—Pero nosotros ¿podremos comer? —preguntó la baronesa sin esconder la preocupación que la había asaltado.
—No quieres entenderlo, mujer. Podremos pagar el trigo… si lo hay, porque puede llegar un momento en que no lo haya… si es que no ha llegado ya. El problema es que pese a que el trigo ha aumentado diez veces su valor, el pueblo sigue cobrando lo mismo…
—Entonces no nos faltará trigo —lo interrumpió su mujer.
—No, pero…
—Y Bernat no encontrará trabajo.
—No creo, pero…
—Pues es lo único que me importa —le dijo ella antes de darle la espalda, cansada de tanta explicación.
—… pero algo terrible se avecina —terminó Grau cuando ya la baronesa no podía oír lo que decía.
Un mal año. Bernat estaba cansado de escuchar aquella excusa una y otra vez. El mal año aparecía allí adonde fuese a pedir trabajo. «He tenido que despedir a la mitad de mis aprendices, ¿cómo quieres que te dé trabajo?», le dijo uno. «Estamos en un mal año, no tengo para dar de comer a mis hijos», le dijo otro. «¿No te has enterado? —espetó un tercero—, estamos en un mal año; he gastado más de la mitad de mis ahorros para alimentar a mis niños cuando antes me hubiera bastado con una vigésima parte.» «¿Cómo no voy a enterarme?», pensó Bernat. Pero siguió buscando hasta que el invierno y el frío hicieron su aparición. Entonces hubo lugares en los que siquiera se atrevió a preguntar. Los niños tenían hambre, los padres ayunaban para alimentar a sus hijos, y la viruela, el tifus o la difteria empezaron a hacer su mortífera aparición.
Arnau revisaba la bolsa de su padre cuando éste se encontraba fuera de casa. Al principio lo hizo cada semana pero ahora lo hacía cada día; algunos días revisaba la bolsa en varias ocasiones, consciente de que su seguridad mermaba a pasos agigantados.
—¿Cuál es el precio de la libertad? —le preguntó un día a Joan cuando los dos estaban rezando a la Virgen.
—Dice san Gregorio que en un principio todos los hombres nacieron iguales y por lo tanto todos eran libres —Joan habló en voz queda, tranquila, como si repitiera una lección—. Fueron los hombres nacidos libres los que por su propio bien se sometieron a un señor para que cuidase de ellos. Perdieron parte de su libertad pero ganaron un señor que cuidase de ellos.
Arnau escuchó las palabras de su hermano mirando a la Virgen. «¿Por qué no me sonríes? San Gregorio… ¿Acaso san Gregorio tenía una bolsa vacía como la de mi padre?»
—Joan.
—Dime.
—¿Tú qué crees que debo hacer?
—Tienes que ser tú el que tome la decisión.
—Pero ¿tú qué crees?
—Ya te lo he dicho. Fueron los hombres libres los que tomaron la decisión de que un señor cuidase de ellos.
Ese mismo día, sin que su padre lo supiera, Arnau se presentó en casa de Grau Puig. Entró por la cocina para no ser visto desde las cuadras. Allí encontró a Estranya, gorda como siempre, como si no la afectara el hambre, plantada como un pato frente a un caldero sobre el fuego.
—Diles a tus amos que he venido a verlos —le dijo cuando la cocinera advirtió su presencia.
Una estúpida sonrisa se dibujó en los labios de la esclava. Estranya avisó al mayordomo de Grau y éste a su vez a su señor. Lo hicieron esperar de pie durante horas. Mientras, todo el personal de la casa desfiló por la cocina para observar a Arnau, unos sonreían; otros, los menos, dejaban entrever cierta tristeza por la capitulación. Arnau les sostuvo la mirada a todos y contestó con altivez a los que sonreían, pero no logró borrar la burla de sus rostros.
Sólo faltó Bernat, aunque Tomás el palafrenero no dudó en avisarlo de que su hijo había acudido a disculparse. «Lo siento, Arnau, lo siento», masculló Bernat una y otra vez, mientras cepillaba uno de los caballos.
Tras la espera, con las piernas doloridas por la obligada inmovilidad -había intentado sentarse, pero Estranya se lo había prohibido-, Arnau fue conducido al salón principal de la casa de Grau. No prestó atención al lujo con que estaba decorada la estancia. Nada más entrar sus ojos se posaron en los cinco miembros de la familia, que lo esperaban al fondo: los barones sentados y sus tres primos en pie a su lado, los hombres ataviados con vistosas calzas de seda de diferentes colores, y jubones por encima de las rodillas y ceñidos por cinturones dorados; las mujeres con vestidos adornados con perlas y pedrería.
El mayordomo condujo a Arnau hasta el centro de la estancia, a algunos pasos de la familia. Luego, volvió a la puerta, junto a la que, por órdenes de Grau, esperó.
—Tú dirás —espetó Grau, hierático como siempre.
—Vengo a pediros perdón.
—Pues hazlo —le ordenó Grau.
Arnau quiso tomar la palabra, pero la baronesa se lo impidió.
