—¿Cómo, si no lo hubiera, podían comer los presos? —volvió a gritar, levantando la bolsa de dinero de Grau—. ¡Los nobles y los ricos pagan la comida de los presos! ¿De dónde sacan los alcaides el trigo para los presos? ¿Acaso salen a comprarlo como nosotros?
La multitud fue abriéndose para dejar pasar a Bernat, que estaba fuera de sí. Arnau lo seguía tratando de llamar su atención.
—¿Qué hacéis, padre?
—¿Acaso los alcaides se ven obligados a jurar como nosotros?
—¿Qué os sucede, padre?
—¿De dónde sacan los alcaides el trigo para los presos? ¿Por qué no podemos dar de comer a nuestros hijos y sí a los presos?
La muchedumbre enloqueció más todavía tras las palabras de Bernat. En esta ocasión los medidores oficiales no pudieron retirar a tiempo el trigo y la gente los asaltó. Pere Juyol y el veguer estuvieron a punto de ser linchados. Salvaron la vida gracias a algunos alguaciles, que los defendieron y los escoltaron hasta el palacio. Pocos vieron sus necesidades satisfechas, ya que el trigo se desparramó por la plaza y fue pisoteado por la multitud, mientras algunos, en vano, intentaban recogerlo antes de ser ellos mismos pisoteados por sus conciudadanos.
Alguien gritó que la culpa era de los consejeros y la multitud se diseminó en busca de los prohombres de la ciudad, escondidos en sus casas.
Bernat no permaneció ajeno a la locura colectiva y gritó como el que más, dejándose llevar por las riadas de gente enardecida.
—Padre, padre.
Bernat miró a su hijo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó sin dejar de andar y entre grito y grito.
—Yo…, ¿qué os sucede, padre?
—Vete de aquí. Éste no es lugar para niños.
—¿Dónde voy a…?
—Toma —Bernat le entregó dos bolsas de dinero: la suya propia y la destinada a presos y alcaides.
—¿Qué tengo que hacer con…? —preguntó Arnau.
—Vete, hijo. Vete.
Arnau vio cómo desaparecía su padre entre la multitud. Lo último que atisbó de él fue el odio que escupían sus ojos.
—¿Adonde vais, padre? —gritó cuando ya lo había perdido de vista.
—En busca de la libertad —le contestó una mujer que también observaba cómo la multitud se derramaba por las calles de la ciudad.
—Ya somos libres —se atrevió a afirmar Arnau.
—No hay libertad con hambre, hijo —sentenció la mujer.
Llorando, Arnau corrió contracorriente tropezando con el gentío.
Las algaradas duraron dos días enteros. Las casas de los consejeros y muchas otras residencias nobles fueron saqueadas y el pueblo, loco y encolerizado, anduvo de un lugar a otro, primero en busca de comida…, después en busca de venganza.
Durante dos días enteros la ciudad de Barcelona se vio sumida en el caos ante la impotencia de sus autoridades hasta que un enviado del rey Alfonso, con tropas suficientes, puso fin a los alborotos. Cien hombres fueron detenidos y muchos otros multados. De aquellos cien, diez fueron ejecutados en la horca tras un juicio sumarísimo. De los llamados a testificar en el juicio, pocos fueron los que no reconocieron en Bernat Estanyol, con su lunar en el ojo derecho, a uno de los principales instigadores de la revuelta ciudadana de la plaza del Blat.
Arnau corrió toda la calle de la Mar hasta casa de Pere Juyol sin siquiera dedicar una mirada a Santa María. Los ojos de su padre estaban grabados en sus retinas, y sus gritos resonaban en sus oídos. Nunca lo había visto así. ¿Qué os pasa, padre? ¿Es cierto que no somos libres como dice esa mujer? Entró en casa de Pere sin reparar en nada ni en nadie y se encerró en su habitación. Joan lo encontró llorando.
—La ciudad se ha vuelto loca… —dijo nada más abrir la puerta de la habitación—. ¿Qué te pasa?
