Authors: Daniel Montero Bejerano
La reunión captada por el diario
El País
en marzo de 2009 sirvió para que los principales estandartes del sector mostraran su opinión sobre el desarrollo de la Ley del Cine. Empresarios y productores estaban preocupados por el creciente número de películas que se hacen en España. Más oferta, más presencia en la cartelera, más trabajo para actores nacionales… Eso será bueno para el sector, ¿no? Pues parece que no.
Las subvenciones han triplicado la producción de películas españolas en diez años. Pero también han multiplicado el número de comensales que tienen que comer de la tarta del dinero público. Si usted fuera un empresario del cine español, seguramente lo que más le gustaría es que los requisitos para optar a las subvenciones fueran cada vez más duros con los pequeños productores. Así, el trozo del pastel será más grande. El presupuesto para ayudar al sector es una partida fija cada año. Si se hacen menos películas, son menos bocas las que hay que llenar con la misma comida.
La petición de los grandes productores caló pronto en el ministerio comandado por González Sinde. El Ministerio de Cultura tenía que articular la Ley del Cine aprobada en 2007 y decidió que sólo aquellas películas que tuvieran una inversión privada superior a los dos millones de euros tendrían una subvención automática. Es decir, sólo las grandes películas españolas tendrían garantizado el dinero público. La medida generó tal rechazo entre los profesionales del sector que algunos pequeños productores firmaron en agosto de 2009 un manifiesto. El escrito, rubricado por la plataforma Directores y Productores Contra la Orden Ministerial, critica de manera frontal la forma en la que Cultura planeaba repartir las ayudas millonarias. Según sus estimaciones, la decisión política supondría una merma del 60 por ciento en el número de películas españolas que se hacen cada año. Justo lo que querían los grandes empresarios.
El revuelo fue tal que el director del Instituto del Cine, Ignasi Guardans, remitió una carta a todos los agentes implicados. Y en ella explicó que, a su entender, «la Ley no suprime ni reduce las ayudas a las películas de menor dimensión, al cine independiente o al llamado de autor. Es más, la orden incorpora ayudas al desarrollo, que se añade a las reforzadas ayudas sobre proyecto». Es decir, tranquilos, que habrá para todos.
La llamada llegó discreta desde la sede de la Comisaría Central de la Policía Judicial, situada en el madrileño barrio de Canillas. Es comprometido que los agentes hablen directamente con periodistas. No está bien visto. Pero esta vez se trata de una cuestión oficial. Desde allí, los agentes de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF) investigan las principales tramas de corrupción financiera de este país. Y todas las que afectan a la Casta, pues en las corruptelas entre políticos y empresarios siempre hay dinero de por medio. De sus manos surgió la Operación Malaya, que dinamitó la corrupción urbanística instaurada durante más de una década en el Ayuntamiento de Marbella. Y del trabajo de sus agentes dependen también instrucciones como la Operación Astapa, que afectó al Ayuntamiento de Estepona y que costó una imputación a una veintena de empresarios, políticos y técnicos municipales, entre los que se encontraba Patricia Rojo, directora de Urbanismo e hija del actual presidente del Senado, el socialista Javier Rojo.
Aquellos días de febrero la unidad estaba revuelta. La Policía Judicial llevaba más de un año preparando una operación contra el entorno del empresario Francisco Correa. La investigación, dependiente del juez Baltasar Garzón, se llevó con el máximo secreto ante el miedo a que los implicados tuvieran conocimiento de ella. Entre los investigados había altos cargos del Partido Popular, y la influencia de los miembros de la Casta cala hondo en algunos juzgados y en determinados estamentos oficiales. No era la primera vez que había que andar con cuidado para evitar filtraciones a políticos.
Esta vez la investigación afectaba de lleno a la línea de flotación del partido en la oposición, ya que ahondaba en uno de los puntos más sensibles: sus fuentes de financiación. Los agentes de la UDEF analizaban de forma minuciosa la red de empresas creadas por el empresario Francisco Correa, afincado durante años en la localidad madrileña de Boadilla del Monte y estrechamente relacionado con la cúpula del Partido Popular. Tras las primeras pesquisas, los agentes detectaron presuntos sobornos a miembros de varios ayuntamientos del norte de Madrid controlados por el partido de Mariano Rajoy. Ahí comenzó todo.
Correa levantó durante años un entramado con veintitrés sociedades a la sombra del dinero procedente del PP y que derivaba en paraísos fiscales como Curaçao o la isla de Nieves. El empresario se convirtió en conseguidor de los populares y creó varias filiales dedicadas a la organización de eventos. Mucho estaba en sus manos. Correa y sus hombres organizaban mítines, congresos y viajes para los miembros del partido. Incluso fueron invitados a la boda que la hija del ex presidente José María Aznar celebró con el empresario Alejandro Agag en el monasterio madrileño de El Escorial. Aquélla fue la boda del año.
