La casa de los amores imposibles (18 page)

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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

BOOK: La casa de los amores imposibles
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La última luz de la tarde que se escurría por el ventanuco redondo iluminaba una cesta repleta de tesoros del mar: conchas, caracolas, collares de algas y esqueletos de peces. Después de que ese resplandor se desvaneciera, un torrente de luciérnagas invadía el desván; parecían soldados de oro celebrando la victoria de una batalla. Ese era el mejor momento del día para visitar el desván, el más hermoso. Sin embargo, Olvido no pudo visitarlo hasta la medianoche, cuando su madre roncaba la ración de láudano. Descalza y alumbrándose con una vela, subió las escaleras desvencijadas. Aunque era la primera vez que ascendía hasta esa parte de la casa —su madre se lo prohibió siendo aún una niña—, el camino le resultaba conocido. Sabía qué buscaba y dónde encontrarlo. La guiaba una brisa de encinas. Cuando entró en el desván, las estrellas se apelotonaban en el ventanuco. Se dirigió hacia la montaña de orinales y fue depositándolos uno a uno en el suelo. Cada orinal tenía escrito en el asa el nombre de una prostituta: Tomasa, Ludovica, Petri, Sebastiana… Los ojos de Olvido estaban empañados por un reflejo amarillo. Al quitar de la montaña el orinal de Petri se le vinieron encima los que quedaban. Una algarabía de porcelana blanca sepultó sus pies, pero no se inmutó. Un pequeño arcón surgió ante ella y el nombre de Clara, grabado en bronce, refulgió sobre la tapa. Dentro de aquella reliquia se pudrían las únicas pertenencias de su abuela que lograron sobrevivir al terror de la decencia. Olvido levantó la tapa —una bocanada a tumba de mujer le acarició el rostro— y sacó del arcón los pantaloncillos que llevaba puestos Clara Laguna la tarde en que se entregó al hacendado andaluz. Estaban manchados de la primera vez. Después sacó una peineta de concha con incrustaciones de plata, la favorita de su abuela, y un libro encuadernado en piel. Notó un retortijón y supo que ese último objeto era su destino. Lo acarició y, en el ventanuco, entre las estrellas y el vapor de la luna, vislumbró el rostro de un cliente de Clara: un diplomático calvo con quevedos de oro. Abrió el libro por la primera página, de seda, y encontró escrita una dedicatoria: «Para el pubis más exótico del mundo, tuyo siempre esté donde esté, mi concubina, mi Clara». Las manos de Olvido lucían la blancura de la muerte. Hojeó unas cuantas páginas. Sentía como si le estuvieran creciendo margaritas entre los muslos. Hojeó más. En ese libro escrito en una lengua extranjera aparecían unos dibujos donde los cuerpos desnudos de un hombre y de una mujer, exquisitamente perfilados en tinta ocre, se unían una y otra vez en diferentes posturas. Hasta el desván llegaba la brisa del encinar, su olor a piedras húmedas, a recuerdos de plata. La llama de la vela temblaba. Olvido cerró el libro sonriendo y lo apretó contra el vientre. Colocó la montaña de orinales guiándose por los nombres de las prostitutas, y regresó al dormitorio con su descubrimiento oculto en los pliegues del camisón.

Durante las noches siguientes soñó con los dibujos. Y cuando llegó el día de la cita secreta, puso el libro en las manos de Esteban mientras le miraba de reojo los pantalones; ellos custodiaban un órgano de tinta.

—¿Es un regalo? —le preguntó él.

—No puedo regalártelo porque no es mío, es de mi abuela Clara.

—Pero ella está muerta, ¿no?

—A ratos.

El río traía el murmullo de un liguero de encaje.

—¿Cómo se puede estar muerto sólo a ratos? —insistió el chico.

—No lo sé. Tú echa un vistazo al libro.

—¿Va de muertos?

—No.

—¿Es de poesía? —No.

—¿Es una novela?

—Tú sólo échale un vistazo.

Esteban leyó en voz alta el título escrito con letras góticas que aparecía en la segunda página.


Ka-ma-su-tra
. ¿Es de Shakespeare?