Arnau no contestó. Su hermano dio una rápida mirada en derredor.
—¿Y padre?
Arnau moqueó y señaló con la mano en dirección a la ciudad.
—¿Está con ellos?
—Sí —logró balbucear Arnau.
Joan revivió las algaradas que había tenido que sortear desde el palacio del obispo hasta su casa. Los soldados habían cerrado las puertas de la judería y se habían apostado delante de ellas para evitar que la asaltara la muchedumbre, la cual se dedicaba ahora a saquear las casas de los cristianos. ¿Cómo podía estar Bernat con ellos? Las imágenes de grupos de exaltados derribando las puertas de los hogares de las gentes de bien y saliendo de ellos cargados con sus enseres volvieron a la memoria de Joan. No podía ser.
—No puede ser —repitió en voz alta. Arnau lo miró desde el jergón en el que estaba sentado—. Bernat no es como ellos… ¿Cómo es posible?
—No sé… Había mucha gente. Todos gritaban…
—Pero… ¿Bernat? Bernat no es capaz, quizá sólo esté… ¡No sé, tratando de encontrar a alguien!
Arnau miró a Joan. «¿Cómo quieres que te diga que era él quien gritaba, el que más gritaba, el que ha enardecido a la gente? ¿Cómo quieres que te lo diga si yo mismo no me lo creo?».
—No sé, Joan. Había mucha gente.
—¡Están robando, Arnau! Están atacando a los prohombres de la ciudad.
Una mirada fue suficiente.
Los dos niños esperaron en vano a su padre aquella noche. Al día siguiente Joan se dispuso a acudir a clase.
—No deberías ir —le aconsejó Arnau.
En esta ocasión fue Joan quien le contestó con la mirada.
—Los soldados del rey Alfonso han sofocado la revuelta —se limitó a comentar Joan al regresar a casa de Pere.
Aquella noche Bernat tampoco acudió a dormir. Por la mañana, Joan volvió a despedirse de Arnau.
—Deberías salir —le dijo.
—¿Y si vuelve? Sólo puede volver aquí —añadió Arnau con voz entrecortada.
Los dos hermanos se abrazaron. ¿Dónde estáis, padre?
Quien sí salió en busca de noticias fue Pere, y no le costó tanto encontrarlas como volver a su casa.
—Lo siento, muchacho —le dijo a Arnau—. Tu padre ha sido detenido.
—¿Dónde está?
—En el palacio del veguer, pero…
Arnau ya corría en dirección al palacio. Pere miró a su mujer y negó con la cabeza; la anciana se llevó las manos al rostro.
—Han sido juicios de urgencia —le explicó Pere—. Un montón de testigos han reconocido a Bernat, con su lunar, como principal instigador de la revuelta. ¿Por qué lo habrá hecho? Parecía…
—Porque tiene dos hijos a los que alimentar —lo interrumpió su mujer con lágrimas en los ojos.
—Tenía… —corrigió Pere con voz cansina—; lo han ahorcado en la plaza del Blat junto a nueve alborotadores más.
Mariona volvió a llevarse las manos al rostro, pero de repente se las quitó.
—Arnau… —exclamó dirigiéndose a la puerta, pero se quedó a medio camino al oír las palabras de su esposo:
—Déjalo, mujer. A partir de hoy no volverá a ser un niño.
Mariona afirmó con la cabeza. Pere fue a abrazarla.
Las ejecuciones fueron inmediatas por orden expresa del rey. Ni siquiera dio tiempo a construir un cadalso y a los presos se les ejecutó sobre simples carros.
Arnau interrumpió bruscamente su carrera al entrar en la plaza del Blat. Jadeaba. La plaza estaba llena de gente, en silencio, todos de espaldas a él, quietos, con la mirada en… Por encima de la gente, junto al palacio, se alzaban una decena de cuerpos inertes.
—¡No…! ¡Padre!
