abuela? —Santiago observó el paquete con curiosidad.

—Nada —contestó encogiendo los hombros.

El niño se fue a por la tijera con la que podaban las ramas de los árboles para cortar las cuerdas. Mientras algunas estaban endurecidas por una capa de grasa seca, otras se partían como mantequilla, enfermas por el moho y el tiempo. Cuando Santiago se deshizo de todas, utilizó un cuchillo para rajar la cinta adhesiva que unía el envoltorio de cartón. Olvido lo ayudó a desincrustarlo de las esquinas. Apareció ante ellos el retrato de una mujer hermosa. Estaba pintado al óleo, con trazos dolorosos, colores pastel, y una memoria infectada por el amor y el abandono.

—Eres tú, abuela.

Las mejillas de Olvido Laguna ardían en la cólera de sus recuerdos. En la parte de abajo del cuadro, en la esquina derecha, había una firma en letra negra como el cadáver de un grillo.

—¿No te gusta?

Ella no contestó. A sus pies había descubierto una carta; debió de caer al suelo mientras abrían el paquete. Le temblaron las manos al rasgar el sobre.

—¿De quién es, abuela?

—De tu padre.

—Lo sabía. —Santiago sonrió satisfecho. El papel de la carta estaba abarquillado; con sus manchas amarillas y perfume de limonada

—¿Qué dice? —preguntó el niño.

—No se puede leer. —Apretó los labios—. Debió de mojarse y se borró. Sólo se entiende al final el nombre de tu padre, Pierre Lesac, y la fecha.

—¿Puedo verla?

Olvido se la entregó. Estaba fechada hacía dos años. El cuadro había estado dando vueltas por Europa durante ese tiempo, perdido o engañando a su destino.

—Es el primer cuadro que veo de mi padre. Creo que es estupendo, parece un buen artista. ¿Puedo quedarme con la carta aunque esté borrosa? La guardaré junto a las otras.

Todos los años, por Navidad, Pierre Lesac enviaba a su hijo una felicitación desde París; en ocasiones incluso una foto. Algunas veces recordaba también su cumpleaños y mandaba una postal. «Besa a tu abuela —escribía siempre en una posdata—, y cuídala mucho».

—¿Crees que lo que ponía en la carta es que el cuadro es mi regalo de cumpleaños (bueno, de este no, sino de cuando cumplí diez) y como se perdió llega ahora?

—Estoy segura de que es tu regalo de cumpleaños. —Le acarició una mejilla.

—¿Dónde lo pondremos?

—Quizá podríamos guardarlo en el desván para que no se estropee.

—No, abuela, lo colgaremos en el salón; estás tan guapa…

A partir de entonces, el cuadro de Pierre Lesac les acompañó en las noches de cuentos. Olvido evitaba mirarlo para que no se le marchitara en los labios el final de las historias, para que en la lengua no le afloraran como hiedra los recuerdos.

Aquel verano, Santiago Laguna comenzó a desarrollar otra de sus habilidades artísticas. Dibujaba bien. Desde pequeño había disfrutado haciéndolo, aunque a los doce años ya se adivinaba que no estaba dotado de la maestría de su padre. El prefería los versos. Tumbado en el claro de las madreselvas, sin más abrigo que un calzoncillo, tomaba el sol junto a su abuela. Ella releía a san Juan de la Cruz y él armaba en un cuaderno los esqueletos de sus primeros poemas. Trataban de una nostalgia que aún no había conocido; tan sólo era una nostalgia que observaba e intuía en la naturaleza. Las ramas de las madreselvas que descansaban dócilmente unas sobre otras parecían guardar una ausencia, parecían esperar un regreso que las secaba y las hacía florecer de nuevo. Vivían y morían esperándolo, una y otra vez, en una condena perpetua en un círculo de nieve, hojas' secas y lamentos solares.

En cambio, Santiago era un muchacho que no esperaba nada, poseía cuanto deseaba. Desde que comenzó la escuela tuvo amigos, aunque nunca llegó a intimar demasiado con ninguno. Le gustaba jugar con ellos a las chapas, las pintaban de diferentes colores y echaban partidos de fútbol donde la pelota era un garbanzo o una canica. A veces jugaban al escondite en la plaza del pueblo, o a balón prisionero a las afueras. En una ocasión, el hijo del de las pompas fúnebres se atrevió a llamarle «maldito» durante un partido. Santiago, con los brazos enjarras, se rió en su cara y le dijo:

—«Tú» eres el desgraciado. Yo soy el único en este pueblo que ha nacido bajo la luz de los ángeles.

—Pues mi madre dice que tu bisabuela era una mujer de mala vida, y tu abuela también.

Santiago le arreó un puñetazo en el ojo y una patada en la espinilla. Dolorido, el muchacho intentó devolverle los golpes, pero Santiago le sentó en la tierra de un empujón. Ninguno de los chicos que los rodeaban salió en defensa del hijo del de las pompas fúnebres, ninguno se atrevía a meterse con Santiago Laguna, el más alto de todos, y el único con unos antecedentes sobrenaturales.

