El nuevo médico del pueblo, un joven rubio aquejado de alopecia y de una asombrosa miopía arrebujada tras unas gafas metálicas, se acercó a la casona roja para diagnosticar el mal que afligía a Santiago. Le examinó el vientre con unos dedos largos, y lo halló contraído, como si quisiera escabullirse de su tacto. También le examinó las amígdalas, rosadas como agallas de merluza, y los oídos donde descubrió un tapón de cera que le extrajo con una trompa plateada y un chorreón de agua.
—Es un muchacho sano —le dijo, finalmente, a Olvido—. Esos vómitos son cosa de nervios. Que salga a pasear y, si los síntomas continúan, dele un vaso de bicarbonato con tres gotas de limón cada ocho horas. Si los nervios no se templan hay que ayudar a purgarlos.
Aquella noche no hubo cuentos frente a la chimenea sino purgas de bicarbonato. Olvido se acostó temprano en la habitación de las encinas; quería perder de vista la ventana tapiada de su dormitorio, y pensó que Clara Laguna podría darle algún consejo para que el muchacho comprendiera la amistad con Ezequiel Montes. Se imaginó al pastor leyendo la Biblia en una soledad de lobos, inapetente, sin afeitar y enamorado; el cabo de vela deshaciéndose sobre la mesita y él tumbado en el catre de hierro, esperándola. Hacía más de una semana que no le veía, desde que Santiago comenzó a vomitar. Las meriendas de los domingos se habían suspendido y también las visitas de Ezequiel entre semana para llevarles un queso, leche fresca o tomarse un café en la cocina.
Apesadumbrado por el bicarbonato con limón que le hacía descubrir una nueva dimensión de su estómago donde cabía la añoranza de Olvido, Santiago fue a buscarla a su dormitorio, pero al no hallarla allí se dirigió al de Clara Laguna. Por unos instantes, contempló la silueta de su abuela dibujada bajo el dosel púrpura, luego se acostó a su lado sin decirle nada, le abrazó la cintura y se durmió. Por una de las paredes descendía el frufrú de una bata de encaje.
Fuego. Ésa fue la primera noche en la que Santiago sonó con unas llamas que lo rodeaban estrechándole la garganta, pero el sueño finalizaba ahí. Despertó en un alarido de sudor y los ojos extraviados en la púrpura. Se aferró a la carne de su abuela y ella lo tranquilizó con besos, y lo acunó como cuando de niño le despertaban las pesadillas en las que veía a Manuela Laguna babeando el mar azul del veneno que se la llevó a la tumba. Permanecieron así más de una hora, abrazados, compartiendo secretos en el amanecer silencioso que se filtraba por los cristales. Más tarde, durante el desayuno de pan tostado, Santiago tuvo la certeza de que aquellas llamas pertenecían al infierno del que hablaba el padre Rafael en el pulpito acorazado por su peso prehistórico. Se sintió culpable de abandonar al cura a su suerte en el cuartito de la sacristía, rodeado de orinales, tesis teológicas que escribía en la lucidez de la madrugada, y vinilos de gregoriano, réquiems y misas solemnes. Se negó a tomarse el medio vaso de bicarbonato con limón, y no le costó trabajo retener en el estómago la cena de la noche anterior y la rebanada de pan y manteca.
—Me voy para la iglesia, abuela —le dijo después de beberse el último sorbo de leche—. El padre Rafael me necesita. No ha estado bien dejarlo así.
—Él no te lo habrá tenido en cuenta. Te quiere tanto…
—Y mañana iré al colegio.
El muchacho se puso un chubasquero y unas botas de goma porque había amanecido un cielo de nubes grises. Fue a despedirse de Olvido, que seguía en la cocina atareada en despellejar un conejo para el almuerzo, y la encontró sonriendo a la sangre y a los mechones de piel que se escapaban del cuchillo.
Se alejó por la carretera de tierra. Sabía que Olvido iría a encontrarse con Ezequiel Montes, y sintió una puñalada en el pecho y que los huesos se le convertían otra vez en agua de montaña. Pero necesitaba ver al padre Rafael y solucionar sus asuntos con el infierno. Conforme caían las primeras gotas de lluvia, se puso a pensar en la nieta del boticario, su compañera de bucles melancólicos cuyos pechos habían pasado de ser conchas de mejillones para paella a magdalenas con costrones de azúcar. Aún continuaban besándose y tocándose en las tardes de deberes de la rebotica, entre bálsamos, pomos de porcelana y cocciones medicinales, aunque jamás se había atrevido a contarlo al padre Rafael o a su abuela. Santiago pensó que podría renunciar a aquellas tardes que le desbocaban la adolescencia dentro de los pantalones, si a cambio Dios separaba a Olvido de Ezequiel Montes. Al fin y al cabo, se decía mientras el agua le golpeaba en la frente, todo lo que me está ocurriendo sólo es una equivocación, yo no he nacido para la desgracia.
