—Pero…
—Vete, Joan. No quiero que los soldados se fijen en ti.
Arnau tuvo que empujar a su hermano para deshacerse de su abrazo. Los ojos de Joan se pararon en el rostro de Arnau; después, miraron una vez más a Bernat. El muchacho tembló.
—¡Vete, Joan! —le susurró Arnau.
Aquella noche, cuando ya nadie paseaba por la plaza y sólo los familiares de los ahorcados permanecían a sus pies, cambió la guardia y los nuevos soldados dejaron de rondar frente a los cadáveres para sentarse alrededor de un fuego que encendieron junto a uno de los extremos de la fila de carretas. Todo estaba tranquilo y la noche había refrescado el ambiente. Arnau se levantó y pasó junto a los soldados procurando esconder el rostro.
—Voy a buscar una manta —dijo.
Uno de ellos lo miró de reojo.
Cruzó la plaza del Blat hasta la esquina de la calle de la Mar y se quedó allí durante unos instantes, preguntándose dónde estaría Joan. Ya era la hora convenida, debería haber llegado. Arnau chistó. El silencio continuó acompañándolo.
—¿Joan? —se atrevió a llamar.
Del quicio de la puerta de una casa surgió una sombra.
—¿Arnau? —se oyó en la noche.
—Claro que soy yo —el suspiro de Joan se oyó a varios metros—. ¿Quién pensabas que era? ¿Por qué no has contestado?
—Está muy oscuro —se limitó a responder Joan.
—¿Has traído la manta? —La sombra levantó un bulto—. Bien, ya les he dicho que iba a buscar una. Quiero que te tapes con ella y que ocupes mi lugar. Anda de puntillas para que parezca que eres más alto.
—¿Qué te propones?
—Voy a quemarlo —le contestó cuando Joan ya se encontraba a su lado—. Quiero que ocupes mi lugar. Quiero que los soldados crean que tú eres yo. Limítate a sentarte bajo…, limítate a sentarte donde yo estaba y no hagas nada; simplemente, tápate la cara. No te muevas. No hagas nada veas lo que veas o pase lo que pase, ¿me has entendido? —Arnau no esperó a que Joan le contestase—. Cuando todo haya terminado, tú serás yo, tú serás Arnau Estanyol y tu padre no tenía ningún otro hijo. ¿Has entendido? Si los soldados te preguntasen…
—Arnau.
—¿Qué?
—No me atrevo.
—¿Có…, cómo?
—Que no me atrevo. Me descubrirán. Cuando vea a padre…
—¿Prefieres ver cómo se pudre? ¿Prefieres verlo colgado a las puertas de la ciudad mientras los cuervos y los gusanos devoran su cadáver?
Arnau esperó unos instantes a que su hermano imaginara semejante escena.
—¿Acaso quieres que la baronesa siga burlándose de nuestro padre… incluso muerto?
—¿No será pecado? —preguntó de repente Joan.
Arnau trató de ver a su hermano en la noche, pero tan sólo vislumbró una sombra.
—¡Sólo tenía hambre! No sé si será pecado, pero no estoy dispuesto a que nuestro padre se pudra colgado de una soga. Yo voy a hacerlo. Si quieres ayudarme ponte esa manta por encima y limítate a no hacer nada. Si no quieres hacerlo…
Sin más, Arnau partió calle de la Mar abajo mientras Joan se dirigía hacia la plaza del Blat cubierto con la manta y con la vista fija en Bernat: un fantasma entre los diez que colgaban de los carros, tenuemente alumbrado por el resplandor de la hoguera de los soldados. Joan no quería ver su rostro, no quería enfrentarse a su lengua morada colgando, pero sus ojos traicionaban su voluntad y caminaba con la vista fija en Bernat. Los soldados le vieron acercarse. Mientras, Arnau corrió a casa de Pere; cogió su pellejo y lo vació de agua; después lo llenó con el aceite de los candiles. Pere y su mujer, sentados alrededor del hogar, lo miraron hacer.
