Nada pudo impedir que los rayos del sol acabaran con la nieve del invierno, que los lilos se preñaran de racimos, que los gorriones se lanzaran al mundo con un trinar de manicomio, y los abejorros zumbaran entre las rosas como nanas de muertos. Nada pudo impedir que, ante estos síntomas ineludibles de primavera, Olvido Laguna se dirigiese a la majada una tarde y encontrara a Ezequiel Montes con el cuerpo aún oliéndole a cañaverales. Se saludaron despacio, como si se conocieran poco; se interponían entre sus ojos unos meses de silencio.
—¿Cómo te fue el viaje?
—Pensaba en ti y se me hizo largo.
No eran más de las siete, pero detrás de las copas de los pinos, Saqueaba una luna rodeada de nubes. Se tumbaba en el cielo la pesadez de una tormenta. Los meses de silencio desaparecieron, Ezequiel tomó a Olvido por la cintura y la besó en los labios mientras los iluminaba un relámpago. Abrazados, se encaminaron al refugio. Ardían en el hogar unos troncos de leña, la habitación respiraba como un atardecer y la sombra del catre se agigantaba en la pared temblando. Enseguida, les sobraron las ropas. Ezequiel parecía más fuerte y el sabor de su pecho era el del camino y el de la lana de las ovejas. En el monte se derretía ya una lluvia torrencial de primavera. Pero antes de que ésta empezara a empaparlo todo, Santiago llegó a casa de su programa de radio y, al no encontrar a su abuela, partió hacia la majada. Atravesó el pinar con las manos heladas. Subió las lomas de los prados sin importarle que lo escupiera el cielo, hasta que vio la silueta del refugio, con su humo negro en la chimenea y el resplandor del fuego escapándose por la ventana. Le chorreaba agua el pelo, se le pegaba la ropa a la piel con una frialdad de maldiciones, pero él ascendió el último trecho que lo separaba de su sospecha. Tembló cuando abrió la puerta de par en par y un filo de lluvia y viento sesgó los cuerpos desnudos que se amaban en el catre. Tembló al escuchar la proposición de matrimonio que, en ese instante, le hacía Ezequiel Montes a su abuela mientras arqueaba la espalda para separarse de unos pechos en los que estallaban unos pezones como mariposas. El muchacho se quedó lívido. Cayó la noche sobre su garganta y sobre el monte fiero. Se revolucionaron los mastines, ladraron, rastrearon el perfume de un lobo; Santiago dejó la puerta abierta y echó a correr por el prado que se llenaba de charcos.
Cuando Olvido regresó a la casona roja, la noche olía a la brutalidad de un amor prohibido. Se oyó el ulular de una lechuza, y los ladridos de un perro oculto en la rosaleda desde el siglo anterior. La casa estaba a oscuras, el recibidor parecía muerto. Ella ascendió por la escalera que crujía bajo sus pisadas; se agrandó el pasillo de la primera planta, por los balcones se filtraban las sombras, el silencio era como la nieve. Encontró a Santiago en la habitación de las encinas. Lo vio primero a través del vapor de unos ojos amarillos: tumbado sobre la cama, con su cuerpo había construido un feto, inmóvil, podrido de tristeza. Se guardó el nombre de su nieto dentro de los labios antes de acercarse a él, y descubrirlo con los ojos bañados de sueño, la piel brillante donde había cristalizado la humedad de la lluvia, el cutis liso y pavoroso de frío, la ropa dentro de la carne. Le costó trabajo dejarlo desnudo; tenía los miembros rígidos, y deliraba un aliento de fuego. Cuando le arropó con las sábanas y la colcha comenzó a temblar, se le fruncieron los labios amoratados, se le empequeñecieron los párpados. Parecía ebrio de pesadillas. Olvido se quitó la ropa, y con la piel de otro se tumbó a su lado, lo atrajo hacia sí, lo apretó para darle calor. Las lágrimas se le salían de los ojos como serpientes. Pensaba en qué sería de ella si lo perdiera en ese instante, porque el corazón del muchacho se desbocaba en la zozobra de la taquicardia. Vio a su nieto muerto y calado por la lluvia, y los reflejos de una nueva ausencia, de una nueva tumba en la que dialogar con los gusanos. Y se sintió una