El padre Rafael se alegró tanto de verlo que tuvo que salir corriendo al baño. Retumbó la iglesia bajo sus zancadas, pero ya no retumbaba como antes; la enfermedad le había menguado y su paso por el mundo no resultaba tan escandaloso. Santiago lo esperó en el cuartito de la radio; estaba más ordenado de lo que imaginaba. En una de las esquinas se alzaba una estantería nueva con la colección de música sacra que había adquirido el padre Rafael, y los vinilos estaban clasificados por escolanías o autores.
—¿Cómo estás, muchacho? —le preguntó el padre cuando regresó del baño envuelto en una sotana con remiendos.
—Quiero ayudarlo otra vez con la radio y con las misas si hace falta. Por ahora no me encuentro con ganas para hacer los programas, pero puedo pincharle la música.
—Hijo, qué alegría. Ya estaba pensando en buscar a otro muchacho que te sustituyera; sólo mientras te recuperabas, claro.
—No lo busque, padre, aquí estoy. Pero he de decirle que esta noche creo que he soñado con el infierno.
—Ese lugar no está hecho para ti, muchacho —le contestó el cura revolviéndole cariñosamente el cabello.
Cuando regresó a casa a la hora del almuerzo, encontró a Olvido con las mejillas arreboladas y en los pies las botas de campo.
—Aprovechaste para subir a la majada y visitar a tu amigo el pastor —afirmó Santiago.
—En unos días, cuando llegue la niebla de difuntos, tiene que marcharse a Extremadura con las ovejas, y no regresa hasta la primavera.
Olvido sabía que los pastores conducían sus rebaños hacia las dehesas de Extremadura, porque los fríos eran más benignos que en aquella sierras, y regresaban una vez que habían cedido las heladas. Sin embargo, hasta esa mañana en que se lo había anunciado Ezequiel Montes, no fue consciente de ello. Echaría de menos sus conversaciones sentados junto a la puerta del refugio, sus paseos por los prados, y los abrazos y los besos de aquel hombre en el desorden del catre de hierro.
—Invítalo a merendar este domingo para despedirnos —le propuso Santiago.
Se alegraba al pensar con qué premura le había hecho caso Dios alejando a Ezequiel Montes de su abuela. La mitad de un otoño y un invierno entero le pareció tiempo suficiente para que ella le olvidara. Ahora no le quedaba más remedio que cumplir su parte del trato y renunciar a sus juegos con la nieta del boticario.
Ezequiel Montes llegó a la casona roja con su traje duro y su cabello repeinado con agua de colonia. Los ojos verdes le centelleaban ya de ausencia mientras observaba a Olvido sirviendo el café y ordenando los bollos de canela en unas bandejitas de porcelana. Habló de su viaje por la cañada, de las sabrosas tierras donde los pastos no se cubrían de nieve y los encinares convertían el paisaje, al anochecer, en un mundo de sombras gigantescas. Santiago se mostró amable durante la velada. Le preguntó sobre el tiempo que le llevaría alcanzar Extremadura, y sobre los pueblos que atravesaría y otros detalles que no le interesaban en absoluto.
Pasadas las ocho de la tarde, Ezequiel dijo que tenía que marcharse. Santiago se despidió en el salón y dejó que fuera su abuela quien le acompañara hasta la puerta. Escondido en una esquina del pasillo que comunicaba con el recibidor, los vio besarse apresuradamente, palparse el rostro como si las manos fueran la memoria que después habría de recordar, y abrazarse bajo el filo de oscuridad que cortaba sus cuerpos a través de la puerta entreabierta. Le costó mucho trabajo apartar aquella imagen que lo había lastimado, y después de la cena, cuando su abuela y él se sentaron frente a la chimenea para contarse cuentos, tuvo que reprimir los deseos de incluir en alguno a aquellos traidores responsables de las más horribles congojas.
Al día siguiente, cuando las campanas de la iglesia tocaron las ánimas, Ezequiel Montes partió con el rebaño y los mastines, dejando el pueblo atrás como una nube que sobresalía del amanecer.
Noviembre se adentró en las sierras y los bosques. Soplaron los vientos en los que cantaban los tilos, los serbales de los cazadores incendiaron sus hojas, las hayas se tornaron amarillas, los helechos, castaños. El otoño avanzaba húmedo y multicolor hacia el invierno.