Las sociedades de Correa eran contratadas en los feudos autonómicos de Madrid y Valencia para encargarse de actos oficiales, tanto públicos como dependientes del partido. Orange Market, una de las principales sociedades del grupo, obtuvo entre 2005 y 2009 más de 4 millones de euros del gobierno valenciano por preparar su participación en certámenes como Fitur, la feria del turismo más importante del país, que se celebra cada año en Madrid. Special Events, otra de las empresas de Correa, facturó cantidades millonarias a los ayuntamientos de Boadilla y Majadahonda, al gobierno de la Comunidad de Madrid e incluso al Ministerio de Cultura mientras la popular Esperanza Aguirre ocupaba el cargo de ministra. En 1998 la firma Pasadera Viajes fue contratada con carácter de urgencia para proveer de alojamiento a los participantes de la fase final del Campeonato de España Escolar, que se celebró en Murcia en junio de aquel año. La empresa domiciliada en Madrid cobró 419.000 euros por el servicio.
Los agentes de la UDEF sospechaban que parte del dinero cobrado por Correa a las instituciones públicas iba a parar en forma de comisiones a las manos de varios miembros de la Casta: dirigentes del partido, políticos autonómicos, media docena de alcaldes y algún eurodiputado. Esta hipótesis venía avalada por diecisiete horas de grabaciones aportadas el 6 de noviembre de 2007 por el ex concejal de Majadahonda José Luis Peña, expulsado del partido y enfrentado con la cúpula popular de Madrid. A partir de aquel día la Audiencia Nacional se puso tras la pista de Correa, de sus negocios, de sus empresas, de sus amistades y, sobre todo, de sus relaciones políticas. Tras año y medio la investigación estaba casi terminada, pero faltaban cabos por atar. Los agentes tenían un organigrama claro de sus sociedades y pruebas suficientes de que sus empresas recibían inyecciones de dinero desde varios países con una fiscalidad opaca. Sin embargo, había que demostrar sin género de dudas que la empresa era contratada por las administraciones controladas por el Partido Popular gracias a los presuntos sobornos abonados por el entramado de Correa, y no por informes de los técnicos estatales o porque las firmas del empresario afincado en Madrid presentaran las mejores ofertas en los concursos públicos a los que se presentaban. Y eso todavía no estaba claro. El conseguidor del PP iba a ser arrestado en mayo de 2009, poco antes de las elecciones europeas, pero un chivatazo precipitó la operación.
Las gestiones policiales en registros y ayuntamientos levantaron sospechas y alguien alertó al entorno del empresario de que estaba siendo investigado. Saltó la liebre. La Policía detectó que sus colaboradores intentaban evadir documentación sensible ocultándola en un piso de Madrid y creció la sospecha de que Correa, que se encontraba en aquel momento en el extranjero, decidiera fugarse y fijar su residencia en Senegal, donde centraba parte de su actividad económica fuera de España.
El 6 de febrero de 2009 Francisco Correa Sánchez fue detenido en Madrid. A primera hora de la mañana estalló la Operación Gürtel, y cinco de sus colaboradores fueron también detenidos en Valencia, Málaga y Cádiz. Desde entonces los agentes especializados en la lucha contra el fraude trabajarían contra reloj. El caso se había politizado tanto que los altos cargos del PP intentaban desacreditar la labor policial en los medios de comunicación y luchaban por trasladar el asunto a los juzgados autonómicos. El objetivo prioritario era retirar la Operación Gürtel de las manos de Baltasar Garzón, juez de la Audiencia Nacional que se significó en otros tiempos a favor de los intereses del PSOE. Incluso fue número dos en las listas de Madrid para las elecciones generales de 1993, tras el líder socialista Felipe González.
Era primera hora de la mañana cuando sonó el teléfono:
—Escucha, necesito que me hagas un favor. ¿Tenéis alguna foto de Camps en una visita que hizo hace poco al Papa? —La petición era cuando menos extraña.
—¿De Camps? ¿El presidente de la Generalitat Valenciana? Pues no lo sé. Te lo tengo que mirar. ¿En qué andáis?
—No te puedo contar nada. El tema es secreto.
La Policía llevaba semanas buscando una fotografía específica, una instantánea que probara el uso fraudulento de fondos para agasajar a cargos políticos. Su punto de mira se fijó en una prenda singular; un chaleco blanco que, según sus informadores, lució el presidente valenciano en una visita a la sede papal. Sin embargo, por mucho que buscaron, el chaleco no apareció. Los agentes tenían información de que Álvaro Pérez Alonso, alias
El Bigotes
, uno de los hombres de Correa, había encargado y abonado la prenda en una sastrería de lujo de Madrid. Con todo, si la Policía lograba probar que el entorno de Correa abonó la prenda, sólo tendría una parte del camino andado, porque hacer regalos a políticos no es delito. Está mal visto, pero no es delito. Además, los agentes de la UDEF tenían que demostrar que ese y otros obsequios sirvieron para modificar las decisiones de Francisco Camps a favor de los intereses del grupo de Correa. Si no, no habría caso.