mujer despiadada por haberlo herido, por haberlo encontrado hecho un carámbano. Le cubrió el rostro de besos, se ahogó en la desesperación de la noche templada, le besó más, perdió el sosiego y la razón y se le escapó un quejido de abrazos que les juntaba las carnes, y una cantinela de «no sufras más mi niño» mientras él despertaba del delirio con los labios cargados con dos generaciones de amor, y los hundía una y otra vez en los de ella, y se desplomaba de nuevo en el delirio, y soñaba con un fuego sin rayos de luna y se quemaba con el ímpetu que le enderezaba el deseo, y despertaba reconociendo a su abuela en las caricias, y lloraba, y ella lloraba más, se consolaban mutuamente con un rumor de besos, de chasquidos de cuerpos que no debían encontrarse nunca; y se fundieron en un retozar de «no puedo vivir sin ti», de «ni yo sin ti tampoco», de buscarse rincones en la piel y de amarse en todos ellos. Las estrellas entraron en la habitación e iluminaron un presagio: el dosel púrpura danzaba como en los tiempos del prostíbulo, y en una esquina, dorada, Clara Laguna reía y se ajustaba la liga en un muslo invisible.
A las seis de la mañana Santiago despertó con los labios en carne viva por la demencia de la fiebre, del amor y la lluvia, pero a su lado la cama estaba vacía. Se le quebró la desnudez cuando llamó a su abuela entre las sombras y resplandores de lo que confundió con el alba; no obtuvo respuesta. De pronto se sobresaltó. Un tufo a humo invadía la habitación y le oprimía la garganta. Se asomó por la ventana y el sueño que creía vivir se transformó en su pesadilla. Había fuego en el establo, un fuego inmenso que intentaba devorar las nubes. Los ojos de Santiago se enturbiaron de miedo. Buscó a Olvido por las habitaciones de la primera planta mientras la llamaba, esta vez, desgañitándose el alma. No la encontró. El silencio de la casa se convertía en un humo negro que se colaba por todas las rendijas con un ansia desoladora. Bajó los peldaños de dos en dos, tropezó con los últimos y rodó hasta las losetas del recibidor. Se lastimó las rodillas. Sin prestar atención a los cortes, cojeó hasta la puerta, intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave. Corrió como pudo hacia la cocina, quitó el cerrojo de la puerta que daba al huerto, y sobre las lechugas y calabazas relucieron filigranas de sangre. Percibía el crepitar gigante de las paredes del establo, los relinchos del caballo que alguien había liberado de su cuadra, y trotaba por el jardín con las crines incendiadas de viento. Se cruzó un par de veces en el camino del muchacho, que se dirigía jadeante hacia el corazón del fuego, como si tuviera órdenes de impedirle llegar hasta las llamas. Santiago lo esquivó y siguió adelante mientras le hervía la carne y el humo se la ennegrecía. Cerca de las puertas del establo, reconoció abandonadas en la hierba la bata y las zapatillas de Olvido, como si ella hubiera querido entregarse desnuda a la muerte. Las recogió y se las llevó hasta el pecho. Entonces pasaron por delante de él cuatro ovejas que se habían escapado de los corrales, y las vio alejarse con sus balidos apocalípticos. Las paredes del establo se derrumbaron en un espumarajo de fuego y Santiago cayó sentado sobre la tierra, y allí permaneció hasta que llegaron los bomberos con sus sirenas para impedir que se quemara la casa, la rosaleda, el monte. Durante días, tapado con la manta que le echaron por encima y sin hallar el menor rastro del rayo de luna que apagaba el incendio de sus sueños, vio pasar al pueblo entero en procesión ante su pena para darle el pésame, y contemplar con sus ojos la tumba en la que debía yacer la mujer más hermosa del mundo, porque, por más que la buscaron, no pudieron encontrar el cadáver ni un solo hueso chamuscado. El padre Rafael le daba de comer y de beber, le limpiaba el desconsuelo de las heridas, le velaba por las noches orinándose detrás de las hortensias, esperando paciente a que el muchacho estuviera listo para llevárselo a vivir con él.