—No lo sé. Avanza unas cuantas páginas más.

Cuando el chico descubrió los dibujos, Olvido le besó en los labios.

Se acurrucaron en aquel lecho de limo, junto a la ribera del río. Él le acariciaba las cicatrices de la espalda por dentro de la blusa, ella el pecho robusto de carpintero, hasta que la pasión retó al invierno y se quedaron medio desnudos, temblando de frío y de amor, cobijados bajo el abrigo del muchacho. Cuando el alba asomó su velo de sangre, extenuados por la nieve y la inexperiencia, lograron encajar sus cuerpos en la primera postura. El gozo derritió la escarcha de la madrugada.

Practicaron nueve posturas desde enero hasta mediados de marzo. Encendían una fogata al resguardo de una encina gigante y se arropaban con una manta. Se olían, se besaban para fundir el hielo de los sexos. Había muerto la hierba y las leyendas del río se habían congelado. Su deseo se convirtió en un catarro infinito.

Una tarde, antes de que practicaran la postura número diez, Esteban tomó una decisión sin consultar a Olvido. La había meditado durante todo el día de trabajo en la carpintería, entre los estornudos y los escalofríos que le provocaba la fiebre. Al desplomarse el sol sobre los pinos, colgó el martillo y la sierra, se lavó la cara y los sobacos para deshacerse de cualquier resto de serrín que pudiera perjudicar su imagen, cambió las ropas sucias por una camisa heredada de su padre y un jersey recién tejido por su madre, y puso rumbo hacia la casona roja. Por el camino recordó el día en que Manuela Laguna le invitó a catar aquel guiso. Sintió de nuevo el sabor a hierbas que lo había torturado tras la visita, y la voz de su padre, aromática y grave, rogándole que se alejara lo más posible de aquella casa maldita y de las mujeres que la habitaban. Se apoderó de una piedra con punta y la guardó en el bolsillo del pantalón.

Manuela Laguna destripaba un gallo en la mesa de la cocina cuando Esteban llamó a la puerta.

—Buenas noches tenga usted, señora.

Los guantes de algodón goteaban sangre.

—¿Le conozco, joven? —Escudriñó el rostro del chico.

—Sí, señora. —La sangre de los guantes se estrellaba contra las losetas de barro—. Hace varios años me invitó a probar uno de sus guisos. Soy el hijo del maestro.

—Ya veo, cómo olvidar tus ojos, muchacho. Has crecido… Pero ¿qué es lo quieres?

—Verá… disculpe la hora… —Titubeó y se metió una mano en el bolsillo para agarrar la piedra—. Acabo de salir de trabajar y he decidido acercarme a su casa para pedirle la mano de su hija.

Manuela afiló sus ojos.

—¿Profesión? —Sobre las losetas de barro, un charco escarlata amenazaba al chico—. ¿Estás sordo?

—Yo… —sentía la piedra en la mano— tengo diecisiete años y soy aprendiz de carpintero, pero cuando me case con Olvido nos iremos a la ciudad y me haré maestro.

—Así que quieres seguir los pasos de tu padre para ser igual de miserable que él.

—Mi padre fue un hombre honorable y murió sirviendo a su patria. —El chico sentía que el sabor de aquel guiso de hierbas le estallaba en la boca.

—¡Qué sabrás tú de cómo murió! Entonces no eras más que un mocoso pobretón, y aún lo sigues siendo.

—Se equivoca, ya soy un hombre y quiero a su hija. —Apretó la piedra.

—Me río yo de que quieras a mi hija. Nunca le has visto el rostro sin el sombrero. Lo único que quieres es la fortuna que heredará algún día. —Se le cayó un mechón de pelo sobre el charco de sangre.

—Eso es mentira, la he visto sin nada muchas veces. Sepa usted que he practicado con ella las posturas esas que están dibujadas en el libro de su madre; fíjese si la conozco bien. —Soltó la piedra en el bolsillo de los pantalones mientras aquella confesión se le clavaba en la garganta.