Los huesos de Santiago fueron de nuevo huesos. Volvió a cantar en la misa de los domingos subido en la tarima con una voz aún convaleciente, más ronca, pero también más hermosa; volvió a recitar los evangelios y los poemas de santos por las tardes y a informar de los horarios de misas, catequesis y convivencias sin equivocarse. Lo único que no fue capaz de hacer fue escribir versos, ni sobre la naturaleza ni sobre los traidores. Le había pedido a su abuela que algunos días de la semana fuera a buscarlo al colegio y le acompañara al cuartito de la sacristía durante los programas. Ella se sentaba en una silla y lo miraba atentamente mientras recitaba ante el micrófono, pero, a veces, Santiago sentía sus ojos lejanos, absortos en otro lugar a pesar de seguir fijos en los suyos, y le dolía que pudieran haber viajado hasta Extremadura, hasta aquel hombre rudo perdido en las dehesas. Sin embargo, Olvido no daba muestras de tristeza por la ausencia del pastor. El único cambio que se apreciaba en su vida era que iba más frecuentemente al cementerio. Visitaba siempre la tumba de Esteban y la de su hija, y en contadas ocasiones, el mausoleo erigido a Manuela en la parte nueva del cementerio. Este constaba de un templete de mármol rosa con forma hexagonal sustentado por columnas jónicas, en cuyo centro amanecía una diosa enguantada. En el pueblo se murmuraba que tenía tumba de lo que había sido, una fulana venida a más por las flaquezas de la carne. En aquella época del año la tumba estaba siempre solitaria, pero durante los meses de primavera y verano el mausoleo era frecuentado por entomólogos de toda la provincia e incluso de la capital, pues, en esas fechas, peregrinaban hasta él miles de insectos —principalmente escolopendras y grillos—. Los científicos aún no habían encontrado una explicación razonable a ese fenómeno. Hileras interminables de bichos ascendían por la colina del camposanto con una obstinación religiosa, aunque los niños del pueblo se entretenían tirándoles piedras para romper sus formaciones de soldados, los perros vagabundos los olisqueaban con los hocicos húmedos y las procesiones de entierros estivales los pisoteaban con furia para vengar la pena.
Cuando llegaron las primeras nieves, Santiago notó a su abuela cada vez más despistada. A veces se le quemaban los guisos porque los olvidaba en los fogones, otras mezclaba ingredientes de los postres con los de los primeros o los según dos platos, y cocinaba sopa castellana con azúcar y canela o albóndigas con crema de limón. Entonces comenzó a hablar a su nieto de la vida de Ezequiel Montes, de su infancia sumando corderos y restándolos por los colmillos de los lobos, de su extraordinaria habilidad para leer la Biblia siendo analfabeto ante cualquier otro libro, de la bolsita donde había guardado los cartuchos de las balas que mataron a su padre y cómo durante años había dormido sobre ella. Los huesos de Santiago se resintieron y los vómitos retornaron a las mañanas, los traidores a los cuentos de Manuela Laguna y el fuego a sus sueños. Sin embargo, en esta ocasión Santiago no temió que las llamas pertenecieran al infierno; aunque continuaban acorralándolo como en el primer sueño, se extinguían, de pronto, fulminadas por un rayo de luna. La luz del astro le envolvía en un incendio albino y entre aquellas llamas frescas se le aparecía el rostro de una mujer. Durante varias noches sólo logró distinguir unos cabellos castaños desbaratados en una melena de ondas. Pero conforme ese sueño fue arraigando en sus entrañas, otra noche logró distinguir una frente lisa, y otra unos ojos negros que alimentaba la tristeza. Al día siguiente se obsesionó con los trozos de carbón de la estufa, comió como un loco aceitunas negras y los calamares en su tinta que le cocinó Olvido sin comprender el repentino deseo de su nieto por deglutir cuanta oscuridad se le pusiera a su paso. Pasaron varios días hasta que volvió a asaltarle el sueño. Había intentado dormirse en cualquier parte, tumbado sobre el pupitre del colegio, escuchando el canto gregoriano y los réquiems que pinchaba en la radio o a su abuela mientras relataba el final de los cuentos. Ya no le asustaba el fuego que surgía en un principio. Ansiaba descifrar el rostro completo de la mujer que aparecía después, ansiaba contemplar qué había más allá de los ojos que lo mantenían cautivo. Una tarde, tras el programa de radio, se acurrucó en un banco del oratorio a santa Pantolomina de las Flores, y el velo de la luna cayó de las pupilas negras de la mujer dejando al descubierto una nariz pequeña y recta. Entonces cogió por costumbre sestear un rato en ese lugar, y una cabezada le regaló los pómulos geométricos y las orejas, una noche de ventisca en la que no pudo regresar a la casona roja hasta la madrugada. Cuantas más facciones contemplaba de ella, más desconocida le resultaba y también más hermosa. Cuando sólo le faltaba por descubrir los labios y la barbilla, Olvido decidió no mencionar a Ezequiel Montes hasta la llegada de la primavera para dedicarse por entero a cuidar el amor de su nieto como llevaba dieciséis años haciendo. Regresaron los juegos y las bromas en la cocina, los pezones embadurnados de salsas, los paseos entre la nieve de los montes, y las tardes mirándose en el cuartito de la sacristía, mientras el pastor, solo en las tierras de Extremadura, contaba los días para regresar a Castilla, y la muchacha de bucles melancólicos se deshacía en llantos en los elixires de la rebotica después de que, una mañana de colegio, Santiago se le acercara en el recreo y, comiéndose un bollo de canela, le dijera sin más:
—Ya no podemos besarnos ni tocarnos, ni siquiera hacer los deberes juntos. Tuve que sacrificarlo todo por algo más grande, pero tú nunca podrías entenderlo.
Los sueños de fuego cesaron sin más, y por mucho que Santiago se empeñó en hacerlos regresar, fue inútil. Sin embargo, se le quedó agazapado en el corazón el rostro incompleto de la mujer.