El problema es que el chaleco blanco nunca existió. De hecho, el servicio de protocolo de la Santa Sede advierte a los invitados a las recepciones papales de que la etiqueta correcta consiste en un estricto esmoquin con chaleco negro. Una etiqueta que el presidente de la Generalitat siguió a rajatabla en marzo de 2008, cuando acudió a Roma para entregar al papa Benedicto XVI un libro recordatorio de la visita del principal responsable de la Iglesia católica a Valencia en 2006, con motivo del Encuentro Mundial de las Familias.
Según la declaración de José Tomás, sastre del presidente de la Generalitat Valenciana, Álvaro Pérez, uno de los empleados de las empresas de Correa, le encargó tras una llamada la confección de un frac a medida para que Camps acudiera a un acto protocolario en el Vaticano, tal y como pensaba la Policía. Sin embargo, como no le daba tiempo a coserlo, el sastre entregó a Camps un frac ya confeccionado que, una vez utilizado, fue devuelto por el responsable del Partido Popular a la tienda. En esa misma llamada Álvaro Pérez le encargó también un chaleco a medida para Camps, pero era negro y no blanco, tal y como exige el Vaticano. Y fue también devuelto.
Pese a que la dichosa prenda no apareció, los gustos de Camps por los trajes a medida terminaron por ponerle en un aprieto y por sentarle en el banquillo, imputado por un presunto delito de cohecho.
La calle de Serrano es conocida como la Milla de Oro de Madrid. Allí, en algo más de un kilómetro, entre la embajada de Estados Unidos y la castiza Puerta de Alcalá, se aglutina la mayor concentración de tiendas de lujo del país. Las marcas más exclusivas han abierto sus establecimientos en la zona persiguiendo el elevado poder adquisitivo del barrio de Salamanca, donde el suelo se paga incluso por encima de los 9.000 euros el metro cuadrado y una vivienda de 60 metros cuadrados puede costar 600.000 euros. Bolsos de Loewe, zapatos de Prada y joyas de Bulgari o Cartier decoran los escaparates protegidos con bolardos para evitar alunizajes. Son productos con alto precio unitario; relojes, plumas, zapatos y bolsos que atesoran mucho valor en muy poco espacio. Son discretos y manejables. Y por eso son los preferidos de ciertos empresarios para hacérselos llegar a los miembros de la Casta.
Allí, en pleno corazón del barrio del lujo, a un edificio clásico de fachada encalada en el número 29 de la calle de Serrano acudía el presidente Francisco Camps, conocido como
El Curita
por los miembros de la red de la Operación Gürtel, para que su sastre de confianza le hiciera trajes a medida. Sobre el umbral de la puerta, un letrero azul marino anuncia el nombre del establecimiento: «Milano». Allí gastó Orange Market, una de las empresas de Francisco Correa, 121.000 euros en trajes a medida en cinco años. Los autos judiciales apuntan a que parte de esa ropa acabó en manos de altos cargos del gobierno de la Generalitat y que Francisco Camps finalmente devolvió a la tienda los que le correspondían. Isabel Jordán, directiva de Easy Concept, reconoció en su declaración ante Baltasar Garzón que su empresa gastó 3.000 euros para que los sastres de Milano cosieran varios trajes al ex alcalde del municipio madrileño de Boadilla del Monte, arturo González Panero, imputado por el caso y que quedó en libertad con una fianza de 1,8 millones de euros.
En enero de 2005, coincidiendo con la celebración de la Feria Internacional de Turismo en Madrid, Álvaro Pérez,
El Bigotes
, acompañó a la tienda Milano a Rafael Betoret Parreño, jefe de gabinete de la Conselleria de Turisme de la Generalitat Valenciana, y le dijo textualmente a José Tomás, director comercial del establecimiento: «Vamos a hacerle una serie de ropa a este señor».
En aquella ocasión, este alto cargo de la administración valenciana encargó tres trajes a medida, un abrigo y dos americanas de la mano de los hombres de Correa. En total, más de 3.000 euros en ropa hecha a medida. En lugar de abonar los pedidos en la tienda, los responsables de Orange Market acordaron con el sastre que todos los pedidos serían apuntados en un apartado que se liquidaba cada cierto tiempo con el dinero de una cuenta corriente que la empresa tenía abierta en la Caixa. El 13 de julio de 2005 se abonó desde aquella cuenta un cheque de 24.308 euros, con lo que se saldaba la deuda entre Orange Market y Milano contraída hasta el momento.