—Mira, muchacho, si no te marchas ahora mismo por donde has venido, te voy a arrancar las tripas, que es lo que debí haber hecho el día que entraste en mi casa. —Los guantes de algodón brillaron iluminados por la luna.

Esteban escapó hacia el pinar degustando a su padre como la primera vez.

En la penumbra que cubría el recibidor, Manuela se apoderó de la palmeta de caña. Hasta el dormitorio de Olvido trepó el perfume a lavanda. La muchacha, adormilada por la fiebre del catarro, no había oído llamar a la puerta, ni la conversación entre su amante y su madre. Vio el rostro de la luna asomándose por la ventana. Manuela irrumpió en el dormitorio y le golpeó con la palmeta en la espalda. Luego le examinó el virgo con la lupa del escritorio como si fuese un entomólogo.

—Mandaré venir a una curandera para que te lo cosa. Si aún viviera la bruja Laguna, todo sería más fácil. Pero tú has nacido igual de puta que tu abuela. No saldrás de esta habitación hasta que cumplas los veinte, y en cuanto a ese joven sátiro que ha venido a pedirme tu mano y a restregarme las posturas que practicas con él, le arrancaré las entrañas.

Otro muchacho no habría vuelto, pero Esteban, enamorado, volvió. Aquélla se había convertido en una noche de acero sin apenas estrellas. Trepó por las celosías hasta alcanzar la ventana; no se dio cuenta de que la luna se estaba ahorcando con sus rayos blancos. En cuclillas sobre el alféizar, golpeó el cristal con los nudillos; tras él quedó el suicidio del astro. Ella lo oyó llamar y dudó. Soplaba el viento, los postigos de madera azotaban el cuerpo de Esteban. «Olvido, Olvido». La muchacha sintió que pronunciaba su nombre. Lo dejó entrar y lo abofeteó en el rostro.

—Lo siento. No sé qué me pasó, me volvió loco la fiebre, el frío y el besarte bajo la nieve sólo una vez a la semana. Lo siento —repitió—. ¿Te ha pegado?

Olvido entornó los párpados.

—La mataré. Si tú me lo pides, la mataré ahora mismo y nos iremos a la ciudad. —Sintió el tacto de la piedra en el bolsillo de los pantalones, luego un dedo de Olvido sobre los labios y un beso.

A lo lejos tañían por primera vez las campanas nuevas de la iglesia en el aire helado; pero no era una melodía gloriosa, sino un tañido de difuntos. De pronto, inundó la habitación una nube de pólvora. Con los pechos colgándole hasta el vientre, Manuela Laguna sujetaba la escopeta del desván.

—Has vuelto para joder aún más la honradez de mi hogar, ¿eh, muchacho? Bien, si eso es lo que quieres, lo harás hasta las últimas consecuencias. —Se había puesto unos guantes limpios.

Olvido miró los rizos del pubis de su madre.

—Le prometo que si le deja marchar ahora, no volveré a verle —dijo colocándose delante de él.

El chico aferró la piedra que llevaba escondida y el filo le cortó un dedo.

—Cállate. Sin duda has heredado la sangre podrida de Clara Laguna y eso te va a costar caro.

Quitó el seguro de la escopeta y se la apoyó en el hombro.

—Apártate.

—Madre, por favor, deje que se vaya.

—Ni lo sueñes.