Ya no quedaba ninguna mujer Laguna a quien salvar; sólo un joven sentado sobre la tierra blanda, un bulto que atravesaba la primavera y al que trepaban los grillos para aparearse en las noches más cálidas, y mientras el olor a fuego roto, a ceniza húmeda, a cementerio de dragones.
«C
uentan que en tiempos remotos un muchacho llamado Esaín desafió al mar y lo amarró a un eucalipto durante cien días. Cuentan que sucedió porque, desde tiempos más remotos aún, existía una alianza entre el mar y los hombres de un gran pueblo. Cada luna llena de agosto, su jefe depositaba en una playa dorada unas ropas de pescador. Pasada la media noche, el mar llegaba hasta ella con una ola gigantesca, empapaba las ropas y adquiría forma humana. Embutido en unos pantalones de franela y una camisola blanca, se paseaba por las calles y las plazas del pueblo, se bebía el vino de los toneles que encontraba a su paso y yacía con las mujeres más bellas. A la salida del primer rayo de sol, regresaba a la playa y se despojaba de las ropas mágicas para que ese cuerpo, aún ebrio de vino y carne, se deshiciera en una ola. A cambio, el mar le había regalado a cada hombre unas lágrimas para que las llorasen cuando estuvieran tristes —nada aliviaba tanto sus desgracias—, además de comprometerse a respetar la vida de los pescadores.
»Un año aciago murió el que era jefe por aquel entonces y lo sucedió Esaín, su hijo primogénito. Era un muchacho valiente que desde muy joven había destacado por su habilidad y fuerza en la lucha cuerpo a cuerpo, y por la nobleza de su corazón. Esaín tenía una hermana menor, y al morir el padre y ser huérfanos de madre, tuvo que ocuparse de ella. La niña tenía un nombre que se pronunciaba en cuatro lenguas distintas y, con sólo once años, una hermosura sin igual y una voz que embrujaba hasta a las propias sirenas. Salía cada mañana, con la primitiva luz del alba, a cantar en la playa dorada y a bailar sobre sus dunas con unos cascabeles prendidos de los tobillos y unas cintas en las muñecas. El mar la miraba con sus olas —la esbeltez de la figura, el pelo negro en la brisa como bandera pirata—, y la escuchaba reír y la escuchaba soñar con unos ojos oscuros que siempre lo contemplaban. Por las tardes, cuando la niña volvía a su casa, una construcción de piedra rodeada de eucaliptos en lo alto de una colina, la marea se escapaba de la playa, atravesaba las calles y las plazas y llegaba hasta su puerta como una lengua menuda y callada, y trepaba por la pared para asomarse a la ventana y mirarla dormir acurrucada en su lecho. El pueblo comprendió que era la primera vez que el mar se enamoraba. Esaín, consciente de esa verdad, temió que cuando se convirtiera en hombre poseyera a su hermana y luego se la llevara a las profundidades donde él no podría verla nunca más. Por eso, al llegar la luna llena de agosto, dejó en la playa los harapos de un vagabundo. Como siempre había sucedido, el mar, protegido por la luna, empapó las ropas. Sin embargo, conservó su cuerpo líquido y frío. Furioso por aquella traición que rompía la alianza, anegó con una tempestad casas, calles y campos mientras preguntaba a los hombres del pueblo, con una garganta de espuma, el motivo de aquel engaño después de tantos siglos vividos en paz. Ellos, atemorizados, confesaron quién era el culpable y dónde vivía, pero no se atrevieron a explicarle nada más, por si su furia aumentaba y los despedazaba entre sus olas. Enseguida reconoció el mar la casa del traidor como la casa de la niña que adoraba, pero esta vez se encaramó en lo alto de la colina con una ola que bramaba con violencia y lanzaba al aire retazos de algas. Esaín y su hermana ya se habían internado en el bosque de eucaliptos huyendo de él. En el cielo las nubes se arremolinaron formando cúmulos, y la luna palideció como el rostro de un muerto. El mar avanzó tras ellos por el bosque, y en las copas de los eucaliptos quedaban caracolas, salivazos de espuma y peces boquiabiertos. Les seguía fácilmente el rastro; la niña lloraba asustada y el mar percibía el olor de las lágrimas, pues era el mismo que el de sus aguas. Les alcanzó cerca del acantilado donde terminaba el bosque. Esaín puso a salvo a su hermana tras unas rocas, y se enfrentó a aquel monstruo que rugía un viento huracanado.