El aullido resonó por toda la plaza y la gente se volvió a mirarlo. Arnau cruzó despacio la plaza mientras la gente le abría paso. Buscaba entre los diez…
—Déjame, por lo menos, ir a avisar al sacerdote —pidió la esposa de Pere.
—Ya lo he hecho yo. Estará allí.
Arnau vomitó a la vista del cadáver de su padre. La gente se apartó de un salto. El muchacho volvió a mirar aquel rostro desfigurado, morado hasta la negrura, caído a un lado, con los rasgos contraídos, los ojos abiertos en una lucha que ya sería eterna por salir de sus órbitas y con la larga lengua colgando inerte entre las comisuras de los labios. La segunda y la tercera vez que miró sólo arrojó bilis.
Arnau notó un brazo sobre sus hombros.
—Vamos, hijo —le dijo el padre Albert.
El sacerdote tiró de él hacia Santa María pero Arnau no se movió. Volvió a mirar a su padre y cerró los ojos. Ya no volvería a tener hambre. El muchacho se encogió en una tremenda convulsión. El padre Albert intentó de nuevo tirar de él para que abandonase el macabro escenario.
—Dejadme, padre. Por favor.
Bajo la mirada de éste y de todos los presentes, Arnau salvó tambaleándose los pocos pasos que le separaban del improvisado cadalso. Se agarraba el estómago con las manos y temblaba. Cuando estuvo bajo su padre, miró a uno de los soldados que hacían guardia junto a los ahorcados.
—¿Puedo bajarlo? —le preguntó.
El soldado dudó ante la mirada del niño, parado bajo el cadáver de su padre, señalándolo. ¿Qué habrían hecho sus hijos en el caso de que hubiera sido él el ahorcado?
—No —se vio obligado a contestar.
Le hubiera gustado no estar allí. Hubiera preferido estar luchando contra una partida de moros, estar junto a sus hijos… ¿Qué tipo de muerte era aquélla? Aquel hombre sólo había luchado por sus hijos, por ese niño que ahora lo interrogaba con la mirada, como todos los presentes en la plaza. ¿Por qué no estaría allí el veguer?.
—El veguer ha ordenado que permanezcan tres días expuestos en la plaza.
—Esperaré.
—Después serán trasladados a las puertas de la ciudad, como cualquier ajusticiado en Barcelona, para que todo aquel que las cruce conozca la ley del veguer.
El soldado dio la espalda a Arnau e inició una ronda que empezaba y terminaba siempre en un ahorcado.
—Hambre —escuchó tras él—. Sólo tenía hambre.
Cuando aquella ronda sin sentido lo llevó otra vez hasta Bernat, el niño estaba sentado en el suelo, bajo su padre, con la cabeza entre las manos, llorando. El soldado no se atrevió a mirarlo.
—Vamos, Arnau —insistió el padre, otra vez junto a él.
Arnau negó con la cabeza. El padre Albert fue a hablar, pero un grito se lo impidió. Empezaban a llegar los familiares de los demás ahorcados. Madres, esposas, hijos y hermanos se agolparon al pie de los cadáveres, en un doloroso silencio interrumpido por algún grito de dolor. El soldado se concentró en su ronda, buscando en su memoria el grito de guerra de los infieles. Joan, que pasaba por la plaza de regreso a casa, se acercó a los muertos y se desmayó al ver el horrible espectáculo. Ni siquiera tuvo tiempo de ver a Arnau, que seguía sentado en el mismo lugar, ahora meciéndose hacia delante y hacia atrás. Los propios compañeros de Joan lo levantaron y lo llevaron al palacio del obispo. Arnau tampoco vio a su hermano.
Transcurrieron las horas y Arnau permanecía ajeno a los ciudadanos que acudían a la plaza del Blat movidos por la compasión, la curiosidad o el morbo. Sólo las botas del soldado que hacía la ronda frente a él interrumpían sus pensamientos.