—Yo no existo —les dijo Arnau con un hilo de voz arrodillándose frente a ellos y tomando la mano de la anciana, que lo miró con cariño—. Joan será yo. Mi padre sólo tiene un hijo… Cuidad de él si sucediese algo.
—Pero Arnau… —empezó a decir Pere.
—Chist —siseó Arnau.
—¿Qué vas a hacer, hijo? —insistió el anciano.
—Tengo que hacerlo —le contestó Arnau levantándose.
Yo no existo. Soy Arnau Estanyol. Los soldados seguían observándolo. «Quemar un cadáver debe de ser pecado», pensaba Joan. ¡Bernat lo miraba! Joan se quedó parado a unos metros del ahorcado. ¡Lo miraba! «Es idea de Arnau».
—¿Te sucede algo, muchacho? —Uno de los soldados hizo ademán de levantarse.
—Nada —contestó Joan antes de seguir andando hacia los ojos muertos que lo interrogaban.
Arnau cogió un candil y salió corriendo. Buscó barro y se embadurnó la cara. Cuántas veces le había hablado su padre de su llegada a aquella ciudad que ahora lo había asesinado. Rodeó la plaza del Blat por la de la Llet y la de la Corretgeria hasta llegar a la calle Tapineria, justo al lado de la fila de carretas de ahorcados. Joan estaba sentado bajo su padre, intentando controlar el temblor que lo delataba.
Arnau dejó el candil escondido en la calle, se colgó el pellejo a la espalda y a rastras empezó a avanzar hacia la parte posterior de las carretas, pegadas a los muros del palacio del veguer. Bernat estaba en la cuarta carreta y los soldados continuaban charlando alrededor del fuego, en el extremo opuesto. Se arrastró tras las primeras carretas. Cuando llegó a la segunda, una mujer lo vio; tenía los ojos hinchados por el llanto. Arnau se detuvo, pero la mujer desvió la mirada y continuó con su dolor. El muchacho se encaramó a la carreta en la que colgaba su padre. Joan lo oyó y se volvió.
—¡No mires! —Su hermano dejó de escrutar la oscuridad—. Y procura no temblar tanto —le susurró Arnau.
Se irguió para alcanzar el cuerpo de Bernat, pero un ruido lo obligó a tumbarse de nuevo. Esperó unos segundos y repitió la operación; otro ruido lo sobresaltó pero Arnau aguantó en pie. Los soldados seguían con su tertulia. Arnau levantó el pellejo y empezó a verter aceite sobre el cadáver de su padre. La cabeza quedaba bastante alta, de modo que se estiró cuanto pudo y apretó el pellejo con fuerza para que el aceite saliera disparado a presión. Un chorro viscoso empezó a empapar el cabello de Bernat. Cuando se quedó sin aceite rehízo el camino hasta la calle Tapineria.
Sólo tendría una oportunidad. Arnau mantenía el candil a su espalda para esconder la débil llama. «Tengo que acertar a la primera». Miró hacia los soldados. Ahora era él quien temblaba. Respiró hondo y sin pensarlo entró en la plaza. Bernat y Joan estaban a unos diez pasos. Avivó la llama, con lo que se puso al descubierto. El resplandor del candil en la plaza del Blat se le antojó un amanecer despejado. Los soldados lo miraron. Arnau iba a echar a correr cuando se dio cuenta de que ninguno de ellos hacía ademán de moverse. «¿Por qué iban a hacerlo? ¿Acaso pueden saber que voy a quemar a mi padre? ¡Quemar a mi padre!». El candil tembló en su mano. Seguido por la mirada de los soldados, llegó hasta donde estaba Joan. Nadie hizo nada. Arnau se detuvo bajo el cadáver de su padre y lo miró por última vez. Los destellos del aceite sobre su rostro escondían el terror y el dolor que antes reflejaban.
Arnau arrojó el candil contra el cadáver y Bernat empezó a arder. Los soldados se levantaron de un salto, se volvieron hacia las llamas y corrieron detrás de Arnau. Los restos del candil cayeron sobre la carreta, en la que se había acumulado el aceite que resbalaba del cuerpo de Bernat, y también empezó a arder.