Sólo una hubo chica que se atrevió a llamarlo «maldito» y a meterse con su familia, la nieta de la florista. Santiago le dirigió una mirada intensa con sus ojos azules, se mordió los labios, y se marchó dispuesto a castigarla con el poder que, ya desde muy niño, había descubierto que poesía sobre el sexo contrario. A partir de entonces le guiñó el ojo mientras cantaba en la iglesia, le regaló flores silvestres, le hizo los deberes de ciencias, y cuando ella le pidió perdón, rendida por el amor, él le contestó con desdén:

—Me parece que ahora eres tú quien anda maldita.

Ése fue el único problema que tuvo con una chica, porque la mayoría de sus compañeras de colegio se morían por ser su novia. No sólo era el muchacho más guapo del pueblo, sino que además era divertido y cantaba como un ángel. Sin embargo, él nunca se había decidido por ninguna. Se llevaba muy bien con la nieta del boticario, una delicada niña de bucles rubios y ojos de corteza de árbol que bebía los vientos por él desde que a los seis años le dibujó en el brazo una ardilla azul. Algunas tardes, cuando no había programa de radio, se metían en la rebotica y Santiago la ayudaba a hacer los deberes, pues ella fingía ser torpe en literatura, ciencias naturales y química, las asignaturas favoritas de él. Encerrado en aquel lugar de azulejos relucientes, abandonaba los libros y convencía a su compañera para preparar en los morteros emplastos que curaban la sarna de los perros y lavativas de anís y agua de rosas para los gatos estreñidos. La rebotica quedaba sumida en el vapor de los elixires, restos de hierbas flotando en la niebla de su propia cocción, mientras la niña le contemplaba removiendo las mezclas.

Pero lo que más había deseado siempre Santiago era el amor de su abuela; y ella sólo vivía para él. El cariño del padre Rafael, enorme y contundente como su caminar por el mundo, suplía el cariño de papel de un padre que vivía lejos y nunca iba a visitarle.

A los trece años había perfeccionado lo suficiente la técnica de sus poemas y comenzó a leerlos en el programa de radio que se emitía los sábados por la mañana con un espacio para la cultura. El padre Rafael estaba orgulloso de que declamara sus versos en las ondas. El cura había envejecido; aun así aparentaba diez o quince años menos de los que tenía. En su familia los hombres se morían centenarios, pero no de viejos sino de aburrimiento. La mayoría lucían una salud titánica hasta el fin de sus días, ensombrecida, únicamente en algunas generaciones, por una miserable incontinencia urinaria. Ésta acababa de golpear al padre Rafael, y le desquiciaba los nervios y lo ataba a un orinal de porcelana con cada resquicio de tos, estornudo o risa. Había tenido que enseñar a Santiago el funcionamiento de la emisora de radio y, en muchas ocasiones, era el muchacho quien se ocupaba de pinchar el canto gregoriano o de leer los consejos religiosos que le dejaba escritos el padre entre folios y folios de insomnio, que la luz de la oración y del alba lograban resumir. Santiago pasaba tanto tiempo en el cuartito pegado a la sacristía que echaba de menos a su abuela. Por eso propuso al cura que ampliara la emisión de los programas culturales con un espacio dedicado a las recetas de cocina, del que se encargaría Olvido Laguna. A él le pareció una idea excelente.

La primera emisión tuvo lugar un sábado por la mañana. Olvido había aceptado sólo porque era incapaz de negarle algo a Santiago. Sentada ante el micrófono, con una berenjena atravesada en la garganta, comenzó a hablar de rebozados. Su voz pausada arrastraba la soledad de muchos años en el silencio de carnes, pescados y hortalizas, pero fue fortaleciéndose conforme se sumergía en la explicación de sus recetas. Lágrimas, venganzas, nostalgias, risas abandonaron la cocina de la casona roja y estallaron en el cuartito junto a la sacristía, saliendo despedidas por las ondas. La voz de Olvido era un torrente que empapaba el micrófono; acababa de probar las mieles de la comunicación y ya nada podía detenerla. Las amas de casa de las familias nobles se relamían, mordisqueaban el lápiz con el que apuntaban las recetas en un bloc, se refrescaban con las manos frías las mejillas, entornaban los ojos, en los saloncitos de encaje y café con leche. Mientras tanto, a las viudas del pueblo, reunidas en torno al transistor de la comadre más rica, se les empedraban los ojos de chismes, chasqueaban la lengua y asentían con malicia.