«Arnau, yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre —le había dicho su padre no hacía mucho—. Abandoné nuestras tierras, que habían sido propiedad de los Estanyol durante siglos, para que nadie pudiera hacerte a ti lo que me habían hecho a mí, a mi padre y al padre de mi padre…, y ahora volvemos a estar en las mismas, al albur del capricho de los que se llaman nobles; pero con una diferencia: podemos negarnos. Hijo, aprende a usar la libertad que tanto esfuerzo nos ha costado alcanzar. Sólo a ti corresponde decidir».
«¿De veras podemos negarnos, padre? —Las botas del soldado volvieron a pasar frente a sus ojos—. No hay libertad con hambre. Vos ya no tenéis hambre, padre. ¿Y vuestra libertad?».
—Miradlos bien, niños.
Aquella voz…
—Son delincuentes. Miradlos bien.
Por primera vez Arnau se permitió observar a la gente que se amontonaba ante los cadáveres. La baronesa y sus tres hijastros contemplaban el rostro desfigurado de Bernat Estanyol. Los ojos de Arnau se clavaron en los pies de Margarida; después la miró a la cara. Sus primos habían palidecido, pero la baronesa sonreía y lo miraba a él, directamente a él. Arnau se levantó temblando.
—No merecían ser ciudadanos de Barcelona —oyó que decía Isabel.
Las uñas se le clavaron en la palma de las manos; su rostro se congestionó y le temblaba el labio inferior. La baronesa seguía sonriendo.
—¿Qué podía esperarse de un siervo fugitivo?
Arnau fue a lanzarse sobre la baronesa pero el soldado se interpuso entre ellos. Arnau chocó con él.
—¿Te ocurre algo, muchacho? —El soldado siguió la mirada de Arnau—. Yo no lo haría —le aconsejó.
Arnau trató de esquivar al soldado, pero éste lo cogió por el brazo. Isabel ya no sonreía; permanecía erguida, altanera, desafiante.
—Yo no lo haría, te buscarás la ruina —oyó que le decía el hombre. Arnau levantó la mirada—. Él está muerto —insistió el soldado—, tú no. Siéntate, muchacho. —El soldado notó que Arnau aflojaba un tanto— Siéntate —insistió.
Arnau desistió y el soldado permaneció de guardia a su lado.
—Miradlos bien, niños. —La baronesa sonreía de nuevo—. Mañana volveremos. Los ahorcados están expuestos hasta que se pudren, como deben pudrirse los delincuentes fugitivos.
Arnau no pudo controlar el temblor de su labio inferior. Continuó mirando a los Puig hasta que la baronesa decidió darle la espalda.
«Algún día…, algún día te veré muerta… Os veré muertos a todos…», se prometió. El odio de Arnau persiguió a la baronesa y a sus hijastros por toda la plaza del Blat. Ella había dicho que al día siguiente volvería. Arnau levantó la mirada hacia su padre.
«Juro por Dios que no lograrán regodearse una vez más con el cadáver de mi padre, pero ¿cómo? —Las botas del soldado volvieron a pasar frente a sus ojos—. Padre, no permitiré que os pudráis colgado de esa soga».
Arnau dedicó las siguientes horas a pensar cómo podía lograr hacer desaparecer el cadáver de su padre, pero cualquier idea que se le ocurría se estrellaba contra las botas que pasaban junto a él. Ni siquiera podría descolgarlo sin que lo vieran y de noche tendrían teas encendidas…, teas encendidas…, teas encendidas. En ese preciso momento apareció Joan en la plaza con el rostro pálido, casi blanco, los ojos hinchados e inyectados en sangre, los andares cansinos. Arnau se levantó y Joan se echó en sus brazos en cuanto estuvo a su altura.
—Arnau…, yo… —balbuceó.
—Escúchame bien —lo interrumpió Arnau abrazado a él—. No dejes de llorar. —«No podría, Arnau», pensó Joan sorprendido por el tono de su hermano—. Quiero que esta noche, a las diez, me esperes escondido en la esquina de la calle de la Mar con la plaza; que nadie te vea. Trae…, trae una manta, la más grande que encuentres en casa de Pere. Y ahora, vete.