»—Si querías ser un hombre, lucha como tal —le dijo Esaín arrojándole las ropas mágicas que llevaba ocultas en un zurrón.
»La luna llena palideció aún más cuando las olas rompieron contra las ropas sumergiéndolas en un estruendo de espuma, y el mar se transformó en un hombre robusto con mirada de hielo.
»—Aquí me tienes, muchacho. Ahora vas a pagar por haber intentado que no goce más de vuestro vino y de vuestra carne caliente.
»Se sumieron en una batalla feroz. Aunque el muchacho era fuerte y diestro en la lucha, el mar le superaba; en sus brazos encerraba el poder de las tempestades. Le tiró al suelo y le apretó el cuello con la intención de ahogarlo. Entonces salió de su escondite la hermana del muchacho, y le miró con sus ojos oscuros. El mar sintió cómo el amor le debilitaba los brazos; Esaín aprovechó para echarse sobre él e inmovilizarlo en el suelo.
»—¡Baila! —ordenó a su hermana.
»La niña danzó como lo hacía en las dunas al amanecer. La carne del mar se convirtió en una fragua. Rápidamente, Esaín le soltó para no abrasarse y ordenó a su hermana que detuviera el baile. Entonces habló en la lengua de los árboles a un inmenso eucalipto centenario, que sacando de la tierra unas raíces amarró el cuerpo del mar a su tronco. A la mañana siguiente, Esaín le rodeó con unas cadenas los brazos y las piernas, y el mar quedó prisionero a merced del sol y los vientos. Muy pronto, comenzaron a sufrir los hombres del pueblo las consecuencias. Según iban pasando los días, la vasta superficie que había ocupado el mar y que se desdibujaba en un horizonte efímero se convirtió en un desierto donde no fue capaz de crecer ni una mala hierba. Los barcos de los pescadores se convirtieron en esqueletos de madera y sal, y los hombres perdían la memoria de sus vidas conforme se les iba olvidando el sabor del pescado. Las tristezas fueron más tristes que nunca porque se les habían secado las lágrimas para llorarlas. Los más ancianos se hicieron invisibles y una hambruna plateada como la luna de agosto azotó los hogares y los corazones de los que en ellos moraban. Pasados cien días, los hombres se congregaron ante la casa de Esaín en lo alto de la colina, y le rogaron que liberara al prisionero. El muchacho, que también sufría los males, accedió a sus súplicas.
»En el acantilado encontró a su hermana, bailando y cantando alrededor del mar, mientras él lloraba costras de sal y las cadenas se ponían al rojo vivo chamuscándole la carne de hombre. Durante los cien días, la niña fue la única que se preocupó de mantenerlo con vida. Le había alimentado cucharada a cucharada como a un enfermo, le había dado de beber y le había protegido del sol con un sombrero de paja.