La vida social de Olvido Laguna, que se había desarrollado tímidamente con los saludos de algunos feligreses cuando Santiago comenzó a cantar en la iglesia, se convirtió en un hervidero de conversaciones culinarias. Las mujeres y cocineras de las familias nobles, o las esposas e hijas de los comerciantes, entre otras de menor abolengo, la paraban en la plaza, en las callejuelas, en la botica, para felicitarla por el programa, y para preguntarle dudas sobre un sofrito o un conejo encebollado. En la tienda de comestibles comenzaron a venderse calabazas y coles con un letrero que rezaba: especiales para las recetas de olvido. Su belleza parecía habérsele perdonado, milagrosamente. La invitaron a merendar a casa de los dueños de las pompas fúnebres. Su maldición se diluía entre rebozados y gozos de merluzas. La invitaron también a una matanza en la finca del alcalde. Dejaron de llamarla «la Laguna del muchacho muerto» para llamarla «la Laguna cocinera». Las hileras negras de ancianas la saludaban al pasar asintiendo como si ahora sí comprendieran su historia. Manuela Laguna, bajo el mausoleo de mármol rosa, se revolvía de satisfacción social; en cambio, la hermana de Esteban se envenenaba de rencor entre enganchones de medias.

Por aquella época se terminó la construcción del polideportivo financiado con la última voluntad de Manuela. En un bando municipal, que tuvo el beneplácito de casi todo el pueblo, se decidió respetar los deseos expresos de la difunta y se le puso el nombre de «Santiago Laguna». Para celebrar este honor del que muy pocos muchachos de su edad y vivos gozaban, la nieta del boticario le besó en los labios cuando elaboraba una cataplasma de romero y crema de menta con la que pretendía curar las picaduras de los tábanos. El muchacho recibió complacido la calidez de aquella boca pequeña, la saboreó como pulpa de albaricoque, la abrió con la lengua como si fuera a comerse una pipa, y curioseó en su interior enganchándola con la de la muchacha. Dejó de importarle la cataplasma, las manos manchadas con crema de menta se aferraban a una cintura adolescente, sentía en el rostro el revuelo cercano de los bucles rubios, la intimidad de un deseo que se escurría por las mejillas femeninas.

—Te quiero —le dijo ella— desde hace mucho tiempo.

Se condensaba en los azulejos de la rebotica el amor de la muchacha. Santiago volvió a besarla, la atrajo hacia sí con fuerza, y se le clavaron sus pechos duros como las conchas de los mejillones que echaba su abuela en la paella de los domingos.

—¿Me escribirás un poema? —le susurró en la oreja.

Aquella noche, encerrado en su habitación, ocultando a Olvido lo que había pasado por miedo a que se sintiera traicionada, no escribió un poema a su compañera de bucles rubios, sino al beso, que se había convertido en un ser independiente flotando por la habitación.

17

A
unque Santiago Laguna creía haber nacido sin el estigma de la maldición, el domingo en que conoció a Ezequiel Montes a la salida de misa una efervescencia de hielo le licuó los huesos. Despedía éste un aroma a jabón de lavanda mezclado con un dulzor de ovejas, que se le había metido en las arrugas de la frente y del cuello, y por mucho que se lavara no podía deshacerse de él. Santiago le estrechó la mano, la mano áspera y fría por el relente de octubre. Ezequiel le sonrió. Vestía un traje negro y tieso como una armadura y una camisa blanca sin cuello. Tenía un pelo castaño y abundante que se le ondulaba en las sienes aunque lo llevaba muy corto. Santiago era más alto que él; a sus dieciséis años se había convertido en un adolescente hermoso con una estatura de aguja de catedral semejante a la de su padre.

—Me alegra mucho que os conozcáis por fin —dijo Olvido tras presentarlos.

Ezequiel Montes la observó profundamente con sus ojos verdes de contemplar los prados, y ella le correspondió con una mirada tierna. Fue entonces cuando Santiago descubrió que, en vez de huesos, tenía ríos fluyéndole dentro de la carne, y maldijo la tarta de moras, las zarzas, los cencerros de las ovejas. Por primera vez en su vida se sentía el chico más desgraciado del mundo.

Una mañana de mediados de septiembre, mientras Santiago estaba en el colegio, Olvido había ido al monte en busca de moras para hacerle una tarta. El destino o una piedra con la que tropezó, hizo que perdiera el equilibrio y que se cayera en una zanja donde se hallaban los zarzales con las moras más espléndidas del fin del verano. Magullada y llena de pinchos, vio que en lo alto de la zanja aparecía una oveja con un cencerro colgado al cuello, y luego otra y otra más, con los ojos redondos y extraviados en el rumiar de la hierba. Tras ellas, surgió la silueta poderosa de Ezequiel Montes. Lo había visto en contadas ocasiones en la iglesia, o en la tienda de comestibles, aunque jamás le prestó atención hasta que le vio en lo alto de la zanja mirándola con las piernas abiertas, el zurrón atravesado en el pecho, tendiéndole la mano para ayudarla a salir, cogiéndola en brazos porque le costaba caminar. Le dijo su nombre con el desaliño de la soledad del campo, y se la llevó a su refugio en la majada, seguido de balidos neblinosos, para curarle las heridas.

—Le echaré un ungüento en los arañazos. —La voz le surgía de la garganta con una ronquera de lobos y estrellas.

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