—¿Así es como te propones pedir perdón? ¿De pie?
Arnau dudó unos segundos, pero al final hincó una rodilla en tierra. La tonta risilla de Margarida resonó en el salón.
—Os pido perdón a todos —recitó Arnau mirando directamente a la baronesa.
La mujer le traspasó con los ojos.
«Sólo lo hago por mi padre —le contestó Arnau con la mirada—. Furcia.»
—¡Los pies! —chilló la baronesa—. ¡Bésanos los pies!
Arnau hizo ademán de levantarse pero la baronesa volvió a impedírselo.
—¡De rodillas! —se oyó en todo el salón.
Arnau obedeció y se arrastró hasta ellos de rodillas. «Sólo por mi padre. Sólo por mi padre. Sólo por mi padre…» La baronesa le mostró sus zapatillas de seda y Arnau las besó, primero la izquierda y después la derecha. Sin levantar la mirada se desplazó hasta Grau, que vaciló cuando tuvo al niño delante de sí, arrodillado, con la vista fija en sus pies, pero su mujer lo miró, fuera de sí, y los levantó hasta la altura de la boca del muchacho, uno tras otro. Los primos de Arnau imitaron a sus padres. Arnau intentó besar la zapatilla de seda que le mostraba Margarida, pero justo cuando sus labios la iban a rozar, ella la apartó y volvió a sonar su risita. Arnau lo intentó de nuevo y otra vez su prima se rió de él. Al final esperó a que la muchacha llegase a tocar su boca con la zapatilla…, una… y otra.
Barcelona
15 de abril de 1334
Bernat contó los dineros que le había pagado Grau y los echó en la bolsa mascullando. Deberían ser suficientes pero… ¡malditos genoveses! ¿Cuándo terminaría el cerco al que estaban sometiendo al principado? Barcelona tenía hambre. Bernat se colgó la bolsa al cinto y fue en busca de Arnau. El muchacho estaba desnutrido. Bernat lo miró con preocupación. Duro invierno. Aunque al menos habían pasado el invierno. ¿Cuántos podrían decir lo mismo? Bernat contrajo los labios y revolvió el cabello de su hijo antes de apoyar la mano sobre su hombro. ¿Cuántos debían de haber muerto por el frío, el hambre y las enfermedades? ¿Cuántos padres podían apoyar ahora la mano sobre el hombro de su hijo? «Por lo menos estás vivo», pensó.
Ese día arribó un barco de cereales al puerto de Barcelona, uno de los pocos que logró sortear el bloqueo genovés. Los cereales fueron comprados por la propia ciudad a precios astronómicos para revenderlos entre sus habitantes a precios asequibles. Ese viernes había trigo en la plaza del Blat, y la gente, desde primeras horas de la mañana, se fue congregando en ella, enzarzándose en peleas por comprobar cómo preparaban el grano los medidores oficiales.
Desde hacía algunos meses y pese a los esfuerzos de los consejeros de la ciudad por acallarlo, un fraile carmelita predicaba contra los poderosos, les achacaba los males de la hambruna y los acusaba de tener trigo escondido. Las filípicas del fraile habían hecho mella en la feligresía y los rumores se extendían por toda la ciudad; por eso, aquel viernes, la gente, cada vez en mayor número, se movía intranquila por la plaza del Blat, discutía y se acercaba a empellones hasta las mesas en que los funcionarios municipales trajinaban con el grano.
Las autoridades calcularon la cantidad de trigo que correspondía a cada barcelonés y ordenaron al comerciante en telas Pere Juyol, veedor oficial de la plaza del Blat, el control de la venta.
—¡Mestre no tiene familia! —se oyó gritar a los pocos minutos de iniciada la venta a un hombre harapiento que iba acompañado de un niño más harapiento todavía—. Murieron todos durante el invierno —añadió.
Los medidores retiraron el grano de Mestre, pero las acusaciones se multiplicaron: aquél tiene un hijo en la otra mesa; ya ha comprado; no tiene familia; no es su hijo, sólo lo trae para pedir más…
La plaza se convirtió en un hervidero de rumores. La gente abandonó las colas, comenzaron las discusiones y las razones degeneraron en insultos. Alguien exigió a gritos que las autoridades pusieran a la venta el trigo que tenían escondido y el pueblo, furioso, se sumó al requerimiento. Los medidores oficiales se vieron superados por la masa, que se amontonó atropelladamente frente a las mesas de venta; los alguaciles del rey empezaron a enfrentarse a la gente hambrienta y sólo una rápida decisión de Pere Juyol logró salvar la situación. Ordenó que se llevara el trigo al palacio del veguer, en el extremo oriental de la plaza, y suspendió la venta durante la mañana.
Bernat y Arnau regresaron a casa de Grau para continuar con su trabajo, decepcionados por no haber conseguido el preciado alimento, y en el mismo patio de entrada, frente a las cuadras, le contaron al caballerizo mayor y a quien quiso escucharlos lo que había sucedido en la plaza del Blat; ninguno de los dos se contuvo a la hora de lanzar invectivas contra las autoridades y de quejarse del hambre que pasaban.