—¡Eh! —oyó que le gritaban los soldados.
Arnau iba a salir corriendo cuando reparó en que Joan seguía sentado junto a la carreta, con la manta tapándolo por entero y paralizado. El resto de dolientes observaba en silencio las llamas absortos en su propio dolor.
—¡Alto! ¡Alto, en nombre del rey!
—Muévete, Joan. —Arnau se volvió hacia los soldados, que ya corrían hacia él—. ¡Muévete! ¡Te abrasarás!
No podía dejar a Joan allí. El aceite derramado por el suelo se acercaba a la temblorosa figura de su hermano. Arnau iba a sacarlo de allí cuando la mujer que antes lo había visto se interpuso entre los dos.
—Corre —lo apremió.
Arnau tuvo que zafarse de la mano del primer soldado y salió huyendo. Corrió por la calle Bória hacia el portal Nou con los gritos de los soldados tras él. Cuanto más lo persiguieran, más tardarían en volver junto a su padre y apagar el fuego, pensó mientras corría. Los soldados, veteranos y cargados con su equipo, nunca podrían alcanzar a un muchacho cuyas piernas movía el mismo fuego.
—¡En nombre del rey! —oyó a sus espaldas.
Un silbido rozó su oído derecho. Arnau pudo oír cómo la lanza se estrellaba contra el suelo, por delante de él. Atravesó como una exhalación la plaza de la Llana mientras varias lanzas fallaban su objetivo, corrió por delante de la capilla de Bernat Marcús y llegó a la calle Carders. Los gritos de los soldados empezaban a perderse en la distancia. No podía seguir corriendo hasta el portal Nou, donde con seguridad habría más soldados apostados. Hacia abajo, en dirección al mar, podía llegar hasta Santa María; hacia arriba, en dirección a la montaña, podía hacerlo hasta Sant Pere de les Puelles, pero luego volvería a encontrarse con las murallas.
Apostó por el mar y se dirigió hacia él. Rodeó el convento de San Agustín y se perdió en el laberinto de calles que se abrían más allá del barrio del Mercadal; saltaba tapias, pisaba huertas y buscaba siempre las sombras. Cuando estuvo seguro de que sólo lo perseguía el eco de sus pisadas, aminoró el ritmo. Siguiendo el curso del Rec Comtal, llegó al Pla d'en Llull, junto al convento de Santa Clara, y desde allí, sin dificultad, a la plaza del Born y a la calle del Born, a su iglesia, su refugio. Sin embargo, cuando iba a meterse bajo la escalera de madera de la puerta, observó algo que le llamó la atención: un candil tirado en el suelo cuya llama, exigua, luchaba por no apagarse. Escrutó los alrededores de la tenue lucecita y no tardó en vislumbrar la figura del alguacil, también en el suelo, inmóvil, con un hilillo de sangre que corría por la comisura de sus labios.
Su corazón se aceleró. ¿Por qué? La tarea de aquel alguacil era vigilar Santa María. ¿Qué interés podía tener…? ¡La Virgen! ¡La capilla del Santísimo! ¡La caja de los bastaixos!
Arnau no lo pensó. Habían ejecutado a su padre; no podía permitir que además deshonraran a su madre. Entró con sigilo en Santa María por el hueco de la puerta y se dirigió hacia el deambulatorio. A su izquierda, separada por el espacio que restaba entre dos contrafuertes, quedaba la capilla del Santísimo. Cruzó la iglesia y se parapetó tras una de las columnas del altar mayor. Desde allí oyó ruidos procedentes de la capilla del Santísimo, pero todavía no la tenía a la vista. Se deslizó hasta la siguiente columna y, entonces sí, a través del intercolumnio pudo ver la capilla, iluminada como siempre por numerosos cirios encendidos.