Manuela golpeó la frente de su hija con la culata de la escopeta. Llegó de los montes el aullido de un lobo y Olvido cayó sobre la alfombra. Sintió el murmullo de la sangre: era un torrente que le nublaba la visión y convertía el dormitorio en un fantasma. Todo es un sueño, pensó, estoy tumbada en el claro del jardín, junto a las madreselvas. La voz de Esteban se abalanzó sobre Manuela: «Te mataré, bruja, te mataré». Estalló un disparo, la pólvora abordó el cuadro marítimo de la pared. Quizá haya una batalla entre galeones piratas, se dijo Olvido, todo es un sueño, mañana nos besaremos en el encinar, sobre la nieve. Los muelles viejos del sillón del dormitorio crujieron. Su madre se había sentado en él con los muslos abiertos y proclamaba una sentencia: «A joder o mato a mi hija». El muchacho, herido en un brazo, se bajó los pantalones, hoy he hecho un pastel de limón y lo quemé pensando en ti, murmuró Olvido, mañana haré uno de manzana y te llevaré un pedazo a la carpintería, pero él se frotaba el sexo con una mano de náusea, lo probarás y yo me comeré las migas de tus labios. El muchacho se acercó a Manuela, temblaba, mañana lo olvidaremos todo, ven, bésame, mañana nos bañaremos en el río aunque esté helado, le rogó Olvido, una bala de la escopeta de caza entró en la recámara, su madre disparó y la bala se incrustó en el techo, he dicho que a joder, muchacho, él vomitó y se alejó de Manuela caminando de espaldas hacia la ventana. No te preocupes, amor mío, mañana tocarán una melodía de gozo las campanas de la iglesia, ven, te lameré el serrín que se te queda detrás de las orejas, te lameré las heridas que te hacen las astillas, él abrió la ventana y el último frío de marzo destruyó el tufo a pólvora, ven, te besaré el remolino de la nuca, te besaré el hoyuelo de tu barbilla, la piedra oculta en los pantalones del muchacho cayó al suelo, Manuela rió, ibas a golpearme con eso, yo te enseñaré a matar, otra bala entró en la recámara de la escopeta y lo disparó en el vientre, ven, ven, gritaba Olvido, Manuela se aproximó al muchacho apuntándole el pecho con la escopeta, cuando estuvo muy cerca la tiró sobre la alfombra y de un empujón arrojó a Esteban por la ventana, su cráneo estalló contra una piedra del jardín, mañana. .. gimió Olvido… en el encinar me mirarás con tus ojos grises…

10

C
rujió el cielo atravesado por los truenos, las nubes se amontonaron unas sobre otras, la noche se cerró en las tinieblas. Olvido se asomó a la ventana. La lluvia le golpeó en el rostro y una ráfaga de viento le congeló las mejillas. Temblaba cuando vislumbró el cuerpo de su amante tirado en el jardín, inmóvil, y alrededor de la cabeza una aureola roja santificando su muerte. Frunció el ceño —quería partir en dos la rabia, el dolor—, y una arruga se instaló para siempre en el medio de sus cejas. Aquella arruga la convirtió en una belleza adulta. Se sentía mareada. Cerró la ventana y, a través de los cristales, contempló el cielo sin luna, el cadáver de Esteban sobre el que se escurría el luto de las estrellas. Le sangraba la herida de la frente, le goteaba en la barbilla, en el vestido. Se dejó caer de nuevo sobre la alfombra, y se desmayó después de que un trueno rasgara el horizonte.

Su madre había abandonado el dormitorio con un portazo de triunfo. Se acostaría en la habitación de la planta baja y dormiría tranquila, pues ya no quedaban en el pueblo más ojos grises que pudieran estropear sus planes para el futuro. Terminó de acicalar una cucaracha, que había sumergido en un baño aromático antes de desnudarse y dirigirse con la escopeta a la habitación de Olvido para limpiar su honor, y anudó alrededor del cadáver hinchado del insecto un lacito carmesí. Luego echó las cortinas de la ventana y se metió entre las sábanas duras por el almidón; entonces lo sintió por primera vez, ascendiéndole por el estómago y por los pechos, ese olor a miedo, ese olor al sexo del muchacho.

Amaneció más temprano que otros días de aquel invierno que muy pronto se convertiría en primavera. Quizá el sol, tras el suicidio de la luna, no quería dejar más tiempo huérfano al mundo. Una luz anaranjada alumbró pausadamente el horizonte de montañas invernales, pero cuando alcanzó la casona roja, se tornó blanquecina y amortajó el cuerpo de Esteban que ya pertenecía al jardín. Enroscado sobre el vientre, un charco centelleaba, y en uno de sus labios había surgido un brote de amapola. La sangre del cráneo y la espesura de los sesos yacían congeladas sobre el musgo como el rocío de la mañana. Aún se reflejaba en los ojos abiertos del muchacho la tormenta que había azotado la noche.

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