Desde una de las ventanas que daban al patio, atraída por los gritos, la baronesa se regodeó en las penurias del siervo fugitivo y de su descarado hijo. Mientras los observaba, una sonrisa acudió a sus labios al recordar las órdenes que le había dado Grau antes de partir de viaje. ¿No deseaba que sus deudores comieran?
La baronesa cogió la bolsa con el dinero destinado a la alimentación de los presos, encarcelados por deudas a su marido, llamó al mayordomo y le ordenó que encargase aquella tarea a Bernat Estanyol, a quien debía acompañarlo su hijo Arnau por si surgía algún problema.
—Recuérdales —le dijo ante la sonrisa de complicidad del siervo— que este dinero es para comprar trigo para los presos de mi marido.
El mayordomo cumplió las instrucciones de su dueña y se recreó en la expresión de incredulidad de padre e hijo, que aumentó en aquél cuando cogió la bolsa y sopesó las monedas que contenía.
—¿Para los presos? —preguntó Arnau a su padre, ya fuera del palacio de los Puig.
—Sí.
—¿Por qué para los presos, padre?
—Están presos por deberle dinero a Grau y éste tiene la obligación de pagar su alimentación.
—¿Y si no lo hiciera?
Seguían caminando en dirección a la playa.
—Los liberarían, y Grau no quiere que lo hagan. Paga los aranceles reales, paga al alcaide y paga la comida de los presos. Es la ley.
—Pero…
—Déjalo, hijo, déjalo.
Ambos continuaron en silencio camino de su casa.
Aquella tarde, Arnau y Bernat se encaminaron hacia la cárcel para cumplir su extraño cometido. Por boca de Joan, que en su trayecto desde la escuela de la catedral hasta la casa de Pere tenía que cruzar la plaza, sabían que los ánimos no se habían calmado y, ya en la calle de la Mar, que desembocaba en la plaza viniendo desde Santa María, empezaron a oír los gritos de la muchedumbre. El gentío se había congregado alrededor del palacio del veguer, donde se encontraba almacenado el trigo que se había retirado por la mañana y donde, también, estaban encarcelados los deudores de Grau.
La gente quería el trigo y las autoridades de Barcelona no disponían de los efectivos necesarios para un ordenado suministro. Los cinco consejeros, reunidos con el veguer, intentaban dar con una solución.
—Que juren —dijo uno—. Sin juramento no hay trigo. Cada comprador deberá jurar que la cantidad que solicita es la necesaria para el sustento de su familia y que no solicita más que aquella que según el reparto puede corresponderle.
—¿Será suficiente? —dudó otro.
—¡El juramento es sagrado! —le contestó el primero—. ¿Acaso no juran los contratos, la inocencia o las obligaciones? ¿Acaso no acuden al altar de san Félix para jurar los testamentos sacramentales?
Así se anunció desde un balcón del palacio del veguer. La gente corrió la voz hasta aquellos que no habían podido escuchar la solución propuesta, y los devotos cristianos que se apelotonaban reclamando el cereal se dispusieron a jurar… una vez más en su vida.
El trigo volvió a la plaza, donde el hambre no había desaparecido. Unos juraron. Otros sospecharon, y se repitieron las acusaciones, los gritos y las reyertas. El pueblo volvió a enardecerse y a reclamar el trigo que según el fraile carmelita tenían escondido las autoridades.
Arnau y Bernat se hallaban todavía en la desembocadura de la calle de la Mar, en el extremo opuesto al palacio del veguer, donde se había iniciado la venta del trigo. La gente gritaba a su alrededor desaforadamente.
—Padre —preguntó Arnau—, ¿quedará trigo para nosotros?
—Confío en que sí, hijo. —Bernat trató de no mirar a su hijo. ¿Cómo iba a quedar trigo para ellos? No habría trigo ni para una cuarta parte de los ciudadanos.
—Padre —le dijo Arnau—, ¿por qué los presos tienen el trigo asegurado y nosotros no?
Escudándose en el griterío, Bernat hizo como si no hubiera oído la pregunta; con todo no pudo dejar de mirar a su hijo: estaba famélico, sus brazos y sus piernas se habían convertido en delgadas extremidades, y en su enjuto rostro destacaban unos ojos saltones que en otras épocas sonreían despreocupadamente.
—Padre, ¿me habéis oído?
«Sí —pensó Bernat—, pero ¿qué puedo contestarte? ¿Que los pobres estamos unidos al hambre?, ¿que sólo los ricos pueden comer?, ¿que sólo los ricos pueden permitirse mantener a sus deudores?, ¿que los pobres no valemos nada para ellos?, ¿que los hijos de los pobres valen menos que uno de los presos encarcelados en el palacio del veguer?». Bernat no le contestó.
—¡Hay trigo en el palacio! —gritó uniéndose al vocerío del pueblo—. ¡Hay trigo en el palacio! —repitió más alto todavía cuando los más cercanos a él callaron y se volvieron para mirarlo.
Pronto fueron muchos los que fijaron su atención en aquel hombre que aseguraba que había trigo en el palacio.