Desde la capilla, un hombre se encaramaba al enrejado. Arnau miró a su Virgen. Todo parecía estar en orden. ¿Entonces? Paseó rápidamente la mirada por el interior de la capilla del Altísimo; la caja de los bastaixos había sido forzada. Mientras el ladrón seguía escalando, Arnau creyó oír el tintineo de las monedas que los bastaixos ingresaban en aquella caja para sus huérfanos y para sus viudas.
—¡Ladrón! —gritó lanzándose contra la reja de la capilla.
De un salto se encaramó al enrejado y golpeó al hombre en el pecho. El ladrón, sorprendido, cayó estrepitosamente. No tuvo tiempo para pensar. El hombre se levantó con rapidez y descargó un tremendo puñetazo en el rostro del muchacho. Arnau cayó de espaldas sobre el suelo de Santa María.
—Debió de caer al tratar de escapar después de robar la caja de los bastaixos —sentenció uno de los oficiales reales, en pie, al lado de Arnau, que todavía estaba inconsciente.
El padre Albert negó con la cabeza. ¿Cómo podía Arnau haber cometido semejante atrocidad? ¡La caja de los bastaixos, en la capilla del Santísimo, junto a su Virgen! Los soldados lo habían avisado un par de horas antes del amanecer.
—No puede ser —musitó para sí mismo.
—Sí, padre —insistió el oficial—. El muchacho llevaba esta bolsa —añadió mostrándole la bolsa de los dineros de Grau para el alcaide y sus presos—. ¿Qué iba a hacer un muchacho con tanto dinero?
—¿Y su rostro? —intervino otro soldado—. ¿Para qué iba alguien a embadurnarse el rostro con barro si no es para robar?
El padre Albert volvió a negar con la cabeza, con la mirada fija en la bolsa que tenía alzada el oficial. ¿Qué hacía allí a aquellas horas de la noche? ¿De dónde había sacado la bolsa?
—¿Qué hacéis? —preguntó a los oficiales al ver que levantaban a Arnau del suelo.
—Nos lo llevamos a la prisión.
—De ninguna manera —se oyó decir a sí mismo.
Quizá…, quizá todo aquello tuviera una explicación. No podía ser que Arnau hubiera intentado robar la caja de los bastaixos. Arnau, no.
—Es un ladrón, padre.
—Eso lo tendrá que decidir un tribunal.
—Y así será —confirmó el oficial mientras sus soldados aguantaban a Arnau por las axilas—, pero esperará la sentencia en la cárcel.
—Si tiene que ir a alguna cárcel, será a la del obispo —dijo el cura—. El crimen se ha cometido en lugar santo y por lo tanto es jurisdicción de la iglesia, no del veguer.
El oficial miró a los soldados y a Arnau y, con gesto de impotencia, les ordenó que dejasen al chico en el suelo, cosa que cumplieron dejándolo caer. Una cínica sonrisa asomó a sus labios al ver cómo el rostro del muchacho golpeaba violentamente el suelo. El padre Albert los miró con ira.
—Despabiladlo —exigió el padre Albert mientras sacaba las llaves de la capilla, abría la reja y entraba en ella—. Quiero escuchar qué tiene que decir el muchacho.
Se acercó a la caja de los bastaixos, cuyas tres cerraduras habían sido forzadas, y comprobó que estaba vacía; en el interior de la capilla no faltaba nada más ni había habido ningún destrozo. «¿Qué ha sucedido, Señora? —le preguntó en silencio a la Virgen—; ¿cómo has permitido que Arnau cometiera este delito?». Oyó cómo los soldados echaban agua sobre el rostro del muchacho y salió de la capilla en el momento en que varios bastaixos, advertidos del robo de su caja, entraban en Santa María.
Arnau despertó al sentir el agua helada y vio que estaba rodeado de soldados. El sonido de la lanza en la calle Bória volvió a silbar junto a su oído. Corría delante de ellos. ¿Cómo habían logrado alcanzarlo? ¿Habría tropezado? Los rostros de los soldados se inclinaron sobre él. ¡Su padre! ¡Ardía! ¡Tenía que escapar! Arnau se levantó y trató de empujar a uno de los soldados, pero éstos lo inmovilizaron sin dificultad.